La figura de Juan Gabriel ha acompañado a generaciones enteras, y en 'Juan Gabriel: Debo, puedo y quiero', la mirada de María José Cuevas detiene el tiempo para que el propio artista narre su historia sin intermediarios. Desde los primeros minutos, la serie documental se construye sobre un archivo monumental que el propio Alberto Aguilera Valadez reunió con una meticulosidad que hoy adquiere un sentido casi premonitorio. La directora organiza esas imágenes con una cadencia pausada, sin alterar la voz original del músico ni intervenir su relato con artificios externos. Todo el conjunto avanza con una serenidad que evita el impulso de la nostalgia y se centra en la observación minuciosa del hombre que se erigió en símbolo de la música popular mexicana. La cámara no pretende reconstruir un mito, sino seguir la huella de una vida atravesada por el esfuerzo, la creatividad y el deseo de reconocimiento dentro de una sociedad que nunca le ofreció un camino despejado.
Cada episodio traza un itinerario que parte de la infancia en Michoacán y se expande hacia los escenarios de América y Europa. Cuevas emplea los materiales de archivo no como simple testimonio, sino como materia narrativa. El ritmo se apoya en el contraste entre el Juan Gabriel íntimo, que graba sus pensamientos frente a una cámara doméstica, y el intérprete que se multiplica en los escenarios. Ese contrapunto entre lo privado y lo público sostiene la estructura del documental, donde la figura de su madre adquiere un peso decisivo. A través de sus palabras y las imágenes de un hogar humilde, se entiende cómo la ausencia paterna y la precariedad impulsaron su necesidad de construir un espacio propio en el arte. Cada cinta, cada fotografía, cada fragmento de sonido sirve para componer el retrato de un creador que convirtió el desamparo en energía expresiva.
El tratamiento de la infancia y la adolescencia no se apoya en sentimentalismos, sino en la descripción de un entorno áspero. La directora resalta el paso por el internado, la relación con su maestro Juan Contreras y el descubrimiento de la música como refugio. El montaje combina materiales de distinta textura: videos granulados, grabaciones de voz y secuencias de conciertos que muestran la expansión de un artista que, sin desprenderse de su vulnerabilidad, alcanzó la condición de emblema popular. Ese tránsito hacia la fama está narrado con sobriedad, sin insistir en los hitos más conocidos. Se pone el foco en el trabajo constante, la disciplina y la convicción de que cada canción podía funcionar como un relato personal y colectivo al mismo tiempo. En ese sentido, la obra consigue mostrar cómo la identidad mexicana se cuela en la voz del intérprete no como un adorno folclórico, sino como una forma de resistencia frente a la marginación.
La dirección de Cuevas plantea una relación interesante entre la memoria y la representación. Frente a la tentación de idealizar al personaje, opta por una reconstrucción que deja ver las contradicciones de un hombre que buscó libertad en cada decisión artística. Su vida, tal como aparece en los archivos, se convierte en una secuencia de reinvenciones continuas. La puesta en escena mantiene una distancia respetuosa, casi documental en su sentido más estricto, y evita cualquier dramatización innecesaria. En los momentos donde se intercalan las actuaciones en directo, el montaje se ralentiza para dejar que el cuerpo del cantante se exprese con su propio lenguaje. Esa elección dota al relato de un pulso constante, donde la emoción surge del contraste entre el artificio del espectáculo y la sencillez de los registros personales.
La figura pública de Juan Gabriel siempre estuvo sujeta a interpretaciones diversas, muchas veces marcadas por prejuicios. La serie aborda esa dimensión desde un enfoque que no busca provocar ni justificar, sino exponer las tensiones entre la libertad personal y la mirada social. Se percibe un trasfondo político en esa insistencia por mostrar al artista en sus distintas facetas: el hijo, el compositor, el empresario, el hombre que enfrentó una moral conservadora con el poder de su voz y su estética. Cuevas convierte esos enfrentamientos en una lectura más amplia sobre la cultura mexicana de finales del siglo XX, donde el espectáculo funcionaba también como un espacio de desafío a las normas. En esa lectura, cada interpretación de ‘El Divo de Juárez’ adquiere un valor simbólico que rebasa el terreno musical.
A lo largo de los cuatro episodios, la narrativa se articula con una precisión que recuerda el estilo de documentaristas como Asghar Farhadi en su acercamiento a los conflictos íntimos, aunque aquí la autora mexicana prefiere una estructura menos dramática y más observacional. La selección de materiales mantiene una coherencia estética basada en la acumulación: las horas de grabaciones se transforman en un mosaico que permite entender la personalidad de un creador obsesionado con dejar constancia de cada instante. Ese deseo de permanencia se refleja también en la voz en off del propio cantante, que acompaña el relato con frases de tono filosófico. Sin caer en solemnidad, el documental plantea una reflexión sobre la relación entre arte y supervivencia, entre el impulso de crear y la necesidad de ser recordado.
Los pasajes dedicados al concierto en el Palacio de Bellas Artes funcionan como núcleo simbólico de toda la obra. Aquel momento, que en su día generó polémicas por enfrentarse a los límites de la cultura oficial, se presenta como la culminación de una trayectoria que unió la música popular con los escenarios institucionales. Cuevas monta las imágenes de ese concierto junto a fragmentos de prensa y declaraciones del propio artista para reconstruir la tensión que acompañó a aquel acontecimiento. La secuencia adquiere una fuerza particular al mostrar al intérprete caminando entre el público, como si buscara un contacto directo que la fama nunca pudo sustituir. Esa proximidad con la gente resume buena parte del sentido que la serie atribuye a su figura.
La evolución del personaje se percibe también en la relación con sus hijos y con las personas que formaron parte de su entorno afectivo. En esas secciones, el montaje alterna los testimonios con imágenes que captan el paso del tiempo: fotografías domésticas, videos de celebraciones, conversaciones grabadas en la intimidad. El documental se detiene en esos momentos con una mirada serena, sin artificios, como si pretendiera recuperar la textura cotidiana de una vida llena de trabajo y entrega. Al mismo tiempo, la presencia de sus canciones actúa como hilo conductor: cada tema inserto en el relato explica algo del momento vital en el que fue compuesto, y así la música se convierte en crónica personal y espejo de una sociedad en transformación.
En su tramo final, la serie aborda la última etapa de su carrera, marcada por giras multitudinarias y una popularidad que nunca se desvaneció. Las imágenes del concierto en Los Ángeles y las declaraciones previas a su fallecimiento cierran el círculo narrativo sin recurrir al dramatismo. La directora evita la tentación de construir un epitafio visual y prefiere dejar la sensación de continuidad. La figura de Juan Gabriel se proyecta hacia el futuro como un archivo vivo que sigue generando sentidos. Lo que permanece no es la mitificación de un ídolo, sino la evidencia de un creador que hizo de su vida un relato público y de su voz un espacio de expresión colectiva.
'Juan Gabriel: Debo, puedo y quiero' se sostiene sobre una premisa clara: dejar que el artista se explique a través de su propio legado. La dirección encuentra equilibrio entre la fidelidad documental y la sensibilidad narrativa. Sin gestos grandilocuentes ni artificios formales, la serie avanza con un ritmo constante, dejando que cada detalle cobre importancia. En esa contención reside la fuerza del proyecto, que logra transmitir una visión completa de una vida marcada por la voluntad de permanecer. La historia de Juan Gabriel se muestra así como un retrato de una época, una cultura y una voz que continúa resonando.
