Cine y series

The New Yorker cumple 100 años

Marshall Curry

2025



Por -

Desde el primer plano, ‘The New Yorker cumple 100 años’ sitúa al espectador dentro de un edificio que parece un laboratorio donde el tiempo se mide por palabras. La cámara recorre la redacción como si explorara un ecosistema en extinción. Marshall Curry, su director, convierte el interior de la mítica revista en un territorio donde el silencio pesa tanto como las teclas que suenan en los ordenadores. Lo que vemos no es una elegía nostálgica, sino el retrato de un modo de trabajar que ha sobrevivido a todos los giros del periodismo. Netflix distribuye la película con una precisión casi quirúrgica, y desde el primer minuto se percibe que no busca deslumbrar ni sentenciar, sino observar cómo una idea de rigor se ha mantenido intacta frente a los vaivenes del mercado informativo y la velocidad del consumo cultural.

Curry construye el relato sobre dos ejes inseparables: el presente frenético de la redacción preparando el número del centenario y la memoria de los grandes momentos que definieron la publicación. No existe distancia entre ambas líneas; la historia fluye como si cada palabra editada hoy arrastrara la huella de un siglo. La redacción del One World Trade Center, luminosa y ordenada hasta la obsesión, se convierte en un escenario donde cada movimiento tiene sentido. Las manos que revisan una coma o reescriben un titular funcionan como símbolos de resistencia cultural. En esa insistencia por revisar, por verificar, por pulir, se encuentra la verdadera materia del documental: la defensa de un oficio que cree en la exactitud como una forma de ética.

El repaso histórico no se limita a enumerar logros; funciona como una reflexión sobre la responsabilidad del periodismo en momentos decisivos. La revista publicó el reportaje sobre Hiroshima que cambió para siempre la percepción de la guerra, los ensayos de James Baldwin que confrontaron el racismo desde el pensamiento y las investigaciones sobre Harvey Weinstein que removieron las estructuras del poder mediático. Cada uno de esos ejemplos aparece en la película sin solemnidad, pero con un peso moral evidente: la convicción de que la escritura puede alterar la realidad. Ese recorrido no pretende glorificar el pasado, sino mostrar que la solidez intelectual de la publicación ha sido el resultado de una disciplina compartida más que de un genio individual.

El documental dedica buena parte de su metraje a observar el proceso de producción actual, donde cada sección funciona como una pieza de maquinaria fina. El departamento de verificación aparece como un refugio de precisión dentro de una industria cada vez más impaciente. Se observa cómo un dato se rastrea, cómo una cita se coteja, cómo una frase cambia de lugar para ajustarse a la verdad. En esa práctica se adivina un mensaje político claro: la veracidad exige tiempo, paciencia y cooperación. La cámara de Curry no se aparta de esas rutinas, porque ahí reside la verdadera emoción del film. Lo que podría parecer mecánico se transforma en un acto de compromiso colectivo frente a un mundo que prioriza la inmediatez y la opinión sobre la información contrastada.

David Remnick, al frente de la revista desde hace más de dos décadas, aparece como un editor sereno que escucha más de lo que habla. Su presencia transmite la idea de una dirección que confía en los procesos antes que en los gestos. Frente a él, los redactores más jóvenes aportan una mirada distinta, menos reverencial, pero igualmente entregada a la búsqueda de sentido. Esa convivencia generacional abre un debate sobre la vigencia de la tradición en un medio digitalizado. El documental sugiere que la permanencia de la revista no proviene de su estilo ni de su prestigio, sino de su capacidad para seguir creyendo que la inteligencia colectiva puede sostener una publicación en tiempos de polarización y ruido.

La estética del film evita el artificio. Las imágenes de archivo se combinan con escenas actuales sin saltos abruptos, como si ambas temporalidades compartieran el mismo aire. La luz es limpia, los planos duran lo suficiente para que el espectador respire el ambiente de concentración. La voz de Julianne Moore acompaña con sobriedad, sin imponerse al relato. Todo en la película transmite una voluntad de claridad: las ideas deben entenderse con precisión, sin adornos ni metáforas sobrantes. Curry, que conoce bien el lenguaje del documental periodístico, decide no reinventarlo sino utilizarlo para reforzar una sensación de permanencia.

En su tramo central, el film plantea algo más que una celebración. La preparación del número aniversario se convierte en una metáfora del estado del periodismo. En un mundo donde las redes dictan los temas del día y la publicidad define las prioridades, ver a un grupo de personas debatiendo durante horas sobre una palabra o un titular resulta casi subversivo. Esa escena encierra una idea poderosa: la calidad no depende del presupuesto, sino del criterio. The New Yorker sigue viva porque conserva una ética que combina la ambición literaria con el compromiso informativo. El documental, sin decirlo abiertamente, defiende esa postura con una firmeza que lo aleja de la complacencia.

La dimensión social y política del film se manifiesta en los márgenes. Las referencias a la desinformación, las teorías conspirativas o el descrédito hacia los medios sirven como telón de fondo. Curry no dramatiza el contexto, pero lo utiliza para mostrar que el periodismo riguroso se ha convertido en un acto de resistencia cultural. Los periodistas que aparecen en pantalla, desde los reporteros de guerra hasta los redactores de cultura, comparten un mismo objetivo: producir textos que inviten a pensar sin simplificar. Esa actitud se convierte en una defensa de la libertad frente a los intereses económicos y los algoritmos.

La secuencia más tensa muestra la recta final antes de enviar la revista a imprenta. Las miradas concentradas, el silencio en la redacción y la respiración contenida transmiten la presión de un cierre que no admite errores. Curry convierte esa rutina en una coreografía donde cada gesto encarna una idea de responsabilidad colectiva. No hay dramatismo artificial ni banda sonora que fuerce emociones. Solo trabajo, método y una convicción compartida. Esa forma de narrar convierte el documental en una lección sobre la persistencia: seguir haciendo bien las cosas aunque el entorno insista en que ya nadie lo valora.

El desenlace ofrece un equilibrio entre pasado y presente. El montaje une imágenes antiguas de la revista con el trabajo actual de los redactores. Lo que emerge de esa combinación es un mensaje claro: una publicación sobrevive cuando sus integrantes se sienten parte de algo más grande que ellos mismos. Curry no formula conclusiones, pero deja al espectador ante una evidencia: The New Yorker representa la posibilidad de un periodismo que se toma el tiempo de pensar, escribir y contrastar. En ese gesto se resume el sentido político y moral del documental. ‘The New Yorker cumple 100 años’ se convierte así en un homenaje al trabajo intelectual, al esfuerzo compartido y a la palabra como herramienta de conocimiento frente a la velocidad del olvido.

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