Cine y series

Stephen

Mithun Balaji

2025



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En una habitación de interrogatorios, un hombre relata cómo mató a nueve mujeres con la misma tranquilidad con que uno describiría su desayuno. Esa escena abre 'Stephen', dirigida por Mithun Balaji, una película que se atreve a entrar en la cabeza de un asesino sin adornos ni grandilocuencia. Desde el primer minuto, el tono deja claro que no pretende encajar en los moldes del thriller psicológico tradicional. Aquí la violencia no busca el impacto visual, sino el malestar interior. El relato se desarrolla con una frialdad que inquieta más que cualquier efecto sonoro. Balaji, con la austeridad de un director que confía en su material, coloca a su protagonista frente al espejo de su propia historia y a nosotros frente al espejo de lo que no queremos ver: la normalidad del mal y su enraizamiento en la familia. Netflix sirve esta historia con una producción sobria, consciente de sus limitaciones, pero eficaz para mantenernos dentro de esa atmósfera donde la calma del asesino resulta más aterradora que su crimen.

La trama gira en torno a Stephen Jebaraj, interpretado por Gomathi Shankar, un hombre que se entrega a la policía confesando los asesinatos de nueve mujeres. Desde el principio, lo que podría parecer el final de cualquier otro filme se convierte aquí en el punto de partida. La policía y una psiquiatra, Seema, interpretada por Smruthi Venkat, intentan comprender qué llevó a ese individuo a matar, y sobre todo, por qué lo hace sin un atisbo de culpa. A través de sus conversaciones, descubrimos que cada palabra de Stephen puede ser un disfraz. Su historia se quiebra y se reconstruye, mezclando recuerdos, mentiras y delirios. Michael Thangadurai, en el papel del investigador, intenta aferrarse a los hechos mientras la trama se le escapa entre los dedos. La película utiliza esa tensión entre razón y locura como motor, y en lugar de ofrecer giros espectaculares, se dedica a horadar el terreno psicológico con una constancia que incomoda.

El pasado del protagonista aparece en retazos. Un padre violento, una madre que repite la brutalidad que detesta, un hogar donde la palabra cariño nunca existió. Esa cadena de abusos se representa con una imagen que se repite: una noria que gira sin parar. La infancia, atrapada en ese movimiento circular, deja de ser un lugar de inocencia para convertirse en el punto de partida del daño. Balaji usa esa metáfora como una herramienta narrativa clara y eficaz. No hay poesía, hay repetición y condena. La película describe cómo la violencia doméstica se transmite como un virus y cómo la infancia, cuando se deforma, produce adultos que solo entienden la dominación o la humillación. Ningún gesto parece gratuito. Cada escena remite a esa imposibilidad de escapar del origen, y cada víctima funciona como reflejo de lo que Stephen intenta borrar de sí mismo: la vulnerabilidad.

En la mitad del metraje, la investigación se convierte en un análisis psicológico. Las sesiones entre Stephen y Seema son un duelo de voluntades donde cada palabra pesa. Ella intenta racionalizar el horror, mientras él se escabulle tras una lógica propia. No existe deseo de redención, sino una calma casi científica. El ritmo del filme es lento, pero no gratuito: reproduce la frialdad de una mente que se estudia a sí misma. La dirección apuesta por los planos cerrados, los silencios prolongados y la monotonía del espacio. No hay color, no hay artificio. La historia se sostiene en el contraste entre la lucidez del asesino y la incapacidad del sistema para comprenderlo. La película plantea un retrato social en el que la violencia no es una excepción, sino una consecuencia del entorno. El director se centra en cómo una educación basada en la represión y el miedo genera sujetos incapaces de empatizar, y cómo las instituciones, representadas por la policía y la psiquiatría, quedan atrapadas en su propia burocracia moral.

El tramo final sitúa a Stephen en la cárcel, enfrentado a sí mismo. Allí, la película abandona cualquier apariencia de realismo para adentrarse en un espacio mental. El encierro físico se convierte en metáfora del encierro psicológico. Stephen habla con sus padres muertos, se confronta con la imagen del niño que fue y con el adulto en que se ha convertido. No hay arrepentimiento, solo comprensión. El director convierte ese momento en una especie de ritual oscuro, donde el protagonista parece alcanzar una serenidad que incomoda. La escena no busca catarsis, sino mostrar la quietud del monstruo que se acepta como tal. Balaji logra que el espectador sienta una mezcla de repulsión y claridad, como si el film quisiera recordarnos que el mal no surge del vacío, sino de la repetición del daño. Esa frialdad final encaja con la intención general del proyecto: explorar la mente de un asesino sin justificarla ni romantizarla.

'Stephen' combina el drama psicológico con un análisis social evidente. Su ambientación oscura, la escasez de luz natural y los interiores opresivos sostienen una atmósfera que nunca da tregua. La banda sonora insiste en el zumbido constante del peligro, sin recurrir a golpes de efecto. Los intérpretes, especialmente Gomathi Shankar, mantienen la contención que exige una historia así. En su mirada habita tanto el vacío como la inteligencia. La película deja una idea rotunda: la violencia es una forma de herencia. No surge de la nada, sino de hogares donde el amor se confunde con el dominio. Al terminar, no se siente alivio, sino una conciencia nueva sobre la brutalidad que la sociedad reproduce sin darse cuenta. Balaji no busca redimir al asesino ni explicar lo inexplicable. Prefiere que el espectador entienda que el horror puede tener un rostro corriente, una voz suave y una lógica perturbadoramente racional.

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