Greg Freeman ha forjado su trayectoria entre dos territorios distintos: Maryland, donde creció, y Vermont, donde se asentó al llegar a la universidad. Esa mudanza le llevó a explorar la región que conecta Nueva Inglaterra con el norte del estado de Nueva York, y de esa búsqueda surge ‘Burnover’, un trabajo que recoge mitos, figuras históricas y escenas cotidianas del noreste estadounidense para transformarlos en relatos cantados. El título alude al llamado distrito quemado de Nueva York, un lugar donde en el siglo XIX prendieron con fuerza los movimientos religiosos, lo que marca el tono de un conjunto que alterna referencias concretas con imágenes de carácter casi visionario.
Desde el inicio, Freeman evita rodeos. La primera canción, ‘Point and Shoot’, arranca con guitarras que entran sin aviso y una letra que recuerda al accidente en el rodaje de Rust: “Shot down in the shade of cardboard canyons / They cut the scene and saw blood on the cameraman”. La crudeza del arranque marca el tono de un disco que busca incomodar más que complacer. El tema pasa de un riff afilado a un tramo más lento, con piano de fondo, mostrando que Freeman no se queda en una sola fórmula y prefiere romper la tensión a base de cambios bruscos.
A lo largo del álbum conviven varios registros. En ‘Salesman’ el protagonismo lo toman los metales, que entran en choque con guitarras abrasivas mientras la voz recita frases de despedida cargadas de desprecio. Esa mezcla genera un clima caótico que parece grabado con la banda en plena sala, con un sonido directo y áspero. Al contrario, ‘Rome, New York’ se apoya en un teclado Wurlitzer y voces corales para retratar una ciudad industrial en declive: “Pass right by the broken dreams of the broken-into cars”. Aquí Freeman baja la velocidad y coloca imágenes muy concretas que describen la decadencia sin necesidad de adornos.
El disco alterna constantemente entre esa crudeza ruidosa y pasajes más contenidos. ‘Gallic Shrug’ es un buen ejemplo: arranca con un aire de balada arrastrada, sostenida por pedal steel y batería tranquila. Lo que comienza como un gesto de indiferencia en la letra acaba convertido en lamento, y la voz de Freeman se quiebra hasta parecer un grito ahogado. La forma en que utiliza un detalle cotidiano como un encogimiento de hombros para narrar una relación gastada muestra una de sus virtudes: elegir expresiones simples y llevarlas hasta un extremo doloroso.
La canción que da título al álbum vuelve a lo histórico. Entre armónica, acústicas y piano describe una huelga de bomberos en Chicago en 1980 para después deslizarse hacia versos más enigmáticos sobre “psychic-silo highways” y “glacial lakes”. Lo interesante no es la precisión del relato, sino cómo la canción mezcla hechos reales con imágenes que parecen sacadas de un cuaderno de apuntes. Ese recurso de unir referencias concretas con frases abiertas recorre todo el trabajo y define la manera de escribir de Freeman.
En la parte central aparece ‘Curtain’, construida sobre un piano juguetón que contrasta con guitarras distorsionadas y saxofón. La canción dura casi siete minutos y cambia varias veces de dirección, pero mantiene una energía ligera que la convierte en uno de los momentos más expansivos del disco. Freeman contó que la risa en el estudio al grabar ese riff de piano se quedó grabada en la pista, y esa sensación de improvisación se nota en el resultado final. Es un tema largo, pero nunca estático: se mueve entre la ironía de la letra y el desparrame instrumental.
Otros cortes, como ‘Gulch’ o ‘Gone (Can Mean a Lot of Things)’, se acercan más al rock directo. El primero dura poco más de dos minutos y concentra la fuerza en un riff que entra y sale sin complicaciones. El segundo se alarga más, con guitarras que suben de intensidad hasta rozar lo ruidoso, demostrando que Freeman también quiere ofrecer canciones con impacto inmediato. Esa variedad es una constante: en lugar de buscar un sonido uniforme, prefiere saltar entre estilos y apoyarse en una instrumentación amplia donde caben cuerdas, vientos y hasta ruidos grabados de forma casera.
El cierre con ‘Wolf Pine’ funciona como resumen de todo lo anterior. Con casi nueve minutos de duración, comienza en calma con piano y voz antes de incorporar vientos y guitarras que elevan la tensión. La letra parte de un árbol real de la zona de Burlington para repasar episodios históricos y naturales, desde plagas hasta erupciones. En medio de esa acumulación de referencias, Freeman introduce versos más íntimos: “Go and count the purple rings of Saturn / Or of your ringed and wounded heart”. La mezcla de lo cósmico con lo personal se convierte en una de las claves del álbum, que siempre alterna grandes marcos narrativos con confesiones individuales.
‘Burnover’ confirma a Freeman como un compositor que se apoya en la geografía, la historia y las escenas mínimas para construir canciones. La producción, llena de guitarras sucias, teclados, saxofones y coros, refuerza esa intención de mantener un pie en el pasado y otro en lo inmediato. Su escritura se distingue por la precisión de las imágenes y la forma de dar peso a frases aparentemente simples, mientras la música nunca se acomoda en un solo molde. Más que buscar un sonido pulido, el álbum transmite la sensación de un trabajo en movimiento, donde cada canción encuentra su propio camino dentro de un conjunto amplio y coherente.
Conclusión
Greg Freeman ofrece en ‘Burnover’ un recorrido por territorios desgastados del noreste estadounidense, donde personajes, símbolos y recuerdos se entrecruzan en un cancionero cambiante que combina narración histórica con gestos íntimos y descarnados.