Las luces de un plató convertido en campo de batalla marcan el inicio de un relato que mira de frente al espectáculo del sufrimiento. Edgar Wright dirige ‘The Running Man’ con una atención quirúrgica hacia los mecanismos del entretenimiento y la violencia, construyendo un retrato social donde el deseo de evasión se confunde con el instinto de supervivencia. La historia, basada en la novela de Stephen King firmada bajo el alias Richard Bachman, recupera la premisa del fugitivo televisado y la amplía hacia un territorio dominado por la saturación mediática y la pobreza estructural. El director convierte cada plano en una secuencia que palpita al ritmo de una sociedad adicta al espectáculo, consciente de que la emoción inmediata es la moneda con la que se paga la indiferencia colectiva. Su puesta en escena evita el artificio gratuito y busca la energía del caos controlado, como si la cámara respirara al mismo tiempo que su protagonista.
Ben Richards, interpretado por Glen Powell, vive al borde del colapso económico. La enfermedad de su familia y la imposibilidad de acceder a asistencia médica lo empujan hacia un programa televisivo en el que el objetivo es sobrevivir a una caza retransmitida en directo. Su entrada en ese concurso, entre voluntaria y forzada, actúa como detonante de una trama que combina acción y crítica social sin dejar espacio para el descanso. Wright utiliza esa persecución como espejo de un sistema donde la violencia funciona como distracción. Cada enfrentamiento está rodado con una intensidad que remite al vértigo publicitario, y los escenarios —pasillos industriales, calles desiertas, estudios con público eufórico— construyen una estética de agotamiento moral. Richards se convierte, sin pretenderlo, en un símbolo de resistencia observado por una multitud que aplaude su agonía.
El decorado mezcla tecnología obsoleta y vigilancia moderna. Monitores de tubo, cámaras de circuito cerrado y pantallas flotantes crean un entorno donde la nostalgia sirve de disfraz al control. Wright aprovecha esa contradicción para hablar del deseo de volver a una era menos asfixiante, pero también para señalar cómo el progreso se transforma en herramienta de dominación. Cada plano refuerza la sensación de que la libertad solo existe dentro de los márgenes del espectáculo. La dirección convierte la persecución en un recorrido moral, donde los espectadores se reflejan en su propia pasividad. La violencia no genera repulsión, sino aplauso. Esa indiferencia colectiva da forma a una sociedad anestesiada que confunde justicia con entretenimiento y donde la compasión ha sido reemplazada por la adicción al ruido.
Los personajes que rodean a Richards encarnan distintos grados de poder y cinismo. Dan Killian, interpretado por Josh Brolin, representa la autoridad invisible que mueve los hilos desde la producción del programa; su serenidad contrasta con el histrionismo del presentador Bobby T., al que Colman Domingo dota de un magnetismo corrosivo. Ambos simbolizan la manipulación institucional: uno impone las reglas desde la sombra, el otro vende la crueldad como fiesta nacional. En ese dúo se resume la idea central del film: la jerarquía mediática como sustituto de la autoridad política. Wright muestra cómo el público no necesita ser engañado para participar, solo entretenido. Richards se enfrenta así no tanto a sus perseguidores como al deseo colectivo de verlo caer, atrapado en un juego que convierte su sufrimiento en contenido.
La interpretación de Glen Powell combina rabia y agotamiento. Su cuerpo expresa un cansancio acumulado que se transforma en impulso de supervivencia. No hay heroísmo en su mirada, sino una determinación práctica, una voluntad de resistir frente a un mundo que lo ha empujado al límite. Wright lo filma sin idealización, con una cámara que observa su deterioro físico y mental. El espectador comparte la sensación de fatiga, percibiendo que cada carrera, cada herida y cada pausa forman parte de una cadena sin salida. Powell convierte a Richards en un hombre común expuesto a una maquinaria diseñada para triturar cualquier resto de humanidad. La emoción que transmite no proviene del sacrificio, sino del reconocimiento de que no existe refugio fuera del espectáculo.
Los secundarios refuerzan esa idea desde distintos ángulos. William H. Macy interpreta a un mecánico que fabrica dispositivos analógicos para quienes intentan escapar de la vigilancia digital, una figura casi paternal que recuerda que la resistencia también puede ser artesanal. Michael Cera da vida a un activista que difunde cintas con imágenes censuradas, símbolo de una memoria que se resiste a desaparecer. Emilia Jones encarna a una mujer que consume el programa con indiferencia, ejemplo de la apatía generalizada que alimenta el sistema. Wright distribuye estos personajes como fragmentos de una misma conciencia colectiva, mostrando cómo la pasividad se ha convertido en forma de complicidad. El guion, firmado junto a Michael Bacall, desarrolla un discurso directo sobre la desigualdad, la precariedad laboral y el desmantelamiento del tejido social.
El diseño de producción combina lo retro con lo industrial. Las luces parpadeantes y los tonos metálicos describen una sociedad que ha sustituido la esperanza por el ruido. La música, construida con sintetizadores y percusión digital, mantiene un pulso constante que acompaña la tensión sin estallar nunca del todo. Wright utiliza ese ritmo para sostener un estado de alerta que refleja la vida contemporánea, donde cada estímulo se consume antes de comprenderlo. La cámara se mueve con precisión, sin buscar el impacto gratuito. Cada persecución está montada como una coreografía, una danza entre la vida y la muerte que el público observa con entusiasmo. Esa frialdad deliberada convierte el espectáculo en una autopsia del entretenimiento.
El guion plantea sin rodeos los efectos políticos de una sociedad entregada a la televisión como forma de gobierno. El programa donde Richards compite sustituye la justicia por la exposición pública, fabricando enemigos para mantener la cohesión del grupo. Wright entiende que la violencia colectiva necesita rituales, y el concurso funciona como uno de ellos. La gente aplaude, ríe y apuesta mientras se ejecuta a los participantes. La película convierte ese ritual en espejo de un presente en el que el juicio moral ha sido reemplazado por el espectáculo de la humillación. Esa lectura convierte ‘The Running Man’ en algo más que un thriller: es un retrato del siglo XXI, donde el castigo se disfraza de entretenimiento y la miseria se convierte en contenido viral.
El desenlace conserva el tono de amargura que atraviesa toda la película. Richards logra sobrevivir, pero su victoria carece de sentido: el público ya espera el siguiente programa, el siguiente fugitivo, la próxima carnicería. Wright cierra su relato sin alivio, dejando una imagen final que condensa la paradoja central: un hombre exhausto, aplaudido por millones, convertido en símbolo de aquello que pretendía denunciar. La película termina con un silencio que pesa más que cualquier explosión. Paramount+ distribuye esta producción consciente de su atractivo comercial, pero el valor real de la obra reside en su retrato de la sumisión disfrazada de espectáculo. ‘The Running Man’ no busca redención, sino comprensión: la de una sociedad que ha aceptado vivir bajo la vigilancia permanente con una sonrisa encendida por el reflejo de la pantalla.
