Nada empieza como debería. O al menos, eso parece decir un disco como ‘Jellywish’, donde la percepción del presente está tensada por una conciencia constante del final. En lugar de recurrir a introducciones convencionales, la escucha se desliza, desde los primeros compases, hacia una atmósfera cargada por la contradicción: el sonido avanza sin urgencia mientras las letras giran sobre lo inevitable. La tensión que esto genera no es resuelta, sino sostenida. A partir de ahí, cada canción opera como una pequeña extensión de esa incomodidad.
Florist, como colectivo, no disfraza esta incomodidad con discursos heroicos ni dramatismos vacíos. El grupo organiza sus composiciones con una estructura que desconfía de la rigidez formal, y esa desconfianza es también parte del discurso. ‘Jellywish’ surge tres años después de su extenso álbum homónimo y opta por la síntesis sin renunciar a la complejidad. Las diez canciones que lo integran no buscan un clímax ni un desenlace, sino que se instalan en el intermedio: un lugar sin certezas, donde las imágenes aparecen como fragmentos de un pensamiento que se despliega en voz baja.
‘Levitate’, que abre el álbum, plantea desde el inicio un tono áspero: “Every day I wake / wait for the tragedy”, dice Emily Sprague en un murmullo seco, mientras la guitarra traza un patrón casi inmóvil. La crudeza de la frase no es subrayada; simplemente es dejada ahí, como un dato más. Ese enfoque se repite a lo largo del disco: las letras no subrayan ni buscan impacto inmediato. A cambio, dejan que cada palabra flote en medio de un acompañamiento que apenas sugiere dirección.
A diferencia de su anterior trabajo, en ‘Jellywish’ no hay pasajes instrumentales largos ni piezas ambient independientes. La ambición, aquí, está en lo pequeño: en cómo una guitarra se retira justo antes de que uno espere que lo haga, en cómo una batería aparece solo para marcar el mínimo cambio de tempo. Esto se siente en ‘Have Heaven’, que contiene quizás la estructura más convencional del álbum pero que, aun así, conserva una fluidez poco habitual: el ritmo parece estar contenido a propósito, interrumpido por capas que se insinúan y luego se desvanecen.
En canciones como ‘Jellyfish’, esa contención se transforma en una especie de resignación poética. “You are just a small part / but your life is worth a lot”, canta Sprague, afirmación que no busca levantar ánimos sino señalar una escala: la percepción de uno mismo frente al entorno, frente al desgaste generalizado. El carácter contemplativo de estos pasajes no se basa en lo estético, sino en una especie de honestidad desapegada.
El centro emocional del disco puede situarse en ‘Started to Glow’, donde la frase “I’m thinking about dying again” aparece con una naturalidad que descoloca. No hay dramatismo en la voz, ni intento de manipulación emocional. El acompañamiento, en cambio, es suave, casi amable. Esta distancia entre lo dicho y cómo se dice no es casual: está en el corazón de la propuesta. Florist se alejan del énfasis y se instalan en la observación sostenida. Es esa misma tensión la que reaparece al final del disco, en ‘Gloom Designs’, donde las referencias a la madre fallecida de Sprague se mezclan con frases aparentemente anodinas, como “the computer is getting pretty smart” o “I’m turning 30 in a few months”, hasta desembocar en una confesión seca: “Honestly, I’m getting kind of sick of talking about this.”
Entre esas dos canciones, el álbum recorre una serie de composiciones que alternan entre lo grupal y lo íntimo. ‘All the Same Light’ y ‘This Was a Gift’ condensan bien esa ambigüedad. Ambas incorporan a toda la banda, pero lo hacen desde un enfoque que sigue priorizando el detalle sobre la expansión. La percusión aparece con una nitidez llamativa, en contraste con guitarras y teclas que apenas insinúan acordes. La voz, siempre por delante, evita ornamentaciones innecesarias. En ‘This Was a Gift’, esa economía se convierte en mantra cuando repite: “I’m your guy… until I die”.
Pero no todo es desgaste. Hay momentos donde lo afectivo encuentra su lugar sin necesidad de contradecir la oscuridad de fondo. ‘Sparkle Song’ introduce una ternura inesperada, no por su forma (que se mantiene mínima), sino por la claridad de sus imágenes: “I hope that you see something pretty”. Es una frase sencilla, sí, pero dentro del contexto del álbum, adquiere otra dimensión. Es una tregua, aunque sea momentánea.
Una canción como ‘Our Hearts in a Room’ articula este doble movimiento con precisión. La estructura es lenta, casi suspendida, y la letra recurre a una sucesión de preguntas directas: “Is this all you’ve ever wanted? Is it all you believe is true?”. En lugar de buscar responderlas, el grupo permite que se queden flotando, reforzando la idea de que el disco es un espacio de tránsito, no de llegada.
‘Jellywish’ no busca sorprender. Tampoco construye una narrativa. Se trata más bien de una forma de organizar la percepción cuando las referencias habituales empiezan a perder consistencia. Lo que queda son fragmentos, intuiciones, imágenes cruzadas por el peso del presente. La voz de Sprague no pretende ser guía ni confesión, sino un registro más de ese desgaste cotidiano que todos, de alguna manera, estamos intentando nombrar.
En ese sentido, el disco funciona como una acumulación de gestos menores: observaciones a media voz, ritmos que no se completan, melodías que no terminan de afirmarse. No hay promesas. Solo un conjunto de señales que se mueven en una dirección imprecisa, pero que resuenan justo por eso. Florist no ofrecen consuelo. Tampoco lo niegan. Simplemente señalan que hay algo que sigue, incluso cuando todo parece haberse detenido.
Conclusión
Florist vuelven con ‘Jellywish’ para dibujar, con gestos mínimos, el desorden emocional del presente. Un disco breve, disperso y revelador, donde la muerte y la ternura no se enfrentan, sino que conviven un limbo asombroso.

