Un edificio apartado entre montañas, con corredores angostos y habitaciones en penumbra, se convierte en el escenario de un relato donde la decrepitud física se mezcla con la degradación moral. James DeMonaco, conocido por haber construido universos de violencia social en otros proyectos, dirige en ‘The Home’ una historia que pretende observar la fragilidad de los vínculos intergeneracionales desde una óptica sin complacencias. La película sitúa a Max, interpretado por Pete Davidson, en un centro para mayores donde cumple una condena alternativa al encierro. La aparente calma de los residentes, las normas rígidas y la arquitectura opresiva anuncian un conflicto que progresivamente desvela los mecanismos de control y sometimiento que rigen ese microcosmos. La dirección de DeMonaco mantiene una apariencia contenida, más interesada en el encierro físico que en el espectáculo del miedo, aunque esa contención termina por revelar carencias de coherencia interna que afectan al resultado global.
La trama comienza con un joven desorientado por una pérdida familiar, arrastrado por una culpa que se expresa en su comportamiento errático. Su llegada al hogar Green Meadows lo enfrenta a una jerarquía invisible, donde los cuidadores actúan como guardianes y los residentes parecen obedecer un código que remite más a una secta que a una comunidad asistencial. La organización del espacio (pasillos interminables, habitaciones clausuradas y una cuarta planta prohibida) funciona como una extensión del desconcierto del protagonista, atrapado entre la obediencia forzada y la curiosidad que lo empuja a transgredir las reglas. La cámara se acerca a su rostro en planos medios repetidos, insistiendo en un aislamiento que, lejos de construir empatía, refuerza la distancia entre espectador y personaje. El guion, coescrito por Adam Cantor, distribuye indicios de amenaza sin una lógica sostenida, lo que transforma la intriga en un recorrido por pistas contradictorias.
Los personajes secundarios configuran un retrato del envejecimiento como territorio de represión y deseo. Los ancianos que conviven con Max alternan la cordialidad con impulsos violentos, lo que dota al conjunto de una tensión moral difícil de precisar. Mary Beth Peil encarna a una residente que transmite serenidad y lucidez, aunque su papel acaba subordinado a la función de guía en un laberinto de engaños. Frente a ella, Bruce Altman interpreta al médico responsable del centro con una amabilidad envenenada que encubre la manipulación institucional. DeMonaco articula la dinámica entre ellos sin énfasis melodramático, pero el desarrollo de las escenas pierde ritmo al insistir en un suspense basado en repeticiones. La interpretación de Davidson se mantiene en un registro neutro, casi impasible, lo que sugiere una intención de retratar a un individuo anestesiado por la rutina y el trauma, aunque esa elección resta matices a la evolución dramática.
El tratamiento del miedo se construye sobre imágenes físicas más que sobre sugerencias. Sangre, máscaras y cuerpos deteriorados ocupan la pantalla como símbolos de una vejez convertida en amenaza. Este uso del cuerpo como superficie del horror plantea una reflexión política: la marginación de los mayores dentro de un sistema que los utiliza y los elimina cuando dejan de ser útiles. La película introduce de manera lateral una dimensión social que remite a la explotación institucional, pero el discurso se diluye entre los sobresaltos y los giros inverosímiles. Donde otros cineastas —como Karyn Kusama o Oz Perkins— consiguen que el terror sirva de herramienta para analizar estructuras de poder, DeMonaco se queda en un punto intermedio entre el comentario moral y la repetición de clichés visuales.
El simbolismo climático, representado por la tormenta que se aproxima, busca conectar el deterioro del planeta con la decadencia de los personajes, estableciendo un paralelismo entre el envejecimiento del cuerpo y el colapso ambiental. Sin embargo, esa idea se enuncia mediante imágenes televisivas y diálogos expositivos que interrumpen la atmósfera opresiva del relato. Las alusiones a debates generacionales y a la responsabilidad de los adultos mayores en los males del presente funcionan como una metáfora obvia que el montaje convierte en eslogan. La tensión entre lo individual y lo colectivo queda así resumida en una sucesión de escenas donde la crítica social pierde fuerza frente al efectismo narrativo.
A nivel formal, la dirección de fotografía de Anastas Michos apuesta por una paleta grisácea con destellos de luz que apenas penetran la oscuridad. Esa elección contribuye a una sensación de encierro constante, aunque la reiteración de los mismos tonos visuales reduce la capacidad de sorpresa. La planificación tiende a encuadrar a los personajes desde ángulos bajos, reforzando el desequilibrio entre ellos y el espacio que los contiene. El montaje de Todd E. Miller y Peter Gvozdas prioriza el ritmo sobre la claridad narrativa, generando saltos temporales que desorientan sin añadir profundidad. La música de Nathan Whitehead introduce percusiones insistentes y acordes disonantes, pero su uso reiterado termina por saturar la secuencia de sobresaltos previsibles.
En el tramo final, la película abandona cualquier pretensión de ambigüedad para entregarse a una violencia explícita. La acumulación de sangre y gritos intenta alcanzar una catarsis que, lejos de resolver la tensión inicial, la convierte en parodia involuntaria. El enfrentamiento entre generaciones se transforma en un espectáculo de destrucción donde las motivaciones quedan reducidas a impulsos primarios. Esa deriva hacia el exceso podría interpretarse como una crítica a la banalización del terror contemporáneo, aunque el propio filme participa de aquello que parece denunciar. El desenlace confirma la preferencia del director por la literalidad frente a la sugerencia, sacrificando el potencial alegórico que el planteamiento prometía.
La construcción de ‘The Home’ revela un interés por examinar la dependencia institucional como reflejo de un sistema que consume a los individuos bajo la apariencia de cuidado. En ese sentido, la película sugiere un paralelismo entre la reclusión de los ancianos y la desorientación de un joven que representa la precariedad emocional de una generación sin raíces. Sin embargo, la insistencia en recursos de impacto visual reduce la fuerza del planteamiento. El espectador asiste a una serie de escenas que alternan el drama psicológico y la exposición de horrores físicos sin lograr integrarlos en una sola línea conceptual. La crítica social se percibe como un añadido tardío a un argumento concebido para provocar repulsión más que reflexión.
El largometraje confirma la ambición de DeMonaco por ampliar su universo temático hacia la decadencia social y familiar, aunque el resultado evidencia una falta de cohesión entre el discurso y la ejecución. La película plantea una mirada hacia la vejez como espacio de castigo, el trabajo como penitencia y la juventud como residuo de un sistema que devora a sus propios hijos. Esa lectura se percibe entre las grietas de un relato que pretende conmover a través del espanto y termina describiendo un ciclo de violencia sin trascendencia. ‘The Home’ se mueve entre el retrato moral y el espectáculo sangriento, sin consolidar una identidad que le otorgue consistencia. Su mayor interés reside en la tensión entre lo que quiere mostrar y lo que finalmente consigue transmitir: la imposibilidad de escapar del encierro que cada personaje lleva consigo.