Cine y series

Todas las de la ley

Ryan Murphy

2025



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El lujo que envuelve ‘Todas las de la ley’ funciona como un espejo en el que se reflejan las grietas de una sociedad obsesionada con la apariencia. Ryan Murphy dirige esta serie de Disney+ rodeado de un reparto que incluye a Kim Kardashian, Naomi Watts y Niecy Nash, quienes interpretan a tres abogadas que abandonan un bufete tradicional para fundar su propio despacho especializado en divorcios de mujeres ricas. La historia parte de una premisa sencilla, pero la forma en que se despliega convierte cada escena en una radiografía del poder contemporáneo. Murphy, junto a Jon Robin Baitz y Joe Baken, construye un universo donde la ambición se confunde con identidad y el éxito se mide por la capacidad de mantener la compostura en medio de un vacío sentimental. La estética reluciente, dominada por mármoles y vidrios pulidos, crea un entorno donde cada objeto simboliza la necesidad de control. Nada se presenta como casual, todo responde a una voluntad de mostrar un mundo tan calculado que acaba asfixiando a sus propios personajes.

A medida que la narración avanza, ‘Todas las de la ley’ convierte los tribunales en escenarios donde la justicia sirve de excusa para exhibir un modelo de relaciones marcado por el dinero. Las protagonistas representan distintos grados de ese poder: Allura Grant, interpretada por Kardashian, proyecta la frialdad de quien ha aprendido a convertir su vida en marca; Liberty Ronson, a cargo de Watts, defiende su independencia como si fuera una prenda de diseño; y Emerald Greene, interpretada por Nash, aporta una energía que busca romper la rigidez del entorno, aunque termina absorbida por él. La trama se apoya en casos que combinan traición y riqueza, cada uno diseñado para reforzar la idea de que el amor y el dinero forman una pareja inseparable. El discurso político emerge en la forma en que la serie retrata el trabajo femenino dentro de estructuras dominadas por hombres, pero también en cómo muestra la perpetuación de esas mismas estructuras cuando las mujeres asumen el mando. Lo que aparenta ser una historia de emancipación se convierte en la demostración de que el poder puede cambiar de rostro sin modificar su lógica. Series feministas como esta continúan explorando esa tensión entre independencia y control.

La dirección apuesta por una teatralidad controlada. Murphy evita el realismo para concentrarse en la puesta en escena, donde la cámara se desplaza con precisión quirúrgica por oficinas inmensas, automóviles de lujo y mansiones sin alma. Esa distancia genera una sensación de artificio que se transforma en comentario visual sobre la cultura de la imagen. Cada plano parece diseñado para una red social, como si la serie retratara una generación acostumbrada a vivir en la superficie. En ese sentido, ‘Todas las de la ley’ dialoga con una estética publicitaria que ya no distingue entre ficción y autopromoción. Los personajes se mueven como si interpretaran versiones de sí mismos, y esa confusión entre identidad y espectáculo define el tono general del relato. La forma se impone sobre la emoción y la frialdad se vuelve el lenguaje dominante, un idioma que encaja perfectamente con el universo que representa.

La narrativa construye un ritmo irregular, entre el exceso y la pausa, que refleja la inestabilidad de sus protagonistas. Cada episodio combina un caso judicial con fragmentos de sus vidas personales, pero el interés real se concentra en el contraste entre los discursos de poder y la fragilidad que se esconde detrás. Las mujeres que dirigen el bufete se presentan como modelos de independencia, aunque su autonomía se mide en cifras bancarias y objetos de lujo. La serie utiliza ese contraste para evidenciar una paradoja social: la idea de libertad se sostiene sobre la misma estructura que limita cualquier transformación. En el fondo, ‘Todas las de la ley’ habla de cómo la conquista del espacio profesional femenino puede reproducir las mismas dinámicas que antes se combatían. Esa lectura política se filtra con claridad a través de los gestos, los silencios y las conversaciones que giran siempre en torno a contratos, propiedades y apariencias.

