Cine y series

Subsuelo

Fernando Franco

2025



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La primera imagen de ‘Subsuelo parece engañosamente tranquila: una piscina inmóvil, dos cuerpos que se mueven sin prisa y una cámara que se desliza sin corte, como si quisiera retener la calma antes de que todo se desmorone. Fernando Franco, en esta adaptación de la novela de Marcelo Luján, vuelve a observar el mundo desde un lugar incómodo, donde la intimidad se convierte en amenaza y el hogar en territorio ajeno. Junto a Begoña Arostegui en el guion, construye una historia sobre la manipulación y la culpa, pero también sobre la violencia silenciosa que se instala en los vínculos más cercanos. Su forma de dirigir no se apoya en el exceso ni en el morbo, sino en la paciencia con la que deja que los personajes revelen sus miserias. Desde esa serenidad aparente, Franco plantea una película que indaga en cómo el poder y la sumisión se disfrazan de amor, y cómo los lazos familiares pueden mutar en cadenas difíciles de romper.

La trama gira en torno a Eva y Fabián, hermanos mellizos que viven en una casa cargada de secretos. Una noche de verano, una fiesta, un coche, una muerte. Ese accidente lo altera todo. A partir de ahí, el relato se mueve entre la vigilancia y el chantaje. Fabián, que ha grabado la tragedia con su móvil, convierte esas imágenes en un arma para dominar a su hermana. Lo que empieza como una convivencia tensa se transforma en un mecanismo perverso en el que cada gesto es observado y cada silencio pesa como una condena. Franco retrata esta dinámica sin buscar escándalo; lo que le interesa es mostrar cómo la violencia se infiltra en lo cotidiano, cómo se convierte en una forma de convivencia y cómo el miedo se confunde con el afecto. El tono gélido de la dirección refuerza esa sensación de encierro. Nada estalla de golpe, todo se pudre lentamente, y esa lentitud es lo que más inquieta.

Julia Martínez encarna el desamparo en el papel de Eva. Su mirada perdida y sus movimientos contenidos reflejan la parálisis de quien convive con el daño sin saber cómo escapar. Diego Garisa, en el rol de Fabián, impone una presencia que no necesita gritar: su control se ejerce a través de la calma. El abuso se expresa en pequeños actos, en una cámara que observa, en un mensaje que amenaza, en una frase que obliga. Entre ambos se levanta una tensión que contagia al resto de personajes, especialmente a la madre, interpretada por Sonia Almarcha, figura que encarna la incapacidad para intervenir. Ella representa esa generación que calla por miedo, por vergüenza o por agotamiento. La familia que construye Franco está rota desde antes del accidente, pero ese suceso la deja sin salida. La culpa se reparte como herencia, y nadie se atreve a romper el silencio porque hacerlo implicaría aceptar la responsabilidad.

El guion trabaja con un lenguaje de repeticiones y espejos. Los vídeos que Fabián graba funcionan como una segunda película dentro de la película: un espacio donde el espectador asiste al mismo acto de mirar que alimenta la violencia. Franco aprovecha ese recurso para reflexionar sobre la forma en que el cine también puede convertirse en un dispositivo de control. Lo que se graba no solo queda registrado, también se ordena, se manipula y se usa como castigo. La cámara, al igual que la mirada de Fabián, se convierte en juez. El montaje de Miguel Doblado refuerza esa idea mediante una estructura de saltos y fragmentos que van completando un puzle sin descanso, donde el espectador termina observando desde el mismo lugar incómodo que los personajes ocupan. Esa elección formal demuestra que la violencia no siempre necesita ruido: basta con una cámara encendida para que el poder se ejerza.

La película también construye un retrato moral sobre la mentira y la represión. En la casa donde viven, nadie se atreve a decir lo que sabe, y ese silencio se transforma en una forma de convivencia. Franco utiliza este núcleo doméstico para hablar de la sociedad entera: del modo en que se toleran los abusos cuando afectan al entorno más cercano y del miedo a reconocer el dolor cuando compromete la imagen de normalidad. El resultado es una lectura social que se cuela en los gestos, en los objetos, en la distribución del espacio. La casa, con sus habitaciones cerradas y su luz tenue, funciona como una metáfora del aislamiento. Dentro de ella, el amor se distorsiona y la confianza se quiebra. El control sustituye al afecto y la culpa mantiene en pie un sistema que nadie parece capaz de desmontar.

Santiago Racaj traduce estas tensiones a través de una fotografía dominada por la penumbra. La cámara se mueve con suavidad, evitando la espectacularidad, y cada plano parece diseñado para que el espectador se sienta intruso. Maite Arroitajauregi aporta una música que vibra con un pulso tenue, capaz de acompañar la narración sin imponerse. Franco demuestra un conocimiento exacto del tempo: sabe cuándo detener la acción para dejar que el ambiente respire y cuándo apretar el ritmo para generar incomodidad. Su dirección confía en el detalle, en la pausa y en la ausencia. La puesta en escena tiene algo de laboratorio: los personajes se mueven dentro de un espacio cerrado donde las emociones se condensan hasta hacerse casi físicas.

A medida que avanza el relato, la película se despoja de toda posibilidad de redención. Las relaciones se degradan, el entorno se ensucia, y lo que al principio parecía una historia de culpa termina revelándose como un estudio sobre la dominación. Franco plantea la violencia como un lenguaje heredado, algo que se aprende observando, que se repite de generación en generación y que nadie interrumpe porque resulta demasiado familiar. En ese sentido, ‘Subsuelo’ no se limita a mostrar un conflicto privado: examina cómo el poder se introduce en los vínculos afectivos y cómo el miedo a perder el control puede convertir el cariño en cárcel.

El tramo final refuerza esa mirada implacable. Eva y Fabián quedan atrapados en una relación sin retorno, símbolo de una sociedad que tolera el abuso mientras mantenga su fachada intacta. Franco filma ese cierre con sobriedad, evitando el dramatismo. Lo que deja atrás es una sensación de cansancio, de derrota moral, que define a la película mejor que cualquier discurso. En lugar de resolver, lo que hace es revelar. La mirada de Franco sobre sus personajes no es piadosa ni cruel: es exacta. Y en esa precisión reside la fuerza de su cine.

Subsuelo confirma la capacidad del director para retratar la violencia desde la distancia y explorar el modo en que lo íntimo puede transformarse en campo de batalla. Su obra sigue la línea de autores como Cristian Mungiu o Joachim Trier, que observan el malestar sin adornos y dejan que las imágenes hablen por sí solas. Aquí, la dureza no se expresa con sangre ni con gritos, sino con la calma de quien sabe que el horror más profundo nace del control cotidiano. Franco mira a sus personajes con el rigor de un cirujano y la frialdad de quien prefiere entender antes que compadecer.

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