Cine y series

Sunny Sanskari Ki Tulsi Kumari

Shashank Khaitan

2025



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Un resplandor festivo envuelve desde el primer plano la historia que Shashank Khaitan plantea en ‘Sunny Sanskari Ki Tulsi Kumari’. El director propone un retorno a la comedia romántica tradicional de Bollywood, filtrada por un pulso actual que combina la teatralidad de los grandes banquetes con un intento de retratar la confusión afectiva de una generación que vive entre el deseo de libertad y la inercia familiar. La película, disponible en Netflix, se sostiene en esa dualidad: la modernidad de los vínculos emocionales frente a los códigos heredados. Khaitan, responsable de otras narraciones centradas en el amor y el desengaño, perfila una puesta en escena exuberante, con una cámara que se desliza entre coreografías, decorados saturados y un ritmo que oscila entre el impulso del enredo y la calma de los instantes confesionales. Bajo esa superficie colorista, se percibe la intención de explorar la fragilidad de los afectos y la manera en que los personajes intentan sostener su dignidad dentro de un contexto social que todavía regula con rigidez la elección sentimental.

La trama parte de un planteamiento que enlaza dos decepciones: la de Sunny, joyero entusiasta que sufre el rechazo de su novia Ananya, y la de Tulsi, maestra que ve cómo su pareja, Vikram, se compromete con otra por conveniencia. Ambos, movidos por una mezcla de orgullo y obstinación, se alían para sabotear la boda de sus antiguos amores. Lo que comienza como una estrategia se transforma en un descubrimiento mutuo, una atracción que se filtra entre los gestos teatrales del fingimiento y la cercanía inesperada. El argumento recupera la mecánica del enredo clásico: imposturas, confusiones y coincidencias sirven para desvelar la vulnerabilidad de quienes intentan controlar el deseo a través de planes imposibles. En ese juego de engaños, la película sugiere que la obsesión por reparar el pasado impide mirar con claridad el presente. A través de los preparativos de la boda, la puesta en escena multiplica las capas de artificio, lo que refleja la distancia entre lo que los personajes aparentan y lo que realmente sienten.

Los protagonistas evolucionan desde la caricatura hacia una leve comprensión de su propio desorden interior. Varun Dhawan imprime a su figura un aire impulsivo que encuentra equilibrio en la serenidad de Janhvi Kapoor, cuya Tulsi representa la prudencia y la contención. Su alianza funciona como un espejo que revela las contradicciones de ambos: él persigue una idea idealizada del amor, ella intenta reafirmar su valor frente a un entorno que la juzga por su origen social. Sanya Malhotra y Rohit Saraf encarnan las otras dos caras de este cuadrado sentimental, aportando matices que amplían la perspectiva sobre las relaciones de conveniencia y las expectativas familiares. La interacción entre ellos forma un retrato coral donde el deseo se entrelaza con la presión por mantener las apariencias, un tema recurrente en el cine indio que aquí se aborda con un tono más liviano pero consciente de sus implicaciones.

Las implicaciones morales y sociales aparecen diseminadas entre las escenas de humor y los números musicales. El guion insinúa las tensiones de clase, la obsesión por el estatus y la idea de que el matrimonio sigue funcionando como un contrato social antes que como una elección libre. La película refleja cómo las jerarquías económicas determinan las uniones y cómo la mujer soporta la mayor parte del peso en esa negociación. Tulsi, procedente de un entorno más modesto, encarna esa desigualdad con naturalidad, mientras que Ananya actúa como símbolo de la contradicción moderna: desea independencia pero acaba sometida a los deseos de su familia. Khaitan inserta en medio de las secuencias cómicas algunos destellos de crítica, especialmente cuando las madres de ambos jóvenes discuten la conveniencia de las alianzas o cuando las protagonistas comparten un instante de lucidez frente a la vanidad del entorno. Esa mirada permite leer el film no solo como un romance, sino también como una observación de los mecanismos sociales que lo condicionan.

La dirección se caracteriza por un manejo del ritmo que alterna euforia y pausa. Shashank Khaitan estructura su relato como una sucesión de fiestas, ensayos y enfrentamientos donde la cámara se desliza con precisión entre los cuerpos que bailan y los rostros que se contradicen. El montaje prolonga algunas escenas más de lo necesario, lo que ralentiza ciertos pasajes, pero permite captar la energía del conjunto. El uso del color, saturado hasta el límite, funciona como metáfora del exceso emocional que atraviesa a los personajes. El director, influido por el cine coral de Farah Khan o el tono popular de David Dhawan, evita el cinismo y busca una neutralidad expresiva que prioriza la fluidez narrativa sobre la intensidad dramática. La música, omnipresente, actúa como prolongación de los sentimientos, aunque su reiteración diluye parte de su efecto. El resultado conserva el brillo formal de las producciones de gran estudio y una voluntad de entretenimiento familiar que no excluye una lectura sobre las contradicciones contemporáneas.

El desenlace ofrece la convergencia de los cuatro protagonistas en una resolución previsible pero coherente con la lógica del relato. La supuesta farsa inicial se convierte en un aprendizaje sobre la aceptación de los límites propios y ajenos. Los personajes comprenden que el amor no se conquista a través del cálculo ni del orgullo, sino mediante el reconocimiento del otro como igual dentro de un entorno que privilegia la apariencia. La película, sin buscar dramatismos, deja un poso de serenidad que proviene del desengaño asumido. Ese cierre resume la intención de Khaitan de equilibrar la ligereza del género con una reflexión sobre la madurez sentimental. Netflix, al acoger este tipo de producciones, amplía el alcance de un cine que, aun dentro de los cánones del espectáculo, se permite revisar con ironía los modelos de pareja y las convenciones que los sostienen.

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