El componente moral atraviesa toda la serie con la naturalidad de quien prefiere observar antes que juzgar. Cada historia plantea dilemas sobre fidelidad, ambición y lealtad, pero las resoluciones nunca buscan redención. Las protagonistas cambian de principios según las circunstancias, y esa variabilidad no se presenta como debilidad, sino como retrato de una época que entiende la coherencia como obstáculo. El guion, lleno de frases afiladas, expone el modo en que la ética se adapta a la conveniencia. Murphy muestra un mundo donde los vínculos se negocian con la misma frialdad que los acuerdos mercantiles. Todo se vende, todo se calcula, incluso el afecto. Esa exposición convierte la serie en un retrato social más incisivo de lo que aparenta, una observación sobre cómo el capitalismo sentimental ha transformado las emociones en productos de consumo.

El aspecto técnico refuerza esa visión. La fotografía privilegia los brillos y las texturas suaves, los colores saturados que intensifican la sensación de lujo, pero también de aislamiento. Los escenarios funcionan como jaulas doradas en las que la abundancia se confunde con estabilidad. El montaje alterna escenas vertiginosas con pausas prolongadas, generando una cadencia que atrapa al espectador en un juego de distancia y fascinación. Murphy demuestra su control sobre la atmósfera, aunque ese control reduce cualquier posibilidad de espontaneidad. Cada movimiento, cada diálogo, cada plano parece sometido a una idea de perfección que, en última instancia, se convierte en metáfora del propio relato: una historia que aspira a la impecabilidad mientras exhibe su falta de alma. La serie, sin proponérselo, acaba reflejando el precio de la sofisticación cuando la apariencia reemplaza el contenido.

Las interpretaciones sostienen ese equilibrio entre frialdad y artificio. Kardashian asume su papel sin disimulo, convirtiéndose en una figura que simboliza la confusión entre realidad y representación. Watts aporta una elegancia que contrasta con la rigidez general, y Nash introduce un dinamismo que funciona como válvula de escape. Glenn Close encarna la autoridad que mantiene unido al grupo, y Sarah Paulson aporta la tensión necesaria como rival excesiva y temperamental. Ninguna interpretación busca realismo; todas se orientan hacia la exageración, como si cada actriz interpretara un arquetipo más que una persona. Ese enfoque produce un efecto hipnótico: lo que debería parecer absurdo se convierte en parte de un sistema coherente donde cada exageración tiene sentido. ‘Todas las de la ley’ funciona así como una satira revestida de seriedad, una representación de cómo el espectáculo y moral se entrelazan en la cultura contemporánea.

El fondo político de la serie se revela en la forma en que las protagonistas gestionan el poder. Murphy utiliza el bufete como microcosmos de un sistema donde la igualdad se confunde con competencia. Las mujeres han conquistado el centro de la escena, pero lo hacen bajo las mismas reglas que antes las marginaban. El relato no busca condenar ni justificar, sino mostrar el círculo vicioso que genera esa repetición. Cada éxito implica una pérdida y cada victoria deja un vacío. En esa tensión se sostiene la fuerza del argumento, que convierte lo aparentemente trivial en una reflexión sobre el precio del reconocimiento. ‘Todas las de la ley’ utiliza la frivolidad como herramienta de análisis, transformando la comedia de lujo en crítica social. Lo hace sin sermones ni solemnidad, con un tono directo que desnuda las contradicciones del éxito y expone el coste de la independencia cuando se compra con la moneda del poder.

La serie ofrece un retrato claro de la época: una sociedad que mide el valor en exposición, que sustituye la emoción por rendimiento y que confunde el afecto con la visibilidad. Murphy no busca agradar ni escandalizar; propone un espejo incómodo en el que las relaciones, el trabajo y la identidad aparecen dominados por la lógica de la competencia. ‘Todas las de la ley’ se observa con la distancia de quien reconoce en ese mundo algo familiar, porque todos participamos de esa economía del prestigio donde la imagen vale más que el contenido. La serie se convierte así en un comentario certero sobre el presente, una narración que mezcla ironía, artificio y frialdad para mostrar que bajo la superficie brillante del éxito se esconde un territorio desierto.

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