VVV [Trippin’you] llevan tiempo creando un lenguaje que mezcla crudeza y lucidez, una forma de hablar desde el ruido sin buscar dramatismo ni consuelo. En ‘Mecharadio’, consolidan esa forma de mirar el presente con distancia y cercanía al mismo tiempo. Su planteamiento parte de una idea clara: una señal que sigue emitiendo entre interferencias, como si las canciones fueran intentos de comunicación entre quienes ya se han acostumbrado a vivir con la saturación de fondo. Cada tema funciona como parte de una misma transmisión que atraviesa distintos estados de ánimo sin perder coherencia. Lo que les interesa no es el colapso en sí, sino la costumbre de seguir moviéndose entre los restos, encontrando un tipo de belleza áspera en aquello que aún resiste.
Desde el principio se percibe esa intención. En ‘Mecharadio’, la escena repetida del asesinato en la calle veinticuatro funciona más como ruido que como relato. El tono mecánico y el ritmo cortante transforman el suceso en paisaje. Esa frialdad no refleja indiferencia, sino una conciencia clara de lo que ocurre cuando la violencia se vuelve cotidiana y deja de provocar reacción. De ahí nace la fuerza del disco: la forma en que la monotonía del dolor se convierte en parte del entorno. Más adelante, ‘GIGAMUERTE’ profundiza en esa sensación de ruptura constante. El verso “hay algo roto aquí y no sé bien por qué” suena como una confesión que se ha repetido tantas veces que ya perdió sentido. La música acompaña ese vaivén emocional con una base que late entre euforia y vértigo, atrapando al oyente en la misma confusión que habita la voz.
A medida que avanza, el grupo introduce un tono más íntimo sin renunciar a la crudeza. En ‘Urusai’, lo sagrado se mezcla con lo carnal para describir un deseo que convive con la culpa. Las imágenes de plazas, balcones y cuerpos componen una escena en la que el amor se vuelve un acto que consume, una ofrenda sin altar. No buscan redención, sino mostrarse desde la contradicción. Esa sinceridad sin exceso recorre también ‘Dos Gusanos’, donde la entrega aparece teñida de duda. “No creo en nada, si acaso en ti, y a veces ni eso” resume un vínculo que se sostiene entre la necesidad y la sospecha. Lo importante no es el romanticismo, sino la conciencia de depender de algo que también destruye. La voz suena cercana, casi agotada, como si hablara consigo misma, y esa intimidad consigue algo que pocas bandas logran: transformar la fragilidad en una forma de presencia.
Cuando el tono parece estabilizarse, llegan canciones que abren otros caminos. ‘Traje de rayas beige’ plantea una escena infantil atravesada por una violencia que se presenta sin aviso. El parque se convierte en espejo de un entorno donde la inocencia se confunde con la amenaza y el afecto con la transacción. Bajo una melodía repetitiva, se esconde un retrato incómodo de la normalidad contemporánea. El ciclo se repite, sin escape, porque el juego y el peligro forman parte del mismo mecanismo. En medio de ese recorrido aparece ‘Aki Kaurismäki’, una pausa que no rompe el flujo, sino que lo reorienta. La banda deja que los sintetizadores respiren, creando un espacio de contemplación dentro del ruido, un silencio que también transmite.
Esa calma da paso a ‘Termita’, donde los símbolos urbanos se derrumban y la fe se disuelve entre cemento y ceniza. La frase “quizá Dios no murió pero hace tiempo que no le busca nadie” concentra el espíritu del disco: no existe un centro al que volver, solo el intento de encontrar sentido entre los restos. La voz suena serena, como si asumiera que el deterioro forma parte del orden natural. En esa aceptación reside la madurez del grupo, que no dramatiza la pérdida, la describe con la claridad de quien lleva tiempo conviviendo con ella.
El tramo final se convierte en un bloque especialmente sólido. ‘Sueños de Acero y Aceite’ mezcla fragilidad y violencia con una naturalidad desarmante. Las imágenes de fuego y lentitud remiten a la sensación de estar atrapado en un bucle emocional del que nadie consigue salir. No se trata de desesperación, sino de un estado prolongado de espera. En esa misma línea, ‘Mao enamorado pilotando un mecha’ transforma la relación entre cuerpo y poder en metáfora de la supervivencia. El amor aparece atravesado por la lucha y la ironía, y el tono solemne del título se funde con una ternura que solo surge cuando ya no queda nada que perder. La guerra, más que conflicto, se convierte en forma de comunicación entre quienes no saben amar de otro modo.
La secuencia que forman ‘Furia Cigarro’ y ‘Zafiro’ cierra el recorrido con un equilibrio entre furia y calma. La primera expulsa todo el peso acumulado a lo largo del disco, con repeticiones que suenan a descarga más que a insulto. Esa forma de liberar lo reprimido sin buscar alivio muestra el impulso que mantiene viva la transmisión. La segunda, con su tono más desnudo, deja que el mensaje se apague poco a poco. “A veces la rabia que llevo dentro me impide ver todo el amor que puedo dar” resume la tensión entre impulso y ternura que atraviesa todo el trabajo. No hay cierre emocional, solo la persistencia de una voz que sigue buscando a quien escuche.
‘Mecharadio’ funciona como una conversación interrumpida que vuelve a empezar una y otra vez. VVV [Trippin’you] demuestran que su fuerza está en la claridad con la que entienden su tiempo: una época donde la saturación es constante y, aun así, todavía se intenta comunicar. Su manera de escribir y de producir no busca deslumbrar, sino permanecer. Cada canción aporta una parte de ese retrato coral que construyen, donde las emociones se enfrentan a la realidad sin filtros. Lo que transmiten no es desesperanza, sino la voluntad de seguir hablando incluso cuando el ruido lo invade todo. En su mundo, el simple acto de emitir equivale a existir.
Conclusión
El nuevo disco de VVV [Trippin’you] persiste como una transmisión obstinada, una voz colectiva que se mantiene encendida entre los restos del presente, buscando sentir algo significativo en medio del caos.