El brillo de la Ciudad Esmeralda vuelve a cubrir los cines con ‘Wicked: Parte II’, y esta vez Jon M. Chu apuesta por una historia que examina los límites del poder y la amistad desde un punto de vista más terrenal. La película retoma el final abrupto de la primera entrega y lo convierte en punto de partida para un relato donde el espectáculo musical convive con la política y la desilusión. Elphaba y Glinda se reencuentran entre las ruinas de su antigua complicidad, enfrentadas por los ideales que un día compartieron y separadas por una verdad que ya nadie controla. Chu dirige esta segunda parte con un pulso más firme y una mirada que prioriza las relaciones personales frente al deslumbramiento escénico. La película se presenta como un examen de la manipulación institucional, de los límites de la fe pública y de la facilidad con que el poder transforma la admiración en condena. El ritmo narrativo se mantiene pausado, aunque la tensión crece escena a escena, impulsada por una puesta en escena que utiliza el color y la música como símbolos del control y la sumisión.
Elphaba, interpretada por Cynthia Erivo, asume un papel que combina fortaleza y vulnerabilidad. Su piel verde ya no es un estigma, sino una marca de independencia frente al sistema que la señaló. Su lucha parte de un deseo de justicia que se transforma en resistencia política. Glinda, encarnada por Ariana Grande, representa la comodidad de quien se acomoda en la ilusión. Su sonrisa pública encubre el miedo a perder los privilegios que la fama y la obediencia le han otorgado. Entre ambas surge una tensión que articula toda la película: el conflicto entre la fidelidad y la integridad. Cada diálogo entre ellas funciona como una batalla de espejos, una pugna por conservar una identidad sin traicionarse. Chu aprovecha esa dualidad para construir un retrato moral de dos mujeres que, desde lugares opuestos, intentan sobrevivir al mismo engaño colectivo. En sus escenas compartidas, la música de Stephen Schwartz actúa como extensión de sus emociones: el canto que une y separa, el eco de una amistad transformada en dilema ético.
El mago de Oz, interpretado por Jeff Goldblum, se erige en figura central del poder manipulado. Su carisma público sostiene una maquinaria que alimenta el miedo como herramienta de gobierno. La película lo muestra rodeado de aduladores, discursos vacíos y una corte que fabrica verdades a medida. Entre ellos destaca Madame Morrible, papel de Michelle Yeoh, convertida en ejecutora silenciosa de las órdenes del mago. A través de ella, Chu expone cómo el poder real suele encontrarse en quienes manejan los hilos desde la sombra. La represión contra los animales parlantes funciona como alegoría de las políticas de exclusión que sustentan cualquier régimen autoritario. Las escenas de los animales privados del habla resumen el tema central del film: la anulación de la diferencia como condición de estabilidad social. En esas secuencias, el trabajo visual adquiere fuerza simbólica; el color verde, antes motivo de fascinación, se convierte en señal de peligro. Las luces y las sombras dialogan para revelar la distancia entre la apariencia y la verdad.
Fiyero, interpretado por Jonathan Bailey, abandona la frivolidad del pasado y se transforma en un personaje que busca redención. Su historia con Elphaba deja de ser un romance juvenil y se convierte en un enfrentamiento con su propia cobardía. A su lado, Glinda aprende que la inocencia también puede ser un modo de complicidad. El film plantea un triángulo que evita los clichés y que utiliza el deseo como motor de transformación. Fiyero encarna el dilema entre la comodidad del privilegio y la necesidad de actuar frente a la injusticia. Su recorrido sirve de contrapunto a la evolución de las brujas, y permite que la película explore los límites del heroísmo desde una perspectiva más madura. Chu concede espacio a sus silencios, al miedo de los personajes ante lo irreversible. En esa contención reside buena parte de la fuerza del relato, que nunca recurre al sentimentalismo para sostener el conflicto. Las canciones se integran en el argumento con naturalidad, funcionando como confesiones públicas en un mundo donde hablar equivale a exponerse.
