El lunes 25 de noviembre, DIIV tomaron la sala Paqui y la transformó en un espejo brutal del ultracapitalismo que devora todo lo que toca. No hubo discursos grandilocuentes ni sermones panfletarios; la banda dejó que la música y los visuales hablaran. Desde las primeras notas de ‘In Amber’, quedó claro que esto no iba a ser una simple sucesión de canciones, sino una experiencia que exponía, con crudeza, lo absurdo de la maquinaria que dirige nuestras vidas.
La sátira comenzó con los interludios audiovisuales que dividían el setlist. Antes de ‘Soul-net’, un anuncio de parodia prometía la iluminación espiritual mediante servicios exclusivos y un branding vacío. “La revolución no resolverá tus problemas; el cambio está en tu mentalidad”, decía la voz en off, con el tono monocorde de una IA diseñada para vender un desastre como un producto aspiracional. La pantalla mostraba gráficos absurdos, stock images de sonrisas perfectas y mensajes que parecían haber sido generados por el algoritmo más cínico de LinkedIn. Para entonces, el público ya no sabía si reír, sentirse cómplice o ambas cosas.
El cinismo se materializó de forma aplastante en canciones como ‘Brown Paper Bag’, una demostración de que incluso en su estilo más melódico, DIIV siguen teniendo filo. La guitarra principal se alzaba como un espectro afilado sobre una batería insistente, recordándonos que todo lo que nos rodea —las decisiones que tomamos, las cosas que compramos, las formas en que vivimos— responde a un sistema que reduce la existencia a transacciones.
‘Under the Sun’ y ‘Sometime’ añadieron texturas más densas, casi como una pausa incómoda en medio del flujo de ruido constante. No eran respiros; eran momentos para darte cuenta de que no puedes escapar. DIIV no ofrecían un escape fácil ni un consuelo cómodo. Al contrario, con cada nota se aseguraban de que te hundieras más en ese mar de distorsión que tanto evoca como denuncia.
El punto de inflexión llegó con ‘Frog in Boiling Water’. Las imágenes proyectadas detrás de la banda se volvieron frenéticas: recortes de periódicos, gráficos de crecimiento infinito, suburbios llenos de tristeza, todo girando en torno a la metáfora del álbum. Somos los anfibios, sentados en el agua mientras el calor aumenta lentamente, paralizados por una mezcla de resignación y comodidad prefabricada. El riff principal de la canción, implacable y envolvente, parecía arrastrarte hacia el fondo del hervidero.
‘Take Your Time’ y ‘Taker’ funcionaron como un grito colectivo, una especie de himno subterráneo para todos los que se reconocen atrapados en la rueda pero no saben cómo bajarse de ella. Las guitarras chocaban como engranajes oxidados de una máquina demasiado grande para detenerse.
Y entonces llegó ‘Blankenship’. Fue un momento devastador, un misil sónico cargado de rabia comprimida. Las luces bañaron la sala en un rojo distópico mientras el bajo y la batería marcaban un ritmo que se sentía como una marcha industrial hacia el colapso.
El encore, lejos de ser un cierre convencional, fue una especie de manifiesto final. ‘Horsehead’ intensificó el tono, mientras que ‘Doused’ cerró con un golpe de ruido incontrolable que dejó al público aturdido y hambriento de más. Cada acorde resonaba como un eco de la maquinaria omnipresente que el concierto había señalado durante toda la noche.
Cuando las luces se encendieron y la banda dejó el escenario, el público no estaba extenuado, sino electrificado. DIIV no ofrecieron soluciones ni finales felices; su setlist fue una disección implacable de lo que significa existir en un mundo donde todo tiene un precio. Más que un concierto, lo que ocurrió en la sala Paqui fue un espectáculo que te obligaba a enfrentar lo inevitable: el turbocapitalismo ha infiltrado cada rincón de nuestras vidas, incluso nuestras canciones favoritas. ¿Y ahora qué?
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