Cine y series

Adolescencia

Philip Barantini

2025



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El miedo ya no entra por la puerta. Hace tiempo que aprendió a disfrazarse de normalidad y a deslizarse entre los silencios familiares, los desplazamientos rutinarios, las conversaciones de pasillo. Lo que una vez se vivió con alarma ha adoptado formas que ya no se reconocen como amenazas. ‘Adolescencia’, serie de cuatro episodios dirigida por Philip Barantini y estrenada en Netflix, se inscribe en ese territorio impreciso donde lo cotidiano se ve interrumpido por un crimen que nadie supo prever, y cuyas raíces parecen no estar en el gesto violento sino en los márgenes invisibles del presente.

La narración arranca sin red: la irrupción policial en una casa de clase trabajadora descoloca tanto a sus habitantes como al espectador. No hay espacio para el escepticismo ni para los mecanismos del thriller. El cuerpo adolescente de Jamie Miller yace dormido cuando el dispositivo policial lo despierta con una acusación que ya lo posiciona como culpable. El relato, sin embargo, no se detiene en averiguar si lo es o no. La cuestión central no gira en torno a la autoría del crimen, sino en torno a una interrogación más amarga: ¿qué ha fallado en la red de vínculos que rodeaba a este chico? ¿Y por qué nadie lo vio venir?

Barantini apuesta por un mecanismo formal que define cada episodio: el plano secuencia. No hay cortes, no hay pausas. La cámara, casi espectral, sigue a los personajes por pasillos, oficinas, patios escolares y centros de detención, construyendo una coreografía de la incomodidad. No hay escapatoria visual ni emocional. La mirada está encerrada con los personajes, obligada a soportar la densidad de lo que no se dice.

El protagonista, interpretado por Owen Cooper, se revela como una elección tan afilada como enigmática. Cooper no carga el personaje de matices artificiales: es un adolescente que transita entre el estupor, el resentimiento y una torpeza verbal que resulta más inquietante que cualquier confesión explícita. El episodio que comparte con la psicóloga judicial (una Erin Doherty precisa, firme, implacable) es una clase de disección emocional: sin buscar explicaciones concluyentes, la serie muestra cómo el lenguaje emocional ha sido amputado de raíz en este adolescente, sustituyéndose por eslóganes vacíos, referencias virtuales y una agresividad que no parece saber hacia dónde dirigir su energía.

Stephen Graham, en el rol del padre, consigue convertir la contención en un campo de batalla. Su presencia, más corporal que verbal, transmite un cansancio acumulado y una desesperación sorda. No necesita grandes estallidos para comunicar la fragilidad de quien ha sido desplazado del rol protector sin darse cuenta. La relación entre padre e hijo es una de las pocas líneas que la serie desarrolla sin manipulación ni sentimentalismo. Aquí no hay revelaciones salvadoras ni gestos redentores. Solo hay una distancia que crece, entrecortada por la incapacidad de ambos para nombrar lo que les sucede.

Los secundarios, desde los detectives hasta los docentes y compañeros del centro escolar, funcionan como parte de un sistema que observa sin intervenir, que tantea sin comprender. La presencia de redes sociales, clave para comprender la deriva de Jamie, aparece apenas sugerida, como un trasfondo omnipresente pero no del todo comprendido por los adultos que intentan reconstruir la historia. Barantini evita la pedagogía: no da lecciones sobre la influencia de la red ni recurre a ejemplos explícitos. Más bien insinúa que hay un idioma que los adultos han olvidado aprender, y en ese vacío se ha colado el caos.

El segundo episodio, centrado en el entorno escolar, retrata con precisión un ecosistema agrietado, donde las instituciones educativas aparecen más desbordadas que cómplices. Las entrevistas entre policías y estudiantes no revelan grandes verdades, pero evidencian la distancia abismal entre generaciones. La escuela es un espacio caótico, donde el ruido oculta la soledad y las interacciones están marcadas por el sarcasmo defensivo. Nadie escucha, nadie sabe bien qué preguntar.

El último episodio desplaza el foco hacia los efectos colaterales. El tiempo ha pasado, pero el núcleo familiar de Jamie permanece suspendido en una especie de limbo moral. La madre (Christine Tremarco) se agarra a rutinas inútiles; la hermana apenas logra articular una forma de estar en el mundo que no esté marcada por la vergüenza ajena. El padre sigue buscando un lugar desde el cual sostener algo que ya se ha resquebrajado. Este cierre no aporta resolución ni ofrece un clímax catártico. Deja, en cambio, la sensación de que el duelo por lo que se ha perdido ni siquiera ha comenzado.

‘Adolescencia’ no se presenta como retrato social, aunque lo es. No se define como thriller judicial, aunque incorpora la mecánica del procedimiento legal. Su interés reside en los intersticios: lo que ocurre cuando el aparato familiar, educativo y policial intenta operar en un terreno que ya no entiende. Y si bien la puesta en escena puede rozar el artificio en algún tramo –especialmente en la teatralidad de ciertos diálogos–, la apuesta formal termina reforzando la tensión del relato sin caer en el exhibicionismo.

Barantini no carga la serie de moralejas, pero sí deja expuesta la impotencia de un mundo adulto que ha renunciado a intervenir en la configuración ética de los más jóvenes. Los niños no nacen sabiendo cómo habitar la masculinidad. Alguien se lo enseña. Y cuando ese alguien se ausenta, el vacío lo llena otro. La serie no señala con el dedo, pero tampoco se lava las manos.

Así, ‘Adolescencia’ no se instala en el terreno de lo espectacular. Se inscribe en lo cotidiano alterado, en lo doméstico roto, en la herida que no cicatriza porque nunca se dijo en voz alta. Quizás no cambie nada. Pero logra, al menos, que nos preguntemos cuándo dejamos de mirar. Y por qué.

'Adolescencia' ya está disponible en Netflix.

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