Elphaba termina convertida en un símbolo político involuntario. La población de Oz la transforma en amenaza sin comprender su propósito. En esa persecución se concentra una lectura sobre los mecanismos de propaganda y la fabricación de enemigos. La masa actúa como personaje colectivo, un cuerpo que canta, grita y condena sin pensar. Chu utiliza los planos generales de la multitud para mostrar la pérdida de identidad dentro del consenso. Frente a esa colectividad sin rostro, Elphaba representa la individualidad que se resiste a ser absorbida. Su huida no supone derrota, sino un cambio de perspectiva: el deseo de mantenerse libre aunque el mundo la interprete como villana. Glinda, convertida en figura pública, asume un liderazgo vacío y acepta el papel que el sistema le impone. Su sonrisa final encierra el peso de la renuncia y la conciencia de que la verdad se ha sacrificado por la estabilidad. El director propone así una reflexión sobre la construcción de los mitos y la facilidad con que el relato oficial sustituye la realidad.
El apartado visual destaca por su equilibrio entre grandiosidad y contención. Chu no busca deslumbrar, sino acompañar la trama con un lenguaje visual coherente. Los decorados de la Ciudad Esmeralda lucen imponentes, pero no eclipsan a los personajes. El color, las luces y las sombras actúan como códigos morales dentro del relato. Cada cambio de tono indica un desplazamiento en la jerarquía del poder. La dirección de fotografía elige composiciones amplias para los discursos y planos cerrados para las confesiones, reforzando la idea de que la intimidad se vive a escondidas. La música sostiene la tensión emocional, pero también denuncia el artificio de un mundo que canta para ocultar sus heridas. El montaje evita el exceso de ritmo para que el espectador contemple las transformaciones sin distracciones. Todo se organiza al servicio de un argumento que no necesita giros forzados para mantener el interés, sino coherencia narrativa y un pulso firme en la construcción de sus personajes.
Las tramas secundarias ayudan a entender la magnitud del conflicto. Nessarose, hermana de Elphaba, encarna el deseo de poder disfrazado de caridad. Su ascenso político se fundamenta en la necesidad de reconocimiento, y su gobierno sobre Munchkinland se convierte en un laboratorio de autoritarismo. Boq, interpretado por Ethan Slater, pasa de admirador ingenuo a testigo del horror, y en su transformación se concentra la crítica hacia quienes permiten el abuso sin enfrentarlo. Los orígenes del León, el Espantapájaros y el Hombre de Hojalata aparecen como piezas que anticipan la historia conocida, pero aquí se presentan desde la crueldad de un sistema que destruye para consolidarse. Chu enlaza todas esas líneas narrativas con una claridad que evita la confusión, logrando que cada episodio amplíe el sentido general de la película. Los personajes secundarios no son adornos, sino expresiones de una misma idea: la fragilidad del individuo frente a la maquinaria del poder.
La dirección de Jon M. Chu se apoya en un estilo que privilegia el equilibrio sobre la grandilocuencia. Sus encuadres circulares y los movimientos de cámara envolventes refuerzan la idea de un destino que atrapa a los personajes. Las secuencias musicales se integran con naturalidad en la acción y revelan lo que las palabras callan. En varios momentos, Chu utiliza el silencio como arma narrativa, permitiendo que las miradas sostengan lo que los discursos ocultan. Su manera de filmar recuerda a la contención elegante de Rob Marshall, pero con un tono más sobrio y político. ‘Wicked: Parte II’ plantea, sin alardes, una reflexión sobre la identidad, la lealtad y la manipulación. Cada decisión visual o sonora se orienta hacia una lectura crítica del mito. La película muestra que las leyendas populares se construyen sobre la tergiversación y que el heroísmo puede transformarse en traición según quién lo cuente.
El cierre sitúa a Elphaba en un terreno ambiguo, entre la desaparición y la memoria. Su figura queda grabada en el imaginario del pueblo como símbolo del miedo, mientras Glinda consolida su papel de líder idealizada. Ambas comprenden que su vínculo ha sobrevivido a las mentiras, aunque a costa de separarlas para siempre. La última canción, compartida a distancia, resume todo lo vivido: la imposibilidad de reconciliar justicia y estabilidad. Chu concluye su historia con un aire de tragedia contenida que devuelve a Oz su dimensión política y moral. El espectador sale de la sala con la sensación de haber asistido a la descomposición de un sistema y al nacimiento de una conciencia individual. En ese territorio incierto, la película encuentra su verdadera fuerza, una fuerza que no proviene del espectáculo, sino de la lucidez con la que retrata el precio de creer en lo que otros prefieren silenciar.
