Ezra Furman publica ‘Goodbye Small Head’ en un momento que no es casual ni anecdótico. El álbum llega tras un periodo de crisis física no diagnosticada, pero también en medio de un contexto social hostil hacia las personas trans. No hay que buscar aquí un discurso cerrado ni una proclama, sino un recorrido denso por estados intermedios, por derrumbes que no se organizan en fases, por impulsos que no se traducen en explicaciones. Las canciones que componen el disco no parten de un plan sino de una irrupción. No hay fondo teórico, hay una presencia confusa, fragmentada y a veces punzante que estructura cada pista.
El punto de partida biográfico pesa, pero no da sentido. La enfermedad, la desorientación médica, el paso de los días sin respuesta no configuran una introducción sino una superficie sobre la que se abren estas canciones. El cuerpo aparece aquí no como metáfora sino como punto de origen: el cuerpo que cae, que pierde el control, que se encierra, que ve afectado su lenguaje. Furman organiza estos fragmentos con la lucidez de quien ha convivido demasiado con lo que no se puede dominar. Pero esa lucidez no se presenta como claridad sino como una acumulación de formas, sonidos y registros que colisionan y se empujan mutuamente.
‘Grand Mal’ abre el álbum desde una construcción sonora dislocada. Las voces parecen girar alrededor de sí mismas, y las cuerdas aportan una contención que no llega a cerrarse del todo. La producción se instala en una extraña suavidad, apenas interrumpida por las tensiones de la voz principal. ‘Sudden Storm’ mantiene esa estrategia, pero cambia el decorado: ahora el ritmo se vuelve más expansivo, los arreglos se tiñen de una psicodelia soleada que contrasta con el contenido lírico, donde se sugiere una tormenta mental difícil de articular.
En ‘Jump Out’, esa energía se acumula hasta desbordar. La cuerda se convierte en impulso físico, mientras la narración se centra en una escena de urgencia: el deseo de salir de un coche que no se detiene. La velocidad aquí no alivia, sólo incrementa la ansiedad. ‘Power of the Moon’ gira hacia un tono más abierto, pero sin perder el escepticismo. La canción sugiere una espiritualidad urbana atravesada por signos contradictorios: “I think I see a promise from God in the rainbow on an oil spill”.
El disco avanza alternando modos de exposición. ‘Slow Burn’ se organiza como una balada con estructura ascendente, marcada por arreglos orquestales que remiten a un dramatismo de otro tiempo. Pero lo que desborda no es el volumen sino el registro emocional, que se mantiene inestable hasta el final. ‘Veil Song’ propone el reverso: la voz se apoya en un ritmo mínimo, mientras el texto se pliega sobre las inseguridades de una relación duradera.
‘You Hurt Me, I Hate You’ reconstruye ciertos modos del pop de los años cincuenta para expresar un vínculo donde el afecto se convierte en rencor. Su estructura es pegajosa, pero no amable: en ella se instala un tono entre el juego y la desesperación que roza la parodia sin perder veracidad.
‘Strange Girl’ reduce el tempo y deja que cada elemento entre con retardo, como si avanzara con cuidado por un terreno inestable. La voz, contenida y medida, pronuncia cada sílaba con una carga emocional que se impone al acompañamiento. En ‘You Mustn’t Show Weakness’, en cambio, la percusión toma el primer plano. Lo mecánico, lo repetitivo, lo distorsionado constituyen el espacio desde el que se construye la afirmación central del tema. La voz no explica, resiste.
‘A World of Love and Care’ hace más explícito su contenido político, pero evita cualquier forma de consigna. La cuerda aquí no adorna, acentúa. Las frases no buscan respuesta, sino desplegar la impotencia ante un ideal fallido: “Human dignity was supposed to be a guarantee for all”.
El cierre del álbum llega con ‘I Need the Angel’, un tema ajeno en origen, pero transformado por Furman hasta hacerlo propio. La interpretación se construye en dos tiempos: primero la contención, después la apertura total, con una producción que apunta hacia lo expansivo sin dejar de tensar cada segundo.
‘Goodbye Small Head’ no intenta cerrar una etapa ni abrir otra. No hay relato de superación ni orden. Las canciones no ofrecen secuencia sino acumulación. Cada una de ellas parece generarse desde un núcleo de urgencia, de incomodidad, de contacto con un límite. Y, sin embargo, el disco no se instala en el caos. La dirección general se mantiene firme, incluso cuando las estructuras se descomponen.
Ezra Furman no organiza aquí un manifiesto ni una crónica. Construye una forma de estar que acepta la distorsión como parte del trayecto. Cada tema actúa como un punto de presión distinto, como un área donde lo emocional, lo sonoro y lo físico se tensan sin llegar a romperse. Esa tensión es lo que define el disco. No hay tregua ni orden. Tampoco resignación. Lo que queda es una presencia que se mantiene incluso en la pérdida de control.
Conclusión
Ezra Furman transforma un periodo de desestabilización física y emocional en 'Goodbye Small Head', un disco atravesado por la lucha contra el derrumbe, donde la percusión, las cuerdas y el canto configuran un itinerario irregular entre distintos estados mentales.

