Una neblina espesa cubre las montañas noruegas y, entre ese aire helado que parece guardar secretos de otro tiempo, se abre paso ‘Trol2’. Roar Uthaug vuelve al terreno de las leyendas nórdicas con una mirada menos grandilocuente y más interesada en la tensión entre lo que se recuerda y lo que se reprime. Desde el inicio, la película presenta un mundo donde la ciencia y la mitología chocan de manera inevitable, y ese choque da lugar a un relato que combina aventura, política y melancolía. Sin recurrir a discursos solemnes, el director plantea un escenario en el que los monstruos no son solo criaturas de piedra, sino también los fantasmas que un país intenta esconder bajo la superficie. La producción, sostenida por la maquinaria de Netflix, encuentra en los paisajes naturales su mejor aliado: el relieve noruego se convierte en una extensión de la memoria colectiva y en el espejo de un presente que lucha por comprender su pasado.
El argumento retoma la figura de Nora Tidemann, interpretada por Ine Marie Wilmann, que regresa a la acción arrastrando el peso de su experiencia anterior con los trolls. Ya no es la científica impetuosa que desafiaba a la autoridad, sino alguien que observa el mito desde la distancia de quien ha perdido la fe en su propia certeza. La trama la sitúa de nuevo frente al gobierno noruego, dispuesto a reactivar viejas investigaciones sobre las criaturas, y en ese punto empieza una caza que mezcla la expedición científica con una exploración moral. A su lado reaparece Andreas Isaksen, convertido en una especie de mediador entre lo técnico y lo emocional, y junto a ellos un grupo de militares y funcionarios que representan distintos modos de entender el poder. Uthaug articula esta red de personajes para mostrar cómo cada uno interpreta el mito desde su propio interés: el científico que busca conocimiento, el político que busca control, el soldado que busca orden, y Nora, que simplemente busca sentido. El resultado es un relato coral sostenido en la contradicción de querer comprender sin destruir.
Los personajes no están definidos por su pasado, sino por la forma en que reaccionan ante el descubrimiento. Andreas funciona como un contrapunto que introduce ironía y ligereza, un alivio que revela su propio desconcierto ante el caos. Marion, en cambio, encarna la racionalidad que poco a poco se transforma en empatía, una transición que refleja cómo el miedo se disuelve al comprender lo diferente. El capitán Kris representa el conflicto entre la obediencia institucional y la curiosidad, atrapado en una estructura jerárquica que no entiende lo que combate. Todos forman un conjunto que oscila entre la cooperación y el recelo, movido por una misión que se vuelve cada vez más ambigua. La dirección evita el retrato heroico y se decanta por una visión más terrenal, donde cada personaje tropieza con su propia falta de perspectiva. En esa elección radica una de las virtudes de la película: no busca ídolos, sino seres atrapados en un conflicto entre tradición, deber y desconocimiento.
A través de la persecución de los trolls, ‘Trol2’ aborda temas que van más allá de la fantasía. La historia del rey Olaf, responsable de la supuesta erradicación de las criaturas, aparece como una metáfora de la limpieza cultural que acompañó la cristianización del norte de Europa. Lo que podría parecer un detalle folclórico se convierte en un retrato del modo en que las sociedades borran sus orígenes para construir una identidad más cómoda. Uthaug plantea esa tensión sin moralinas, dejando que los símbolos hablen por sí solos. La relación entre tecnología y naturaleza refuerza esta lectura: la luz ultravioleta, utilizada como arma, se presenta como la representación moderna de un fanatismo que pretende iluminar lo que no se entiende. En el fondo, el filme sugiere que el progreso, cuando se usa para someter, reproduce la misma violencia que el mito atribuye a los antiguos héroes. Los trolls son, en este sentido, la memoria que el poder intenta enterrar bajo el brillo de sus laboratorios.
Las escenas de acción mantienen un ritmo contenido y, más allá de las persecuciones y los efectos digitales, lo que realmente sostiene el interés es la manera en que el relato explora la relación entre mito y realidad. Las cuevas, los templos y los parajes nevados funcionan como espacios donde el pasado parece insistir, donde lo natural adquiere una voz propia que interpela a los personajes. El enfrentamiento entre Jotun y su hijo introduce una dimensión casi trágica: el combate entre generaciones, entre el deber de continuar y el impulso de rebelarse. A través de ellos, la película se pregunta hasta qué punto la herencia puede convertirse en condena. En paralelo, los humanos repiten esa misma dinámica, incapaces de escapar del patrón que dicta que todo lo desconocido debe ser destruido. Uthaug maneja estas correspondencias con una claridad que evita el subrayado, permitiendo que las acciones hablen más que los discursos.
La dirección apuesta por un estilo visual sobrio, alejado del exceso. Los planos amplios de los fiordos y los valles ofrecen una sensación de inmensidad que refuerza la pequeñez de los personajes frente a su entorno. La iluminación alterna tonos fríos con destellos dorados, como si la naturaleza y la civilización disputaran el mismo espacio. La música de Johannes Ringen subraya esa tensión entre lo primitivo y lo moderno, con acordes que evocan tanto lo sagrado como lo mecánico. Lo interesante es cómo el director utiliza los recursos del cine de aventuras sin entregarse a su artificio, manteniendo un equilibrio entre espectáculo y reflexión. Netflix, al distribuir esta historia, amplía su alcance sin alterar su esencia, convirtiendo una narración local en una fábula universal sobre la identidad, la memoria y el miedo a lo que no se puede domesticar.
La película se adentra en su tramo final con un tono más íntimo. En Trondheim, donde se cruzan las ruinas religiosas con las ambiciones políticas, los personajes descubren que el verdadero conflicto no reside en los trolls, sino en la incapacidad humana para reconocer sus propios errores. La intervención del gobierno, presentada como defensa nacional, termina revelando su carácter destructivo, mientras Nora comprende que su trabajo científico forma parte de la misma maquinaria que alimenta el caos. Las escenas finales no buscan un clímax heroico, sino una mirada resignada sobre el equilibrio que nunca se alcanza. ‘Trol2’ concluye con la sensación de que el mito no desaparece, solo se transforma. Y en esa transformación quedan las cicatrices de un país que intenta reconciliar su modernidad con los ecos de su pasado. Uthaug logra que la historia no se disuelva en el espectáculo, sino que se asiente en una reflexión sobre la convivencia entre naturaleza, memoria y poder, dejando la puerta abierta a una continuidad más ética que narrativa.
