Cine y series

Te acompaño en el sentimiento

Zackary Canepari, Jessica Dimmock

2025



Por -

Las primeras imágenes de ‘Te acompaño en el sentimiento’ abren un espacio que parece inmóvil, casi doméstico, donde la cámara se posa sobre los objetos cotidianos que rodean a la muerte como si formaran parte del mobiliario del día a día. El documental, estrenado en HBO Max y dirigido con un tono contenido y exacto, se adentra en el universo de quienes conviven con la pérdida desde la práctica profesional, observando la rutina de los oficios funerarios sin dramatismos y con una calma que convierte lo excepcional en costumbre. Desde el primer plano se percibe que no pretende emocionar sino entender, y que el propósito no es mostrar la tristeza sino el modo en que una sociedad organiza la despedida. Lo que se narra no gira tanto en torno al dolor individual como al entramado social que surge cuando la muerte se convierte en un trabajo que requiere precisión, horarios, tarifas y normas. El resultado es un retrato que expone, con una naturalidad inquietante, la estructura de un país que ha aprendido a delegar sus emociones en manos especializadas.

Cada secuencia articula una reflexión sobre la distancia entre sentir y ejecutar, entre lo que pertenece a la intimidad y lo que el sistema transforma en procedimiento. Los personajes —tanatorios, funerarios, familiares que heredan el oficio— aparecen retratados en su doble condición de ciudadanos y empleados. La cámara los sigue en su quehacer diario, en los gestos automáticos con los que amortajan, visten o trasladan cuerpos, en las conversaciones mínimas que mantienen entre un servicio y otro. De ese retrato surge una idea potente: la muerte ya no pertenece al ámbito espiritual o filosófico, sino al económico. Los trabajadores hablan de presupuestos, materiales, turnos y convenios, mientras se ocupan de un cuerpo que se ha convertido en encargo. Esta perspectiva, lejos de cualquier sentimentalismo, deja ver el modo en que la modernidad ha vaciado de sentido lo que antes se consideraba sagrado, transformándolo en trámite. El documental no lo denuncia de manera explícita, pero su mirada deja claro que lo ritual se ha sustituido por lo rentable y que, en esa conversión, la sociedad pierde algo esencial aunque continúe funcionando con eficacia.

El argumento se desarrolla como una sucesión de retratos enlazados por la rutina del trabajo funerario. Las historias no avanzan hacia una conclusión, sino que giran alrededor de una misma pregunta implícita: cómo convivir con la muerte sin convertirla en una mercancía. La directora, que evita las voces en off y los comentarios explicativos, prefiere escuchar. Su cámara se mantiene fija mientras los personajes relatan su relación con el oficio, con una serenidad que en ocasiones resulta más perturbadora que el propio tema. Una mujer describe cómo aprendió a maquillar rostros inertes para que las familias reconozcan a los suyos, un joven explica el proceso de traslado de cadáveres por carretera y otro se emociona al contar que lleva años velando a desconocidos. A través de ellos, la película revela la red invisible que sostiene la infraestructura del duelo. Cada historia funciona como una pieza dentro de un sistema que, por más burocrático que parezca, sigue dependiendo del tacto y de la voz de quien realiza la tarea.

El componente político del documental aparece sin subrayados. Lo que muestra es una sociedad que administra la muerte con la misma lógica que gestiona el transporte o la energía, una maquinaria en la que las emociones se encajan en formularios y presupuestos. La cámara se detiene en los despachos, en las firmas, en las oficinas donde la muerte se tramita con la cortesía de una gestoría. La burocracia se convierte en metáfora del modo en que el poder organiza la vida y la desaparición, reduciendo la pérdida a una transacción. A través de esas imágenes, el documental plantea un debate sobre la responsabilidad colectiva ante la ausencia, sobre cómo el sistema económico convierte el luto en un servicio más del mercado. En esa observación se detecta un paralelismo con los trabajos de Frederick Wiseman, por su manera de filmar la institución desde dentro, aunque aquí la intención es más poética: el objetivo no es analizar una estructura administrativa, sino mostrar cómo el capitalismo ha conseguido domesticar incluso la despedida.

La película se sostiene en la tensión entre lo íntimo y lo social, entre la serenidad aparente de los protagonistas y el peso que cargan en silencio. Algunos encuentran consuelo en su labor, otros la viven como una rutina que exige fortaleza y resistencia. En todos ellos se percibe una mezcla de oficio y fe en lo que hacen, aunque carezca de contenido religioso. El documental sugiere que la repetición constante de los ritos termina por construir una suerte de espiritualidad laica: una liturgia basada en el trabajo bien hecho, en la preparación del cuerpo y en la organización del espacio donde otros llorarán. Esa idea se refuerza mediante un montaje que alterna planos estáticos con movimientos lentos, creando una sensación de tiempo suspendido que recuerda que la muerte detiene todo, incluso la prisa.

En el plano estético, la película evita cualquier artificio. Los encuadres son limpios, el color tiende a los tonos neutros y la iluminación natural resalta los objetos más cotidianos: un ataúd abierto, un uniforme colgado, una flor de plástico sobre una mesa metálica. La dirección de fotografía busca la armonía entre la frialdad del entorno laboral y la calidez de las personas que lo habitan. Esa elección visual permite que la imagen dialogue con el sonido, donde cada paso, cada roce de tela y cada murmullo adquieren una presencia casi física. En conjunto, la realización sugiere una idea clara: la muerte se integra en el paisaje y deja de ser excepción. La sociedad que retrata la película vive con ella de forma ordenada, práctica y silenciosa, como si el único modo de convivir con lo inevitable fuese normalizarlo hasta hacerlo invisible.

El clímax llega con una escena de funeral colectivo que sintetiza todo lo anterior. Los trabajadores del tanatorio coordinan cada detalle con una calma que asombra. En ese instante el documental deja ver el corazón de su tesis: el ritual se ha convertido en espectáculo controlado, la despedida en una coreografía precisa. Lo que antes era una experiencia comunitaria, ahora es un protocolo que se repite sin desviaciones. Sin embargo, en medio de esa perfección se filtran miradas que rompen la máscara de la costumbre, gestos que devuelven humanidad al procedimiento. Ahí reside el mayor acierto de la directora: mostrar que incluso en los entornos más reglamentados persiste una chispa de empatía que resiste al automatismo.

Al finalizar, el documental no ofrece alivio ni consuelo. Lo que deja es una idea clara sobre la manera en que una sociedad contemporánea se relaciona con su final: con eficiencia, con distancia y con una serenidad aprendida. ‘Te acompaño en el sentimiento’ consigue así construir una reflexión sobre el modo en que gestionamos la pérdida colectiva y personal, sobre la frontera entre el deber y el afecto, y sobre la necesidad de mantener un espacio para la compasión incluso cuando todo se vuelve rutina. Más que hablar de la muerte, habla de la vida que continúa a su alrededor y de los cuerpos que siguen cumpliendo su turno.

MindiesCine

Buscando acercarte todo lo que ocurre en las salas de cine y el panorama televisivo.