Joachim Trier construye en ‘Valor sentimental’ una mirada hacia el pasado que no busca nostalgia, sino comprensión. La historia arranca en una casa demasiado grande para la familia que la habita, un lugar que conserva las marcas de una vida que se fue desmoronando sin hacer ruido. Allí vuelve Gustav, un director veterano que intenta reunir a sus hijas después de muchos años separados. No regresa solo por afecto: prepara una película inspirada en su propia biografía, convencido de que al rodarla podrá recomponer el vínculo con las dos mujeres que le quedan. Trier encierra a sus personajes en ese espacio de madera y recuerdos, donde cada habitación guarda una historia que nadie se atreve a contar en voz alta. El tiempo parece detenido, y lo que se respira no es tragedia, sino la incomodidad de quienes saben que el pasado sigue exigiendo cuentas.
El argumento se apoya en ese reencuentro forzado, que pronto se transforma en un campo de batalla doméstico. Gustav, interpretado con una calma inquietante por Stellan Skarsgård, intenta reconquistar la autoridad perdida con una mezcla de carisma y manipulación. Su proyecto de película funciona como excusa para mantener el control de la situación, mientras sus hijas intentan protegerse de la invasión emocional que supone revivir los recuerdos que él ha decidido convertir en guion. Nora, actriz de teatro, carga con una fragilidad que no puede ocultar, y su presencia marca el tono del relato: cada mirada suya refleja el conflicto entre el deseo de reconciliación y el hartazgo de quien se ha cansado de esperar comprensión. Agnes, más contenida y práctica, encarna la rutina, el intento de mantener un orden que nunca ha existido del todo. Trier observa a las tres figuras sin dramatismo, como si lo esencial de cada una estuviera escondido en los silencios y no en las palabras.
La película avanza con un ritmo sereno, pero lleno de tensión. La cámara evita los excesos y se desliza entre los cuerpos con la precisión de quien no quiere intervenir. Los encuadres de Joachim Trier transforman los objetos en testigos de una historia más larga que las propias conversaciones. Las paredes cargadas de cuadros, la vajilla intacta, la luz que se filtra entre las cortinas, todo parece señalar que el hogar, más que refugio, se ha convertido en un museo del recuerdo. El director elige rodar las escenas de discusión sin música, dejando que el sonido de los pasos, los platos y las respiraciones defina el tono. Esa decisión da a la película un aire de observación casi documental, como si el espectador asistiera a un ensayo sin fin sobre el desgaste de los lazos familiares.
El núcleo de ‘Valor sentimental’ se construye alrededor de la idea de filmar para entender. Gustav convierte su casa en un plató, reproduce escenas del pasado y obliga a los demás a revivirlas bajo la excusa de la creación artística. En esa confusión entre vida y ficción se revela su verdadera obsesión: controlar la memoria para justificar su ausencia. Joachim Trier retrata este proceso con una lucidez que incomoda. El personaje cree que grabar su historia es una forma de purificación, pero lo que consigue es exponer el daño que ha causado. Rachel, la actriz extranjera que acepta interpretar a la abuela, se convierte en espejo de esa manipulación. Su desconcierto, su incapacidad para entender la dinámica familiar, introduce una distancia necesaria para que el espectador perciba la arbitrariedad de ese proyecto. Ella representa la mirada externa, la que no pertenece al linaje y se enfrenta a él con desconcierto y compasión.
El guion, escrito junto a Eskil Vogt, mezcla lo íntimo con lo creativo de manera directa. Trier no se interesa por los conflictos profesionales del protagonista, sino por lo que esos conflictos revelan sobre la imposibilidad de separar el arte de la vida. En cada conversación se filtra una reflexión sobre los límites éticos del creador, sobre el derecho a utilizar el dolor ajeno como material de trabajo. Gustav defiende su película como un acto de amor, mientras sus hijas la sienten como una invasión. Esa dualidad da a la obra un pulso moral constante. La cámara no juzga, pero muestra con claridad el desequilibrio entre quien dirige y quienes obedecen. Es ahí donde la película alcanza su mayor fuerza: en la exposición de un poder que se disfraza de sensibilidad.
La dimensión política se adivina entre líneas. Joachim Trier retrata una generación de hombres que confundieron talento con privilegio y dejaron tras de sí una herencia afectiva erosionada. En el personaje de Gustav se condensa ese modelo de artista que utiliza la vocación como excusa para evitar la responsabilidad. El relato no lo condena, pero tampoco lo absuelve. Lo muestra vulnerable, cansado y consciente de su propio egoísmo, mientras las hijas intentan encontrar una forma de cuidar sin repetir los mismos errores. En ese sentido, ‘Valor sentimental’ dialoga con un presente en el que la figura paterna ha perdido la autoridad simbólica, y el arte ya no se percibe como vía de redención sino como terreno de disputa. Trier aprovecha ese vacío para hablar del coste emocional de la creación y de cómo la familia puede convertirse en su primer laboratorio.
La fotografía de Kasper Tuxen refuerza ese discurso. La iluminación natural revela la textura del tiempo acumulado, la imperfección de los objetos, la transparencia de los rostros. Los tonos cálidos de los interiores contrastan con los exteriores fríos y abiertos, como si el mundo fuera demasiado grande para esos personajes acostumbrados a encerrarse. El montaje, dividido en capítulos, introduce pausas que funcionan como respiraciones, marcando los momentos en los que los personajes se acercan o se alejan. La puesta en escena mantiene siempre una distancia prudente, evitando la manipulación emocional. Esa contención formal refuerza la sensación de que lo importante no es lo que ocurre, sino lo que cada uno es capaz de asumir después.
A medida que la historia avanza, la película se convierte en una meditación sobre la memoria y su capacidad para moldear las relaciones. Los personajes descubren que recordar no siempre implica comprender y que revivir el pasado no garantiza su reparación. Joachim Trier plantea que el arte puede servir para revisar las heridas, pero también para prolongarlas. La película muestra esa paradoja sin dramatismo, confiando en que la observación sea suficiente para que el espectador perciba la magnitud del conflicto. En lugar de grandes revelaciones, el director elige pequeños movimientos: un plato que se cae, una frase interrumpida, una mirada que evita otra. Es en esos detalles donde el relato encuentra su intensidad.
El final llega sin estridencias. Gustav termina su rodaje, las hijas se quedan en la casa y el silencio parece ocuparlo todo. Ninguno ha conseguido lo que buscaba, pero algo se ha movido en ese equilibrio precario. Joachim Trier cierra con una imagen sencilla: las tres figuras en el mismo plano, sin dramatismo ni reconciliación. Lo que queda es la constatación de que la convivencia es una forma de supervivencia. La película termina como empezó, dentro de un hogar que ya no es el mismo, porque quienes lo habitan han aprendido a mirarse sin miedo. La cámara se retira sin hacer ruido, dejando en el aire la sensación de haber asistido a una historia que pertenece tanto a los personajes como a quien la filma.
