Daniel Lopatin siempre ha actuado como un observador meticuloso de los códigos sonoros de la cultura contemporánea. Su carrera dentro de la electrónica ha estado marcada por una atención constante a la relación entre tecnología y deseo, entre el impulso por dominar una máquina y la imposibilidad de hacerlo completamente. Con ‘Marty Supreme’, su colaboración con el director Josh Safdie, el compositor reformula ese vínculo trasladando al terreno del cine la tensión entre ambición y fracaso que caracteriza buena parte de su obra. El largometraje se desarrolla en los años cincuenta y sigue a Marty Mauser, jugador de tenis de mesa con aspiraciones desmesuradas, cuya energía desbordada contrasta con el entorno rígido de la época. Lopatin convierte esa historia en una secuencia sonora que se mueve entre la exaltación artificial de los sintetizadores y la gravedad de los instrumentos acústicos, trazando una línea que atraviesa la historia reciente de la música popular sin rendirse a la nostalgia.
El uso de sonidos procedentes de sintetizadores digitales remite a la estética de los ochenta y genera una fricción deliberada con la ambientación de la película. Esa decisión no busca una reconstrucción del pasado, sino un contraste con el orden moral de la época que retrata. Safdie filma un mundo que aparenta disciplina, y Lopatin introduce una energía que desestabiliza esa apariencia. En temas como ‘The Call’ y ‘The Apple’, la textura brillante de las notas funciona como metáfora de la modernidad como promesa vacía, una luz que deslumbra pero no ilumina. En ‘Holocaust Honey’, los órganos digitales y los coros procesados transmiten una sensación de exceso calculado, como si el propio sonido imitara la actitud de Marty, siempre convencido de poder llegar más lejos aunque su entorno le devuelva límites constantes. El resultado es un retrato coherente de la obsesión individual convertida en síntoma colectivo, donde la euforia tecnológica se combina con una disciplina que asfixia.
La estructura del conjunto evita los esquemas narrativos previsibles. Cada pieza se comporta como un impulso que surge y desaparece, pero sin perder continuidad con las anteriores. ‘Marty’s Dream’ y ‘Pure Joy’ condensan la ligereza del movimiento del jugador, pero también su carácter volátil. Lopatin utiliza secuencias de marimbas electrónicas y percusiones rápidas que reproducen el ritmo irregular del juego. Esa conexión entre sonido y acción física construye una sensación de urgencia constante que define tanto al protagonista como al relato en su conjunto. En ‘Endo’s Game’, el tono se oscurece y aparece una pulsación más densa que representa la tensión entre ambición y límite. Las piezas funcionan así como etapas de una misma carrera, en la que la meta se confunde con el esfuerzo por alcanzarla.
El compositor sitúa la historia en un terreno donde la moral del esfuerzo se vuelve espectáculo. La combinación de referencias a la cultura popular de los ochenta con un argumento ambientado tres décadas antes revela la circularidad del sueño americano: la fe en la superación personal, el triunfo individual, la confianza en la máquina como prolongación del cuerpo. Lopatin examina esa idea sin exaltarla. En ‘The Scape’, las secuencias de sintetizador simulan un latido acelerado que nunca alcanza reposo, mientras ‘The Real Game’ acumula capas de ritmo hasta provocar sensación de vértigo. Ese dinamismo traduce el mito de la productividad constante, una característica que define tanto a la sociedad que retrata la película como al presente que la observa. Safdie y Lopatin coinciden en presentar la ambición como un circuito cerrado donde cada logro conduce a una nueva presión.
