El sol cae sobre una comarca que parece dormida, pero la calma es solo un espejismo. En ‘Tierra Alta’, el pasado se agazapa detrás de cada colina y se mezcla con la vida diaria como una sombra imposible de apartar. La serie, dirigida por Eduard Cortés y escrita por Eligio R. Montero, convierte la adaptación de la novela de Javier Cercas en una historia sobre la herencia del dolor y la imposibilidad de escapar de él. Lo que empieza como una investigación policial pronto se transforma en un retrato sobre la culpa, la justicia y el peso de la memoria colectiva. En su paisaje de luz limpia y apariencia apacible, cada rincón guarda el eco de una violencia que sigue respirando. Cortés construye el relato con una mirada precisa, alternando presente y pasado sin artificios, como si el tiempo fuera un mismo hilo que ata los destinos de los personajes y el territorio que habitan.
Melchor Marín, interpretado por Miguel Bernardeau, es el centro de esa historia. Su figura encarna una lucha interior que se mantiene incluso cuando parece haber encontrado redención. Su pasado delictivo, su paso por la cárcel y su posterior conversión en agente de los Mossos d’Esquadra lo colocan en un punto donde la ley y la venganza se confunden. La lectura de ‘Los miserables’ marca un antes y un después en su vida, no como salvación, sino como espejo que refleja sus contradicciones. Melchor busca justicia con una obsesión que le consume, como si castigar al culpable fuera la única forma de silenciar sus propios errores. Bernardeau transmite esa tensión con una interpretación contenida, casi hermética, que hace visible el peso de los recuerdos. El personaje avanza por la trama sin descanso, atrapado entre el deber profesional y una necesidad personal de reparación que no consigue calmarse. Su evolución sostiene la historia con una coherencia que refuerza la idea de que el pasado siempre encuentra una manera de regresar, incluso en los lugares que intentan olvidar.
El crimen que impulsa la acción sirve como detonante para abrir un abanico de relaciones marcadas por el miedo, la ambición y la lealtad. La muerte de los empresarios Adell deja al descubierto un sistema social construido sobre silencios, donde cada vecino sabe más de lo que admite. La serie se apoya en los flashbacks para mostrar los orígenes del protagonista y los vínculos entre la violencia pasada y la actual. De este modo, la investigación policial se convierte en un espejo de una comunidad que arrastra sus propias culpas. El ritmo avanza con firmeza, sin concesiones al espectáculo gratuito, dejando que las revelaciones lleguen a través de las miradas o los gestos contenidos. ‘Tierra Alta’, con su paisaje rural y su aparente serenidad, se convierte en un personaje que observa sin intervenir. Los encuadres amplios y el uso insistente de la luz natural acentúan la sensación de que el territorio entero participa en la historia, como si cada montaña y cada casa conservaran la memoria de las heridas que todavía supuran. En esa tensión entre claridad y oscuridad se mueve todo el relato.
El elenco que acompaña a Bernardeau aporta equilibrio y densidad a la historia. Marta Etura interpreta a Olga, su compañera y ancla emocional, con un tono sobrio que refleja el desgaste de una relación donde el amor y el miedo conviven. Goya Toledo da vida a una superior que encarna la rigidez del sistema policial y contrasta con el temperamento impulsivo del protagonista. Francesc Orella aporta una serenidad inquietante, siempre en los márgenes, pero decisivo en los momentos de mayor carga moral. Pere Ponce deja una huella breve pero intensa, mientras Iván Massagué refuerza el contrapunto entre camaradería y desconfianza. La dirección de actores apuesta por la contención, permitiendo que el silencio diga más que cualquier diálogo. Cortés muestra preferencia por los detalles mínimos, por los momentos en los que los personajes revelan su fragilidad sin necesidad de palabras. Esa economía expresiva refuerza la idea de que en este mundo nadie se salva del pasado, solo se aprende a convivir con él.
La serie construye su identidad visual con un trabajo de fotografía que subraya la contradicción entre la belleza del entorno y la podredumbre moral de lo que ocurre en él. Joan Benet utiliza una luz casi cegadora, que convierte los días soleados en una especie de juicio permanente. Los interiores, en cambio, se llenan de sombras que recortan los rostros y acentúan el encierro. Cada plano parece diseñado para recordar que la claridad puede ser tan opresiva como la oscuridad. La música de Arturo Cardelús refuerza ese contraste con una composición que oscila entre el desasosiego y la melancolía. Las cuerdas marcan el pulso del recuerdo, mientras el piano insinúa la tristeza de lo que no puede recuperarse. En los momentos de mayor tensión, la percusión marca el paso del peligro, sin convertirse en protagonista. La banda sonora funciona como un eco emocional que acompaña al espectador sin distraerle de lo esencial: el peso de los hechos sobre las conciencias.
‘Tierra Alta’ también ofrece una lectura social y política que atraviesa toda su trama. La serie plantea cómo la violencia no desaparece con el tiempo, sino que se transforma en silencio y se transmite de generación en generación. La historia muestra una comunidad que prefiere fingir normalidad antes que asumir su historia. En esa negación colectiva se esconde la verdadera raíz del conflicto. Los personajes se mueven entre la lealtad y el miedo, atrapados por un sistema que protege a los poderosos y castiga a los que intentan romperlo. El guion se adentra en la relación entre la justicia institucional y la moral personal, dejando claro que ambas siguen rutas distintas. Melchor representa esa grieta, un hombre que cumple la ley mientras la desafía, que busca reparar lo irreparable. En el fondo, ‘Tierra Alta’ es una reflexión sobre la herencia del dolor y sobre cómo la memoria puede ser una forma de resistencia. La venganza, el perdón y el olvido se confunden, como si todos formaran parte de una misma necesidad de cerrar un círculo que nunca se cierra del todo.
Eduard Cortés dirige la serie con una calma que multiplica la tensión. Sus decisiones formales renuncian al artificio y apuestan por un ritmo pausado, donde cada plano tiene un propósito. Los cambios de tiempo fluyen sin interrupciones, los silencios se prolongan hasta incomodar y los personajes se muestran tal como son: marcados por su historia y por su entorno. La puesta en escena busca la veracidad antes que el impacto, lo que la acerca a una corriente de thriller europeo que entiende el género como un espacio para el análisis moral. Movistar+ presenta con esta producción un relato que se desmarca de la espectacularidad fácil y apuesta por la observación precisa, por la huella que deja cada decisión. ‘Tierra Alta’ demuestra que un crimen puede ser mucho más que un enigma: puede ser el espejo de una sociedad que sigue cargando con sus propios fantasmas.
‘Tierra Alta’ se queda grabada por la manera en que muestra la violencia sin exaltarla. El crimen es solo el detonante de un retrato sobre la culpa, la justicia y la memoria. La serie no busca redenciones ni victorias, sino la comprensión de lo que el tiempo arrastra y transforma. En su último plano, lo que permanece no es el castigo ni el perdón, sino la conciencia de que la verdad, aunque se entierre, sigue viva en la tierra que la oculta.
