Cine y series

Todas las habitaciones vacías

Joshua Seftel

2025



Por -

Las primeras imágenes de 'Todas las habitaciones vacías' parecen abrir una grieta en la superficie de lo cotidiano. Joshua Seftel, director con una larga trayectoria en el terreno del documental, coloca su cámara en el límite entre la intimidad y la denuncia. Acompaña al periodista Steve Hartman y al fotógrafo Lou Bopp en un recorrido que no busca la lágrima fácil, sino el registro de algo mucho más incómodo: la permanencia del dolor. El punto de partida es sencillo y devastador a la vez. Hartman contacta con familias que perdieron a sus hijos en tiroteos escolares para retratar las habitaciones tal y como quedaron después de su muerte. Esas estancias, detenidas en el tiempo, funcionan como retratos inmóviles de una violencia que ya forma parte del paisaje estadounidense. Netflix actúa aquí como escaparate internacional para una historia que, aunque se desarrolla en Norteamérica, interpela a cualquier espectador que entienda el peso de la pérdida.

El relato arranca con Hartman revisando su carrera periodística. Durante años se dedicó a difundir historias esperanzadoras en informativos, hasta que la realidad acabó por romper esa fachada optimista. El documental sigue su transformación mientras viaja de un estado a otro para hablar con los padres de las víctimas. Seftel muestra el contraste entre la serenidad del encuadre y la gravedad del relato. Cada habitación se presenta con la misma distancia que un museo dedica a una pieza única: el balón de baloncesto que no volvió a botar, el vestido preparado para un baile, las fotos familiares aún colgadas en la pared. Bopp utiliza la fotografía como herramienta de duelo, y Seftel convierte ese proceso en una reflexión sobre la mirada. Lo que vemos ya no son solo cuartos vacíos, sino la forma en que una sociedad decide mirar hacia lo que le duele.

Los testimonios de los padres, filmados con un respeto absoluto, aportan el peso emocional que estructura la narración. No existe dramatización ni artificio. Seftel deja que el silencio ocupe su lugar, permitiendo que las palabras de los familiares marquen el ritmo. Sus relatos describen vidas interrumpidas por la violencia armada, sueños comunes que se quedaron suspendidos. Una niña que soñaba con ser veterinaria, otra que acababa de preparar su vestido para el primer baile del instituto. Detalles concretos, sin adornos, que retratan el alcance de una tragedia colectiva a través de historias personales. Lo que emerge es una radiografía del duelo contemporáneo y de la impotencia ante un sistema incapaz de proteger lo esencial.

La dirección de Seftel rehúye los esquemas del documental clásico de denuncia. Su estilo se apoya en la observación y en la confianza en los personajes. La cámara nunca invade, simplemente acompaña. En ese sentido, el cineasta construye una obra que recuerda a la sensibilidad de realizadores como Frederick Wiseman o Agnes Varda, interesados en captar la vida desde lo invisible. El movimiento de cámara es mínimo, y los planos largos permiten al espectador detenerse en la textura de los objetos, en la luz que se filtra por las cortinas, en los ecos que siguen habitando esos espacios. Esa decisión estética dota al documental de una calma tensa, una especie de suspensión que convierte cada imagen en un recordatorio de lo que se perdió.

A medida que avanza el metraje, Hartman pasa de ser un observador a formar parte de la historia. Su relación con el material que filma deja de ser profesional para volverse íntima. La cámara de Seftel registra ese cambio con una claridad que evita cualquier heroísmo. Hartman encarna el conflicto del periodista enfrentado a su propia conciencia, alguien que comprende que la verdad no siempre se puede maquillar. En paralelo, Bopp se consolida como contrapeso visual del relato. Sus fotografías dan forma a la memoria de los ausentes y funcionan como un gesto de reparación. Ambos representan dos maneras de mirar la realidad: una desde la palabra, otra desde la imagen. Seftel une esas miradas con una fluidez que transforma la historia personal en reflexión social.

El contenido político atraviesa todo el documental sin convertirlo en manifiesto. Seftel no necesita señalar culpables para exponer el drama que provoca la tenencia de armas. Lo hace a través del retrato de una cultura donde la violencia se ha normalizado hasta el punto de ocupar un lugar en la vida doméstica. Cada habitación, cada peluche o cartel infantil, sirve como testimonio de un país que se ha acostumbrado a convivir con la muerte. La crítica hacia el papel de los medios aparece con fuerza cuando Hartman reflexiona sobre su propio pasado profesional, consciente de que la televisión, al centrarse en los agresores, termina borrando a las víctimas. Esa idea convierte el documental en una autocrítica del periodismo y en una llamada a la responsabilidad moral de quien comunica.

El montaje, de ritmo pausado y estructura clara, refuerza la sensación de recorrido interior. Seftel encadena los viajes de Hartman con los fragmentos de entrevistas sin forzar la emoción. La música apenas se asoma, y cuando lo hace, parece acompañar más que subrayar. El montaje permite respirar cada plano, como si el espectador tuviera que permanecer unos segundos más en esas habitaciones para comprender su peso. El recorrido por distintas ciudades americanas acaba dibujando un mapa del dolor, un mosaico de familias atravesadas por el mismo vacío. Ese itinerario, más que un trayecto físico, funciona como una crónica de un país herido que ha aprendido a vivir con su propia herida abierta.

El tramo final lleva al espectador al estudio desde el que Hartman prepara su último reportaje televisivo. Seftel registra su duda, su cansancio y la aceptación de un cambio irreversible en su manera de contar historias. No se trata de redención, sino de conciencia. El periodista que antes se dedicaba a mostrar lo luminoso entiende que la verdad exige permanecer en lo incómodo. La cámara recoge ese momento sin grandilocuencia, solo con la luz fría del plató y el silencio previo a la emisión. El documental se detiene ahí, justo en el punto donde el compromiso se convierte en mirada. Netflix difunde el resultado, pero la esencia del film mantiene un tono artesanal, construido desde la proximidad y la honestidad del gesto mínimo.

'Todas las habitaciones vacías' se sostiene como una reflexión sobre la memoria y la representación. Cada habitación retratada actúa como un archivo material del duelo, una forma de resistencia frente al olvido. Seftel consigue que esas imágenes, sin recurrir al dramatismo, se transformen en un alegato contra la indiferencia. Su película no busca consuelo ni cierre, sino atención. En cada plano late la idea de que el dolor, cuando se nombra y se muestra, puede llegar a transformarse en conciencia.

MindiesCine

Buscando acercarte todo lo que ocurre en las salas de cine y el panorama televisivo.