Una producción de Paul Thomas Anderson nunca surge de la improvisación. El director californiano ha construido a lo largo de tres décadas una filmografía que indaga en los cimientos culturales y políticos de Estados Unidos a través de mundos aparentemente cerrados: la fiebre del petróleo en ‘Pozos de ambición’, los engranajes de la alta costura en ‘El hilo invisible’ o la memoria setentera de ‘Licorice Pizza’. Con ‘Una batalla tras otra’ desplaza su interés hacia un presente reconocible, articulando un relato donde la agitación social y la intimidad familiar se entrelazan con una intensidad que marca un nuevo territorio en su trayectoria.
La historia arranca en un entorno de disidencia. Un grupo clandestino de revolucionarios organiza acciones espectaculares contra estructuras estatales que simbolizan el endurecimiento de las políticas migratorias y el auge de discursos supremacistas. En ese paisaje emerge Bob Ferguson, interpretado por Leonardo DiCaprio, un artificiero que se une a los insurgentes mientras busca un lugar en un movimiento liderado por Perfidia Beverly Hills, encarnada por Teyana Taylor con energía desbordante. La conexión entre ambos conduce a un giro decisivo: el nacimiento de una hija que marcará el rumbo posterior de la narración.
Anderson sitúa la primera parte del metraje en un clima de tensión permanente, con secuencias de irrupciones, huidas y enfrentamientos que funcionan como escaparate de un estilo visual exuberante rodado en VistaVision. La cámara capta la acción con un dinamismo que evita la espectacularidad gratuita y, al mismo tiempo, retrata el desconcierto de un país atrapado entre burocracia militar y pulsiones autoritarias. El montaje de Andy Jurgensen refuerza esa sensación de vértigo al encadenar escenas de agitación colectiva con momentos de intimidad donde los personajes parecen reclamar un espacio de calma.
La segunda mitad da un salto temporal de más de una década. Bob se ha retirado a una comunidad aislada en el norte de California con su hija Willa, interpretada por la debutante Chase Infiniti, que aporta frescura y aplomo en cada plano. El personaje de DiCaprio aparece desgastado, refugiado en rutinas erráticas y consumido por paranoias que reflejan la imposibilidad de escapar del pasado. Ese aislamiento contrasta con la determinación de Willa, que encarna la posibilidad de una continuidad generacional frente a un legado de derrotas.
En paralelo, el antagonista toma forma en la figura del coronel Lockjaw, un militar obsesionado con Perfidia y con la destrucción de quienes representaron un desafío a su autoridad. Sean Penn compone un retrato grotesco y sin fisuras del fanatismo, convirtiéndose en un símbolo del autoritarismo contemporáneo. La película intensifica así su dimensión política al trazar vínculos entre la violencia institucional y la degradación de las relaciones personales.
Benicio del Toro aparece en el papel de un maestro de artes marciales que actúa como guía en el pequeño pueblo donde se refugian Bob y Willa. Su presencia aporta serenidad frente al caos, convirtiéndose en contrapunto de la energía desbocada de DiCaprio. Ese equilibrio entre exceso y contención es uno de los aciertos del reparto coral, en el que también destacan Regina Hall y Chase Infiniti.
Más allá de la acción y los personajes, ‘Una batalla tras otra’ funciona como un diagnóstico de la política estadounidense en la era posterior a Reagan y con ecos de los últimos años de polarización extrema. Anderson plantea un país atrapado en un bucle de enfrentamientos, donde los movimientos insurgentes apenas logran sobrevivir mientras la maquinaria estatal perpetúa sus abusos. El filme sugiere que cada generación hereda la obligación de mantener vivo un pulso desigual contra estructuras de poder que se reproducen una y otra vez.
En términos estéticos, la fotografía de Michael Bauman despliega un contraste entre escenarios desérticos, espacios urbanos degradados y refugios rurales que transmiten tanto sensación de amplitud como de encierro. La música de Jonny Greenwood, habitual colaborador de Anderson, refuerza esa oscilación: pasajes de piano vertiginosos se entrelazan con cuerdas desgarradas que evocan un clima de amenaza constante. Greenwood logra que la partitura acompañe la narración con un pulso irregular, como si la historia se debatiera entre la esperanza y la derrota.
La película introduce elementos cómicos en situaciones de máxima tensión. DiCaprio aparece en varias escenas con una bata y un aire desaliñado que remite inevitablemente a referentes del cine estadounidense reciente. Esa mezcla de absurdo y drama acentúa el carácter de tragicomedia que recorre todo el metraje. Anderson combina la sátira con la violencia explícita, evitando que la narración se incline hacia la solemnidad absoluta.
La estructura narrativa recuerda por momentos a ‘El gran Lebowski’ en su modo de introducir un protagonista descolocado en medio de un contexto político de gran calado. Sin embargo, Anderson se distancia del simple homenaje y construye un relato donde la comedia funciona como vehículo para denunciar la crueldad de un sistema represivo. Ese equilibrio entre ligereza y gravedad convierte a la película en un objeto extraño dentro de la cartelera contemporánea.
El cineasta articula un discurso donde lo personal y lo político se fusionan sin didactismo. Bob Ferguson encarna la figura de un hombre atrapado entre la nostalgia revolucionaria y el miedo a repetir los errores con su hija. Willa simboliza la continuidad, la posibilidad de un futuro distinto, mientras Lockjaw representa el retorno cíclico del autoritarismo. Esa tríada condensa un relato sobre cómo las batallas privadas se entrelazan con los grandes conflictos sociales.
‘Una batalla tras otra’ alcanza su clímax en una persecución automovilística filmada en carreteras desérticas que se alzan y se hunden como olas. Anderson demuestra un control absoluto del ritmo, combinando adrenalina y claridad visual. Ese desenlace subraya la idea de movimiento perpetuo: personajes que avanzan sin conocer lo que se esconde tras la siguiente curva, espectadores arrastrados por un viaje sin certezas, un país atrapado en una espiral de enfrentamientos.
La película se erige como una de las apuestas más ambiciosas de su director, tanto en presupuesto como en duración. Sin embargo, no se limita a la grandilocuencia del espectáculo. Lo que permanece tras el torbellino de acción es la imagen de un padre intentando proteger a su hija en medio de una tormenta política que amenaza con arrasarlo todo. Anderson plantea que la verdadera revolución puede residir en el acto cotidiano de sostener a la siguiente generación frente a un mundo que insiste en repetirse.