Crónica

Ashley Plomer · Mark William Lewis

Moby Dick

23/10/2025



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Mark William Lewis llegaba a su primera cita con Madrid presentando uno de los trabajos más sugerentes y sofisticados de la temporada. En este nuevo material, el artista se consolida como un crooner contemporáneo capaz de explorar, con sutileza y hondura, los múltiples matices emocionales que habitan en canciones de tintes sombríos y pensamientos introspectivos. Su LP homónimo se despliega como un viaje sonoro de contrastes, en el que Lewis transita entre atmósferas crepusculares y paisajes musicales que evocan la soledad y la vigilia. Cada tema parece surgir del silencio de la noche, de ese territorio incierto donde la mente divaga entre la melancolía y la contemplación. La producción, minuciosamente cuidada, juega con texturas envolventes, voces contenidas y arreglos minimalistas que refuerzan el carácter íntimo del conjunto.

Lo que pocos esperaban era la intensidad de su propuesta en directo. Lewis y su banda transformaron estas composiciones, junto con piezas de trabajos anteriores, en un discurso sonoro más denso y corpóreo, donde las guitarras adquirieron un protagonismo inusitado. El sonido, por momentos cercano al ímpetu grunge, se entrelazaba con estructuras melódicas hipnóticas, generando un equilibrio entre la crudeza instrumental y la elegancia interpretativa. Durante la hora y media que duró el concierto, el público permaneció inmerso en una atmósfera sobrecogedora y casi litúrgica que el músico consiguió crear sobre el escenario. Lewis demostró no solo un dominio absoluto de su registro vocal, sino también una notable capacidad para convertir la introspección de su obra en una experiencia colectiva de profunda intensidad emocional.

Ashley Plomer, quien más tarde se uniría al escenario como miembro de la banda del protagonista de la noche, fue el encargado de inaugurar la velada armado únicamente con su guitarra. El joven músico británico, que el pasado año comenzó a dar a conocer sus primeras composiciones, ofreció un breve pero sugerente repertorio con el que dejó entrever la dirección estética de su propuesta: una conjunción entre la tradición de la canción americana de corte melancólico y ciertos ecos de la escena noventera, cercana al sonido íntimo y confesional del pop de dormitorio que artistas como Alex G consolidarían en sus etapas menos experimentales. Su actuación permitió vislumbrar cómo sus composiciones transitan por esa delgada frontera entre la vulnerabilidad emocional y la exploración instrumental.

Plomer alternó momentos de sincera exposición sentimental con pasajes en los que el sonido se desestructuraba de forma intencionada, generando pequeñas disonancias que añadían profundidad al conjunto. Ese equilibrio entre lo espontáneo y lo cuidadosamente contenido dio como resultado una actuación breve pero reveladora. El músico dejó una impresión más que prometedora, preservando en todo momento la autenticidad propia de un artista en pleno proceso de definición, pero con la determinación y el oficio suficientes como para afrontar cualquier escenario que se le presente. Su presencia sobre las tablas, humilde y firme a la vez, confirmó que estamos ante un creador que entiende la interpretación no solo como una muestra de técnica, sino como un ejercicio de entrega emocional y búsqueda constante.

Una media hora después, Mark William Lewis y sus tres acompañantes salían al escenario entre luces tenues y dejando constancia de su juego de tres harmónicas, siempre dispuesto a aportar ese toque huidizo y cambiante a los temas. Atacando rápidamente ‘Socialising’, sentó las bases para crear ese ambiente tan extrañamente reconfortante en el que la gravedad de su voz, las estampas solitarias sugeridas y ese temple a la hora de encarar los temas con semblante serio son buenas bazas para lograrlo. Despojando cualquier arreglo o adorno sintético reflejado en el disco, pero compensándolo con la dimensión extra que aportaba un batería multiplicado en tareas, capaz de amortiguar cada golpe, pero también de aportar una profundidad extra llegado el momento, entendimos que la adaptación de las canciones al directo responde a una forma totalmente cohesiva de entender su música.

Aquí todo surge de la compenetración, de no tratar de tirar cada uno por su lado, sino de sonar lo más empacados posibles. Así es como fueron cayendo canciones que por decirlo de alguna forma msotraron su cara más popera, como fue el caso de la hermosa ‘Seventeen’, que va cediendo su ligereza instrumental inicial a ese espacio de desconcierto, de estampas agónicas y trágico final. Una ambivalencia que Mark domina a la perfección, como si se tratase de encender una cerilla y tratar de quedarse con su resplandor a costa precisamente de cerrar las manos sobre ella y provocar involuntariamente que se apague. Unos treinta minutos después, Mark William Lewis y sus tres acompañantes aparecieron en el escenario envueltos en una penumbra cuidadosamente diseñada, mientras las luces tenues acentuaban el clima de intimidad y expectación. Desde el primer instante, el cuarteto dejó constancia de su particular juego con las tres armónicas, un recurso sonoro que Lewis utiliza con inteligencia para dotar a cada pieza de un matiz huidizo y cambiante, casi vaporoso, que transforma la percepción del conjunto.

