Cine y series

The Mastermind

Kelly Reichardt

2025



Por -

James Blaine Mooney sostiene un plano arrugado entre las manos y mira la fachada del museo local como si esa pared guardara la puerta a una vida distinta. En 'The Mastermind', Kelly Reichardt transforma ese gesto cotidiano en la semilla de un desastre previsible. El escenario, una ciudad mediana de la América setentera, está compuesto por talleres abandonados, cafés vacíos y un vecindario donde el tedio se ha instalado con la comodidad de un viejo mueble. Desde los primeros minutos, la directora evita cualquier impulso de heroicidad y se concentra en la parsimonia de un hombre que se convence de que robar unos cuadros puede devolverle una ilusión perdida. La historia se despliega sin estridencias, con un tono cercano al retrato doméstico, y desde esa aparente calma Reichardt levanta un relato sobre la confusión moral y el espejismo del ingenio.

El argumento sigue a Mooney, un carpintero sin empleo estable que, entre tareas inacabadas y tardes frente al televisor, decide organizar un robo en el museo de la ciudad. Vive con su esposa, Terri, y sus dos hijos en una casa que refleja tanto desgaste como resignación. Las conversaciones entre ellos se llenan de silencios, como si cada frase ocultara un cansancio antiguo. La película muestra ese entorno familiar con precisión, sin dramatismos ni subrayados. Mooney empieza a planear el golpe más por necesidad de sentirse valioso que por ambición económica. En su cabeza, el robo se convierte en una forma de recuperar control. El guion traza con detalle esa deriva: la preparación, los ensayos, las mentiras, todo desarrollado con un ritmo que obliga a mirar el absurdo del impulso. Cada plano invita a entender cómo la ilusión de poder se alimenta de una vida rutinaria que ha dejado de ofrecer estímulos.

El atraco llega sin tensión ni heroísmo. Reichardt filma la secuencia con una naturalidad casi cómica, donde los errores y los malentendidos sustituyen la emoción habitual del género. Los cómplices improvisados de Mooney parecen arrastrados por una corriente de despropósitos que reduce la acción a una cadena de torpezas. El museo, lejos de ser un espacio de peligro, se convierte en un escenario donde se despliega la ironía del fracaso. Mooney consigue sacar las obras, aunque esa victoria carece de brillo. La directora transforma el robo en una escena cotidiana, como si el acto delictivo perteneciera al mismo ámbito que preparar una comida o lavar el coche. Lo interesante no está en la hazaña, sino en su vacuidad: la acción que debía transformar su existencia termina revelando la fragilidad del propósito. En ese contraste se encuentra la clave moral de la película, que muestra cómo la búsqueda de trascendencia puede surgir del aburrimiento más plano.

El contexto político y social se filtra con sutileza. Las imágenes de la guerra de Vietnam aparecen en los televisores, las conversaciones sobre inflación o desempleo resuenan en los bares, y todo compone un retrato de época donde el desencanto se disfraza de normalidad. Mooney encarna una generación que creció entre promesas de prosperidad y terminó atrapada en un laberinto de mediocridad. Reichardt muestra esa descomposición sin recurrir al discurso explícito: basta con la mirada de un hombre que pretende convertirse en alguien a través de un acto irracional. En el fondo, 'The Mastermind' habla de la ilusión de control en una sociedad que empuja a los individuos hacia la pasividad. El robo de unos cuadros simboliza la apropiación de un valor que no le pertenece, una forma de reclamar atención en un entorno donde la vida se mide por la apariencia del éxito.

El retrato de Terri amplía la lectura del relato. Ella soporta las ocurrencias de su marido con un equilibrio que oscila entre la paciencia y el distanciamiento. Su rutina está marcada por la repetición, y su mirada expresa una comprensión silenciosa del desastre que se avecina. Reichardt otorga a este personaje una presencia decisiva: representa la parte del mundo que continúa funcionando mientras los demás se enredan en sus delirios. A través de ella, la película plantea una reflexión sobre la carga invisible que soportan quienes mantienen la estabilidad familiar en medio de la desorientación ajena. Su relación con Mooney es la de dos cuerpos que habitan el mismo espacio sin reconocerse. Esa distancia emocional se convierte en uno de los ejes más inquietantes del film, porque sugiere que la ruptura entre ambos no proviene del conflicto, sino del agotamiento de la costumbre.

