Crónica

Kamasi Washington

Razzmatazz

23/03/2025



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Todos los géneros necesitan sus héroes. Todos ansiamos llevar el pin en la solapa o forrar las carpetas con el jeto de nuestro artista favorito; sentirnos parte de un colectivo que valida nuestro gusto particular, que normaliza nuestras excentricidades y, encima, las comprende.

El jazz no ha sido especialmente prolífico en la creación de mitos. Desde hace décadas se lo ha considerado —junto a la música clásica— un género áspero y antipático para el gran público, quizás lastrado por su propia sintaxis: ausencia de estribillos y minutaje excesivo, un binomio que nunca ha encajado bien con la tiranía —y urgencia— de las radiofórmulas y los reels actuales.
Dicho esto, ¿cómo se explica que en la clausura del Festival de Jazz de Barcelona la sala grande del Razzmatazz estuviera hasta los topes? ¡Si hasta del piso superior colgaban piernas de gente sentada en el suelo, como si fueran telesillas de Baqueira Beret! ¿Me lo explicas? Citando a Carles Porta: “Pongamos luz a la oscuridad”.

La popularidad de Kamasi no ha hecho más que crecer desde su ya lejana primera actuación en 2016 dentro del Primavera Sound, consolidada por el mayestático 'Heaven and Earth', que publicaría dos años más tarde y que supuso su reconocimiento mediático. A las buenas maneras del músico se unía una profunda soledad de nuevos referentes en el género. Esto, junto con el empuje de una nueva generación de músicos británicos —Shabaka, The Comet Is Coming, Sons of Kemet— propició el culto al estadounidense.

La noche del domingo, Kamasi Washington salió al escenario arropado por siete músicos más que se desplegaban a lo largo del escenario. Ya desde los primeros compases echamos de menos esa segunda batería que tan buenos momentos nos dio en su anterior recital en la sala BARTS.

Los reproches no acabaron ahí. La voz de Patrice Quinn sonó desgastada en las primeras líneas de 'Lesanu', y el pespunteo del contrabajo apenas se percibía. Necesitábamos la magia de Kamasi y su saxo prendado de duende para zurcir esos agujeros en el sonido. Y entonces, apareció él.

Ataviado con su sempiterna túnica —que lo mismo vale para echarte unas cartas cual Rappel que para salir al escenario y marcarte un solo que reblandezca el lagrimal de los señoros de la primera fila— Kamasi impuso presencia.

Pero lo que Kamasi te da, Kamasi te lo quita. Tan pronto crea un clímax orgiástico y espiritual —que recoge perfectamente el jazz fusión de los setenta y lo lanza a los chiquillos de ahora— como se empecina en hacernos un quién es quién de su banda: “mira, este es mi padre”, y allá que se marca un solo en plan Tú sí que vales; se gira a la derecha y presenta a DJ Battlecat como una leyenda de los platos, y hete aquí que nos calza unos scratches. Momentos en los que el tiempo se detiene y el concierto parece no avanzar. Kamasi tiene esas cosas.

Pero no todo son coscorrones. Estos pecados fueron absueltos con la magnífica interpretación de 'Lines in the Sand', donde a las hebras del jazz hila las del soul con exquisita delicadeza. En el extremo opuesto, la corrosiva 'Re Run', que empalmó con una versión de 'N.Y. State of Mind', fue una auténtica razia en el tablao, dando la sensación de que un súcubo soplaba por el canutillo del saxofón. Y esto, en el tiempo de descuento, tras el amago de despedirse.

Tampoco podemos olvidar el rescate de uno de sus temas más queridos, 'Street Fighter Mas', que, con las costuras ya marcadas de himno, manda un saludito a los Coltrane y Davis para regurgitarlos en una filigrana atemporal. Y he aquí el éxito de Kamasi: saberse clásico desde su aparente modernidad. Seguimos luciendo el pin.

Ruben

Oriundo de La Línea pero barcelonés de adopción, melómano de pro, se debate entre su amor por la electrónica y el pop, asiduo a cualquier sarao música y a dejarse las yemas de los dedos en cubetas de segunda mano. Odia la palabra hipster y la gente que no calla en los conciertos.

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