Sin demasiada dilación, el grupo abrió con 'Socialising', tema que sirvió como carta de presentación para consolidar ese ambiente extrañamente reconfortante que caracteriza sus directos. La gravedad de la voz de Lewis, la imaginería de paisajes solitarios que sus letras sugieren y su modo sereno, casi hierático, de afrontar cada interpretación se conjugaron con precisión para crear una atmósfera absorbente. En contraste con el registro del disco, el directo se despojó de cualquier rastro de artificio o producción sintética. En su lugar, el grupo apostó por una organicidad que se sostuvo gracias a una batería versátil, capaz de ejercer un control rítmico exquisito y, al mismo tiempo, aportar una notable profundidad expresiva. Cada golpe parecía medido para amortiguar el dramatismo de las composiciones o intensificarlo cuando la dinámica lo requería. Esa flexibilidad, unida a la compenetración evidente entre los músicos, reveló una concepción del directo como un organismo cohesivo, donde todo fluye desde la escucha mutua y la voluntad de mantener un sonido compacto y equilibrado.

El repertorio fue avanzando con naturalidad, permitiendo que afloraran los distintos matices del universo sonoro de Lewis. Entre los momentos más destacados se situó 'Seventeen', una de sus composiciones más luminosas dentro del repertorio, que comenzó con una ligereza instrumental casi pop para, poco a poco, ceder terreno al desconcierto y la melancolía. La canción derivó hacia un desenlace agónico y trágico, en un tránsito que el artista domina con maestría. Lewis maneja esa dualidad con una sensibilidad poco común: es capaz de encender una chispa de calidez emocional y, casi al instante, sofocarla deliberadamente para dejar paso a la oscuridad. Como si encendiera una cerilla solo para observar su resplandor efímero, consciente de que al cerrar las manos sobre ella para retenerlo, terminará apagándose. Esa tensión entre la luz y la sombra, entre lo aparentemente liviano y lo desgarrador, constituye el núcleo de su propuesta artística y el motor que mantiene viva la atención del público durante todo el concierto.

El número de momentos deslumbrantes durante la actuación de Mark William Lewis resulta difícil de enumerar, no por escasez, sino por la abundancia de pasajes memorables que se sucedieron con una coherencia impecable. Desde el impecable interludio instrumental de ‘Pressure is Everything’, concebido casi como una invitación a dejar la mente en blanco y entregarse a la ensoñación, hasta el enigmático juego rítmico de ‘Still Above’, marcado por ese gesto de “tirar la piedra y esconder la mano” y reforzado por la irrupción precisa de la trompeta, todo en el repertorio parecía responder a una arquitectura sonora meditada. A ello se sumaron los instantes de catarsis pura, como los rasgueos frenéticos y casi feroces del final de ‘Spit’, que hicieron retumbar la sala entera y demostraron la capacidad del cuarteto para transformar la intensidad emocional en energía física.

Nada en el concierto sonó gratuito. Cada elección, desde la dinámica de las canciones hasta la manera de modular las tensiones, respondía a un planteamiento escénico de admirable coherencia. La forma en que Lewis y su banda trataban de conmover al público no nacía del exceso ni del artificio, sino de una expresividad profundamente controlada, donde cada matiz encontraba su lugar natural dentro del conjunto. Uno de los momentos más notables llegó con ‘Brain’, interpretada con una crudeza conmovedora. Lewis la lanzó casi a bocajarro, dejando que la tensión se acumulara con precisión quirúrgica hasta liberarse en la estrofa final del desgarrador “I don’t know”, serpenteada por la electricidad incandescente de su guitarra. Esa manera de administrar la intensidad, contenida y explosiva a la vez, se convirtió en una constante a lo largo del concierto.

En la recta final, el músico no mostró signos de agotamiento. Con una entrega implacable, abordó canciones tan emocionalmente devastadoras como ‘Ecstatic Heads’, confirmando su habilidad para mantener el pulso dramático sin perder el control técnico. El público, completamente entregado, respondió con entusiasmo y gratitud, consciente de estar presenciando un recital de una calidad poco habitual, donde cada elemento parecía alinearse en favor de una experiencia total. El cierre formal llegó con la reciente ‘Anyone’, interpretada con una serenidad casi redentora que funcionó como un epílogo natural antes de los bises. Estos comenzaron con una evocadora y escapista ‘Angel Investor’, envolvente y luminosa, y concluyeron con una contundente ‘Cuta Glass’, cuyo riff, incisivo y vibrante, se adentró en las entrañas del público hasta disiparse lentamente en el aire.

Fue, sin lugar a dudas, uno de los conciertos más sobresalientes de la temporada. Mark William Lewis demostró una vez más su capacidad para moverse con soltura entre las sonoridades más sombrías sin perder elegancia ni precisión. Con un pulso firme, una sensibilidad exquisita y un deliberado afán por desviar los focos hacia la música misma, consiguió que el conjunto de sus composiciones hablara con una fuerza que trascendió cualquier artificio.

Tratando de escribir casi siempre sobre las cosas que me gustan.