Cine y series

TRON: Ares

Joachim Rønning

2025



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Entre las ruinas de la nostalgia y el brillo del espectáculo tecnológico, ‘TRON: Ares’ emerge como un intento de Disney por prolongar una saga que desde su nacimiento se ha movido entre la fascinación por la máquina y la incertidumbre sobre el lugar del ser dentro de ella. Joachim Rønning, director noruego con oficio en producciones de gran escala, dirige esta tercera entrega con una mirada que alterna la épica industrial y el reflejo melancólico de un tiempo en que la informática era terreno de misterio. Lejos del experimentalismo pionero de 1982 y del envoltorio elegante que Joseph Kosinski dio a ‘TRON: Legacy’ en 2010, este nuevo capítulo se adentra en un territorio donde la nostalgia sirve de combustible y la música, de sostén narrativo.

La película se sitúa quince años después de los acontecimientos previos. El imperio tecnológico ENCOM, emblema del primer filme, compite con la corporación Dillinger Systems, heredera directa de los antagonismos originales. Al frente de la primera se encuentra Eve Kim, interpretada por Greta Lee, que aporta serenidad y precisión a una figura marcada por el duelo y la ambición científica. Su contrincante, Julian Dillinger, encarnado por Evan Peters, representa la versión moderna del empresario que disfraza la codicia con un discurso sobre innovación y progreso. Ambos centran el pulso de una trama donde el poder digital se confunde con la creación de vida, y el código informático se convierte en arma.

Rønning plantea una narración en dos planos que se entrecruzan: el corporativo y el virtual. La llamada Grid se reconfigura como escenario de conflicto entre programas conscientes, mientras el mundo físico funciona como laboratorio donde las ideas se materializan mediante impresoras tridimensionales capaces de generar entidades autónomas. Entre ambos espacios aparece Ares, el programa interpretado por Jared Leto, concebido como guardián y soldado, criatura artificial que comienza a experimentar impulsos que desafían la lógica de su diseño. Su presencia pretende sostener el dilema central del relato, aunque el guion —escrito por Jesse Wigutow a partir de una historia de David DiGilio— convierte esa premisa en una secuencia de explicaciones técnicas que diluyen la carga simbólica.

El filme despliega un discurso sobre la sustitución del creador por la creación. Rønning trata de conectar con la idea fundacional de Steven Lisberger, aquella que imaginaba la pantalla como un espacio místico donde los seres digitales reverenciaban a sus programadores. Sin embargo, la puesta en escena recurre a convenciones más propias de la acción corporativa contemporánea. La intriga se desarrolla entre despachos acristalados, laboratorios y pasillos metálicos que remiten al imaginario de la empresa global más que al universo de la ciencia ficción filosófica. En ese contexto, la figura de Ares sirve como catalizador de tensiones entre lo material y lo intangible, aunque su desarrollo se percibe esquemático, atrapado entre la solemnidad del héroe digital y la rigidez del artificio.

El reparto sostiene el armazón dramático con interpretaciones que apuntan hacia distintos tonos. Greta Lee ofrece un equilibrio entre determinación y vulnerabilidad; Evan Peters explora la ironía del villano narcisista; Jodie Turner-Smith impone presencia como Athena, subordinada de Ares que encarna la vertiente más agresiva del algoritmo bélico. Gillian Anderson aporta autoridad y frialdad en un papel menor, mientras Jeff Bridges aparece brevemente para cerrar un círculo que el propio filme evita recorrer del todo. Esa reunión entre generaciones resulta simbólica: el pasado asoma para legitimar un presente que ya no comparte su fe en el asombro tecnológico.

Visualmente, ‘TRON: Ares’ apuesta por una claridad industrial que sustituye el misterio lumínico del original por un diseño pulcro, casi clínico. El director de fotografía Jeff Cronenweth imprime nitidez a los reflejos y contrasta las texturas metálicas con ráfagas de neón que evocan la iconografía clásica de la saga. Las secuencias más vistosas transcurren en autopistas y hangares, donde las luces de las motos y los vehículos digitales dibujan trayectorias que prolongan el legado visual de Syd Mead. En esos instantes el filme alcanza su mayor expresividad, aunque la repetición de esquemas y la dependencia del efecto digital reducen la capacidad de sorpresa.

El guion propone una guerra soterrada por la apropiación del llamado código de permanencia, un algoritmo capaz de dar continuidad material a los entes digitales. A partir de esa idea se articula una reflexión sobre la relación entre inmortalidad y control corporativo. El texto sugiere que la tecnología ha pasado de ser una promesa de libertad a un instrumento de vigilancia total, pero evita profundizar en las implicaciones éticas de ese cambio. En su lugar, la película se apoya en la espectacularidad del movimiento, los duelos luminosos y la exhibición de un poder industrial que parece celebrar aquello que dice examinar.

La partitura de Nine Inch Nails aporta la verdadera identidad de ‘TRON: Ares’. Trent Reznor y Atticus Ross construyen una atmósfera abrasiva, compuesta por pulsos eléctricos que acompañan la arquitectura sonora del filme. Su trabajo funciona como contrapeso emocional ante la frialdad visual. En varios momentos, la música domina la imagen, convirtiendo las secuencias de acción en coreografías de ruido y ritmo que dotan al conjunto de una energía hipnótica. La mezcla sonora, concebida para pantallas de gran formato, transforma el visionado en un ejercicio físico más que intelectual, recordando que el legado de TRON siempre estuvo ligado al impacto sensorial.

La estructura narrativa mantiene un ritmo constante, pero carece de progresión interna. Rønning encadena conflictos que concluyen en resoluciones previsibles, y el viaje de Ares se limita a una sucesión de descubrimientos sin desarrollo emocional. Esa carencia se refleja en la dificultad del filme para generar empatía con sus protagonistas: el espectador observa un tablero de ajedrez luminoso donde cada figura cumple su función sin desbordar los límites del diseño. A pesar de ello, el conjunto mantiene una coherencia formal y una ambición estética que evitan la dispersión habitual en los grandes proyectos de franquicia.

En un contexto cinematográfico saturado de resurgimientos, ‘TRON: Ares’ ilustra la paradoja de las sagas que buscan perpetuarse sin reinventar su esencia. La película se aferra a la mitología del pasado y a la estética del presente, pero no logra fundir ambas en una mirada nueva. Su mayor valor reside en la persistencia de una iconografía que sigue ejerciendo atracción cuatro décadas después. Rønning demuestra solvencia técnica y una disciplina visual que le permite entregar un producto funcional, aunque sin la vibración conceptual que caracterizó a sus antecesoras. El resultado es un espectáculo de superficie impecable que, más que continuar una historia, reproduce su eco.

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