El tramo central del disco intensifica la sensación de competencia permanente. ‘Motherstone’ y ‘The Humbling’ introducen timbres más suaves, casi ceremoniales, que funcionan como breves descansos antes de que el conjunto vuelva a acelerar. En ellos se percibe una ironía sutil: la calma se convierte en excepción dentro de un entorno que solo valora la velocidad. Esa estructura refleja el funcionamiento de un sistema que recompensa la exaltación y penaliza la pausa. La música actúa entonces como comentario político, sin necesidad de palabras. El contraste entre lo sintético y lo orgánico expone la artificialidad de los valores sobre los que se construye el progreso. Lopatin sugiere que toda obsesión con el rendimiento termina reduciendo la vida a una secuencia de estímulos sin descanso.
El bloque final del conjunto, formado por ‘Force of Life’ y ‘End Credits (I Still Love You, Tokyo)’, cierra el círculo iniciado al comienzo. ‘Force of Life’ introduce una melodía ascendente que evoca la persistencia del deseo, mientras el tema final incorpora voces procesadas que actúan como eco de lo anterior. Esa voz artificial funciona como metáfora de la identidad fabricada del protagonista, alguien que confunde movimiento con sentido. Lopatin no busca dramatizar esa conclusión, sino mostrarla con frialdad, dejando que la acumulación de sonidos exponga la imposibilidad de escapar del propio impulso competitivo. Lo que podría parecer una celebración se transforma en un retrato de agotamiento cultural, de una sociedad que solo entiende la vida como esfuerzo y rendimiento.
El análisis del estilo de Lopatin permite entender ‘Marty Supreme’ como una síntesis de sus intereses previos. La combinación de electrónica retro, percusiones digitales y estructuras repetitivas proviene de su trabajo como Oneohtrix Point Never, pero aquí aparece ajustada a un propósito narrativo concreto. El compositor utiliza la herencia de la música de los ochenta (de Tangerine Dream a Thomas Newman) sin caer en imitación. Extrae de ellos la capacidad de convertir lo artificial en emoción directa y lo aplica a un relato sobre la obsesión con la superación. Su enfoque recuerda al de Vangelis en su manera de vincular ritmo y deseo, aunque en este caso la intención no es épica, sino analítica. Cada tema sugiere una mirada distante sobre la euforia que representa, lo que convierte la banda sonora en un estudio sobre la adicción al triunfo.
La coherencia del conjunto también reside en su comentario sobre la relación entre arte y mercado. La película, igual que la música, se desarrolla dentro de una industria que transforma cualquier impulso creativo en espectáculo. Lopatin parece consciente de esa paradoja y construye un lenguaje que participa del artificio mientras lo revela. Los sintetizadores, los coros y los timbres metálicos adquieren un doble papel: son recurso estético y crítica del mismo sistema que los produce. En ese sentido, ‘Marty Supreme’ funciona como una alegoría del capitalismo cultural, donde cada innovación acaba convertida en nostalgia de sí misma. El compositor no plantea alternativas, pero deja clara la imposibilidad de escapar del ciclo que retrata, transformando la partitura en una observación lúcida del presente disfrazado de pasado.
El resultado es una obra que se sostiene por la precisión de sus decisiones. Cada fragmento cumple una función dentro del conjunto y contribuye a la construcción de un retrato completo del personaje y su entorno. Lopatin evita el sentimentalismo y se concentra en el ritmo, en la estructura y en la relación entre energía y límite. Esa claridad convierte ‘Marty Supreme’ en un ejercicio de observación moral a través del sonido. La ambición individual se transforma en un espejo de las dinámicas sociales, y el compositor logra articular un discurso sobre la obsesión contemporánea con la perfección técnica, el éxito medido y la velocidad como valor supremo. En definitiva, ‘Marty Supreme’ no solo acompaña una historia cinematográfica, sino que plantea un análisis de la cultura que la produce y del impulso permanente por convertir cualquier deseo en rendimiento.
Conclusión
Daniel Lopatin construye en la banda sonora original de ‘Marty Supreme’ un sonido expansivo, lleno de capas sintéticas y percusiones brillantes, que transforma la velocidad del juego en una reflexión sobre la ansiedad competitiva y la ilusión del progreso.

