Cine y series

Sueños en Oslo

Dag Johan Haugerud

2025



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El invierno noruego tiene una manera particular de quedarse bajo la piel, y ‘Sueños en Oslo’ parece hecha de esa misma materia silenciosa que se instala sin avisar. Dag Johan Haugerud dirige esta película como si observara desde una ventana empañada, permitiendo que la historia de Johanne, una adolescente que descubre su deseo y su capacidad para escribir, se despliegue con una serenidad engañosa. Lo que en apariencia podría ser un relato de iniciación se transforma en una exploración de los vínculos familiares, de la educación sentimental y de la escritura como forma de resistencia frente a la incomprensión. Haugerud encierra a sus personajes en interiores fríos, con una luz que apenas toca los rostros, y ese estilo no busca la belleza sino el matiz. Cada escena tiene la paciencia de quien quiere entender lo que se esconde detrás de lo que se dice. La película se mueve sin prisas, pero con una precisión que acaba revelando mucho sobre la fragilidad de los afectos y las tensiones entre generaciones.

Johanne escribe un texto sobre su relación con su profesora, y ese texto se convierte en el centro de toda la trama. No hay escándalo en el sentido tradicional, sino un malentendido que crece hasta desbordar a todos. La madre, temerosa, intenta protegerla, pero su miedo se mezcla con prejuicios y con la incapacidad de aceptar que su hija empiece a mirar el mundo con otros ojos. La abuela, una poeta retirada, percibe en ese impulso creativo una oportunidad, una continuación de algo que ella misma perdió con los años. La película se apoya en ese triángulo femenino, donde cada generación interpreta el deseo y la libertad de una manera distinta. Johanne quiere entender qué siente; la madre quiere que nada cambie; la abuela quiere volver a sentir algo parecido. Haugerud describe sus conflictos con una claridad que evita el sentimentalismo y con una ternura contenida que nunca busca la lágrima fácil. Cada conversación en la cocina o en el pasillo sirve para medir el peso de lo que las une y lo que las separa.

La profesora, sin quererlo, funciona como un espejo donde la protagonista empieza a reconocerse. Su presencia introduce una energía distinta, una mezcla de curiosidad, admiración y descontrol que rompe la rutina. El guion muestra cómo la escritura se convierte en un refugio, una manera de darle forma a lo que resulta inabarcable. Johanne escribe porque no puede expresar de otro modo lo que la desborda, y ese impulso creativo acaba generando un conflicto mayor: su texto se interpreta como confesión, como prueba o como peligro, dependiendo de quién lo lea. En ese gesto se concentra la idea más política del film: la palabra puede liberar o condenar, y en manos equivocadas se transforma en herramienta de control. Haugerud plantea así una reflexión sobre la vigilancia moral, el miedo a los límites y la manera en que la sociedad regula la emoción cuando procede de una mujer joven. Lo hace sin aspavientos, apoyándose en la calma de las imágenes y en la lentitud del montaje, que parece observar cómo una chispa mínima puede incendiar una familia entera.

La película también expone, con una precisión casi literaria, la soledad de las tres mujeres. Cada una vive una forma de aislamiento distinta: la nieta intenta entender quién es, la madre teme perder el control de su entorno, y la abuela observa desde la distancia cómo el tiempo se le escapa entre los dedos. Los hombres aparecen de manera lateral, apenas como figuras que sostienen la rutina o la desordenan, pero nunca como ejes de poder. Ese desplazamiento convierte la historia en un retrato de cómo las mujeres construyen sus identidades al margen de lo que se espera de ellas. La abuela, por ejemplo, sirve de contrapunto entre la resignación y la lucidez, recordando a personajes de cineastas como Margarethe von Trotta o Chantal Akerman, directoras que supieron mostrar el peso del tiempo sobre los cuerpos y las palabras. Haugerud filma a sus personajes con respeto y sin dramatismos, como si su objetivo fuera captar la respiración de cada uno mientras decide cómo convivir con sus emociones.

El tratamiento visual refuerza esa sensación de encierro interior. Los espacios amplios y silenciosos de Oslo actúan como extensión del estado de ánimo de Johanne. Las paredes del hogar, las aulas o los cafés se transforman en ecos de un clima emocional que apenas se verbaliza. La fotografía, fría y contenida, evita el brillo de lo decorativo para centrarse en lo que ocurre entre líneas: una mirada que dura un segundo más de lo esperado, un gesto torpe, un silencio que corta la conversación. En esos detalles se construye el relato. La música, sobria y transparente, acompaña sin imponerse, reforzando la idea de que los sentimientos se manifiestan en el ritmo del día a día, en las pausas, en los desplazamientos mínimos. Haugerud dirige con una paciencia casi artesanal, como si cada plano estuviera medido para que el espectador descubra algo que los personajes todavía ignoran.

En su tramo final, ‘Sueños en Oslo’ abandona cualquier intento de dramatizar el conflicto y se concentra en el aprendizaje de Johanne, que empieza a entender que escribir puede ser una forma de asumir la realidad, incluso cuando esa realidad resulta incómoda. La reacción de su entorno frente a su texto revela una sociedad que teme lo que las palabras pueden provocar. El director convierte ese enfrentamiento en una reflexión sobre la responsabilidad de narrar, sobre cómo toda historia personal se expone a ser interpretada, distorsionada o censurada. El film se mueve así entre la intimidad y lo social, entre la libertad creativa y la moral pública, sin buscar equilibrios artificiales. Johanne no se rebela ni se somete; simplemente sigue escribiendo. Esa persistencia le da sentido al título, porque los sueños no son solo los de ella, sino los de quienes aún intentan entender lo que sienten en medio de un mundo que desconfía de la emoción. Haugerud cierra la película con una serenidad que desarma: el deseo y la palabra permanecen, incluso cuando todo alrededor se vuelve incierto.

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