La estética de la película refuerza esa sensación de encierro. Christopher Blauvelt utiliza una luz ocre que envuelve cada escena con un aire de melancolía, como si el tiempo se hubiese detenido. El movimiento de cámara es contenido, observador, casi inmóvil. Reichardt dirige con una precisión que transforma lo cotidiano en una coreografía de repeticiones: los planos fijos sobre los muebles, los objetos fuera de lugar, la disposición de los personajes en el encuadre, todo contribuye a construir un paisaje mental de quietud. La música de Rob Mazurek se desliza en el fondo con un jazz tenue que acompaña la caída sin intentar amortiguarla. En conjunto, el estilo visual y sonoro sostiene la coherencia de un relato que se apoya en la observación más que en el argumento.

El relato se adentra poco a poco en las consecuencias del robo. Mooney es incapaz de vender los cuadros, oculta su botín en el sótano y vive entre la paranoia y la culpa. Las visitas de amigos, las conversaciones con su esposa, las llamadas del museo componen un crescendo de incomodidad. Reichardt evita cualquier giro espectacular y opta por mostrar el deterioro desde los detalles: un cambio en el tono de voz, una mirada perdida, un gesto torpe al servir café. La tensión se acumula en lo insignificante. Lo que comenzó como un impulso de rebelión termina siendo un reflejo del mismo conformismo que pretendía romper. El espectador comprende que Mooney buscaba un sentido y ha encontrado un laberinto. La directora utiliza ese recorrido para hablar del fracaso como una forma de identidad: en una sociedad que premia la apariencia, incluso el error puede convertirse en una marca personal.

El componente político se hace más visible en las escenas familiares. Los padres de Mooney representan la generación que acumuló riqueza durante los años de crecimiento económico y vive anclada en la complacencia. Él les pide ayuda económica sin culpa, convencido de que el mundo le debe algo. Reichardt retrata ese intercambio con un pulso irónico que denuncia la dependencia emocional de quienes nunca asumieron responsabilidad sobre su destino. En ese sentido, 'The Mastermind' ofrece un retrato ácido de la clase media estadounidense: una red de individuos que sobreviven gracias a la herencia, la apariencia y la falta de propósito. El robo se convierte en una metáfora de esa estructura social que se alimenta de lo ajeno sin reconocerlo. Lo que podría parecer una anécdota delictiva se transforma en una radiografía del privilegio.

El trabajo interpretativo de Josh O’Connor sostiene el relato con una naturalidad hipnótica. Su personaje se mueve con torpeza, entre la euforia y la confusión, y cada gesto parece una improvisación calculada. Alana Haim, en el papel de Terri, aporta equilibrio y verosimilitud, haciendo que la relación entre ambos funcione como un espejo de los valores sociales que la directora analiza. Los secundarios contribuyen a esa textura coral: vecinos, compañeros de bar, cómplices de ocasión, todos participan de un paisaje donde la resignación se confunde con la costumbre. Reichardt dirige con una economía expresiva que confía en los intérpretes más que en los artificios. Esa decisión refuerza el carácter observacional del relato y le otorga una autenticidad que surge del comportamiento más que del diálogo.

A medida que el relato avanza, la historia se despoja de artificios y se convierte en una especie de retrato moral. Mooney, rodeado de objetos que ha intentado poseer, termina reducido a la quietud. Los cuadros escondidos se transforman en una carga invisible que pesa más que cualquier castigo legal. Reichardt construye esa caída con la serenidad de quien entiende que el fracaso no siempre necesita explosiones ni lágrimas. La última secuencia, con el protagonista contemplando un reflejo deformado en el cristal del museo, resume el sentido de toda la película: la búsqueda de significado en un entorno donde el deseo se confunde con la confusión. La directora observa ese final sin ironía ni consuelo, con la distancia justa para que cada espectador reconozca la banalidad de su propia ambición.

En 'The Mastermind', Kelly Reichardt revisa el género del atraco para desmontar sus códigos y devolverlos al terreno de lo cotidiano. Su mirada convierte la anécdota en un ensayo sobre la fragilidad del individuo moderno, atrapado entre la necesidad de destacar y el miedo a desaparecer. Lo que podría haber sido una comedia de errores se transforma en una meditación sobre la ilusión del control. A través de Mooney, la directora retrata una forma de vida sostenida por el autoengaño y por una cultura que premia la imagen antes que la coherencia. Su película no busca moralejas, sino comprensión. En ese gesto se encuentra su fuerza: observar sin juzgar, mostrar sin adornos, y dejar que el espectador sienta el peso de la quietud.

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