A menudo, el deseo de tener un lugar propio se convierte en una carrera silenciosa hacia un precipicio invisible. En ciertas urbes densas como capas de cemento superpuestas, el valor de la propiedad se presenta como símbolo de autonomía, pero se transforma con rapidez en una celda sin barrotes, donde el aire cuesta más que la hipoteca. ‘Mis 84 m²’ de Kim Tae-joon se sitúa precisamente en ese borde: entre la esperanza que abriga el espacio habitable y la deriva moral que emerge cuando ese espacio se contrae y resiste.
En este filme, cada centímetro de superficie parece tener memoria, cada pared actúa como testigo de una decadencia que se manifiesta sin pausa, aunque sin dramatismo artificioso. Lo que inicialmente parece una narrativa contenida sobre un hombre enfrentado a los rigores del sistema inmobiliario, pronto se va retorciendo en una espiral donde el ruido —elemento sonoro y político a la vez— se vuelve catalizador de la erosión mental. Más que un thriller, se trata de una declaración de impotencia en forma de encierro. Los muros separan, escuchan, transmiten, multiplican. Y lo hacen sin tregua.
Woo-seong, interpretado con contención física por Kang Ha-neul, se presenta como un individuo que cruza la línea entre el esfuerzo y la renuncia. Su descenso no parece vertical, sino estancado en una gravedad invisible. Su apartamento, adquirido a costa de su estabilidad, ya no funciona como hogar sino como trinchera. Su cuerpo habita el espacio, mientras su voluntad permanece suspendida. La suciedad acumulada se vuelve manifestación de su deterioro interior, de la incapacidad para sostener una narrativa de progreso.
La puesta en escena opera con economía visual, mientras la tensión se acumula. Los espacios cerrados, apenas iluminados, sirven tanto para encerrar al personaje como para activar una incomodidad progresiva en el espectador. Las decisiones visuales —el uso de planos cerrados, la repetición de gestos domésticos— encapsulan las emociones. La incomunicación surge menos de los diálogos truncos que de unas paredes demasiado delgadas.
El guion esquiva juicios explícitos. Woo-seong transita entre la apatía del derrotado y la desesperación que lo empuja a soluciones insensatas, como la incursión fallida en el universo de las criptomonedas. Este tipo de movimiento —en apariencia ridículo, en esencia comprensible— define el tono del filme: una oscilación entre la sátira seca y el retrato psicológico de una precariedad que incomoda sin exageraciones.
Los personajes secundarios extienden una estructura social fracturada. La administradora del edificio, encarnada por Yeom Hye-ran, ofrece un contraste formal: su control sobre el entorno mantiene una autoridad protocolaria, desvinculada de una posición ética. El vecino Jin-ho, tatuado y hermético, introduce una amenaza latente que evita concretarse, aunque permite visualizar los vínculos entre soledad, violencia y vecindad forzada.
A medida que la historia avanza, la narrativa desplaza su centro. Las implicaciones sociales ceden espacio a una estructura guiada por la sorpresa, donde las revelaciones se suceden más por acumulación que por necesidad. La claridad del inicio se diluye en una sucesión de giros que reducen su resonancia. Lo que en un principio construía incomodidad a partir de lo reconocible, termina convertido en una serie de eventos que, si bien eficaces desde lo visual, carecen de densidad reflexiva.
Kim Tae-joon construye en los primeros actos una representación incómoda del fracaso contemporáneo, del sueño hipotecado que se vuelve cárcel acústica. Al avanzar hacia el desenlace, el relato adopta una orientación más convencional, con escenas que desvían el foco sin aportar mayor complejidad.
En términos formales, la dirección mantiene coherencia hasta el tramo final. La música acentúa sin marcar. La cámara permanece con el personaje en su desgaste, sin embellecerlo. Kang Ha-neul sostiene ese descenso con gestos mínimos: la falta de aire en los silencios, la violencia con que consume comida barata, la forma en que su cuerpo ocupa el espacio.
En ‘Mis 84 m²’, la vivienda aparece como símbolo de pertenencia y al mismo tiempo como amenaza ineludible. La película traza el contorno de una vida atrapada en un sistema que convierte el espacio en deuda y el ruido en violencia estructural. Aunque el relato pierde firmeza al inclinarse por una resolución más tradicional, permanece como registro de una incomodidad creciente en las formas actuales de habitar.
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