Cine y series

Sra. Playmen

Riccardo Donna

2025



Por -

Roma vibra en ‘Sra. Playmen’ como un organismo que respira entre humo de cigarrillos, cafés espesos y la sensación de que el país entierra su inocencia bajo cada portada impresa. Riccardo Donna dirige con la calma de quien observa un terremoto desde dentro, sin dramatismo, pero con precisión quirúrgica. Su serie abre las ventanas de una Italia que empieza a rozar la libertad sin saber todavía cómo sostenerla. Entre curas, fotógrafos, censores y redactoras, el relato se detiene en la figura de Adelina Tattilo, mujer que levanta un imperio editorial desde el escándalo y convierte la sexualidad femenina en un espacio político. Nada de glamour impostado ni victimismo: lo que se muestra es una voluntad férrea de ocupar un lugar que parecía reservado a otros.

Adelina, interpretada por Carolina Crescentini, encarna una figura rara dentro del audiovisual italiano reciente. Separada, madre y directora de una revista prohibida, se mueve entre la necesidad económica y la lucidez de entender el poder que se esconde tras cada fotografía. La serie la acompaña desde su primer día en la redacción, cuando la prensa masculina la ridiculiza, hasta el momento en que su publicación logra poner en jaque a la moral católica. Cada conversación con su equipo funciona como radiografía de una época que temía a las mujeres que tomaban decisiones. Donna y su grupo de guionistas elaboran un retrato donde el erotismo se traduce en discurso y el deseo aparece como herramienta para discutir la hipocresía del progreso.

El universo de ‘Sra. Playmen’ está lleno de personajes que definen el entorno con precisión. Luigi, el fotógrafo, actúa como espejo de una generación que asocia la libertad con el cuerpo femenino ajeno. Elsa, modelo que reclama su derecho a ser vista sin ser mercancía, introduce una tensión social evidente: el derecho a decidir sobre la propia imagen. Y Saro, marido ausente y símbolo de un poder masculino agotado, solo sirve para dejar constancia de una época que empieza a resquebrajarse. Lo interesante es que la serie no los convierte en villanos ni en redentores, sino en piezas de una estructura que se tambalea. En ese juego de fuerzas se inscribe también la censura, retratada como una maquinaria legal que disfraza su miedo de moral.

El retrato que Donna construye de la prensa italiana funciona casi como un ensayo visual sobre la relación entre libertad y culpa. La redacción se muestra como una trinchera con máquinas de escribir y montones de negativos, un lugar donde cada portada se convierte en un manifiesto. La cámara se mueve despacio, observando cómo la tinta y el papel se mezclan con el sudor de los trabajadores, recordando que la creación cultural también es un acto físico. Entre titulares sobre política, deporte y religión, Adelina cuela imágenes que incomodan porque revelan la parte del país que no quiere mirarse. Y lo hace sin discursos, con la seguridad de quien sabe que el arte sirve para exponer lo que se oculta.

Roma, filmada con una luz que oscila entre el oro y la penumbra, adquiere un papel esencial. Sus calles parecen vigilar a los personajes, recordándoles que el poder eclesiástico sigue latiendo detrás de cada esquina. Los planos amplios en los que Adelina atraviesa iglesias, cafés y ministerios ilustran el contraste entre lo público y lo íntimo. Ese tono entre observacional y confesional se refuerza con una banda sonora que alterna melodías pop con música sacra, generando una tensión entre lo profano y lo espiritual. El resultado no busca espectáculo, sino un pulso constante entre deseo y culpa, entre quienes quieren avanzar y quienes se empeñan en mantener las cortinas cerradas.

La serie encuentra su verdadero interés en la evolución de su protagonista. Al principio, Adelina actúa por supervivencia. Más tarde, descubre que la libertad no es una conquista moral sino una estrategia. Aprende a negociar con los censores, a utilizar su fama, a manipular los mecanismos del poder para conservar su independencia. En sus escenas familiares se percibe el peso del esfuerzo: la distancia con su hijo, los silencios, la culpa que genera el éxito en un entorno que prefiere la obediencia. Lorenzo, ese hijo adolescente, introduce el aire fresco de un país que empieza a mirar el mundo sin miedo al cambio. Su relación con Anna, hija de una activista feminista, refleja el contraste entre una revolución teórica y una práctica todavía torpe.

El guion sostiene su equilibrio entre drama personal y mirada política. La censura, la religión y el sexo se abordan sin maniqueísmos, con frases que reflejan la época pero resuenan en el presente. Cada episodio cierra con un número de la revista impreso, como si la ficción necesitara recordarnos que todo lo narrado parte de hechos reales. Esa estructura permite que los temas —la libertad, la represión, el deseo— se vayan entrelazando sin didactismo. Los diálogos son secos, con un ritmo que recuerda a la televisión italiana de los noventa, pero la dirección aporta una textura visual mucho más moderna. Donna construye una atmósfera donde el pasado se percibe cercano, casi contemporáneo.

La representación del poder masculino se trata con una precisión que evita caricaturas. No se retrata a los hombres como enemigos naturales, sino como parte de un sistema donde el privilegio se asume sin conciencia. Esa perspectiva convierte cada escena entre Adelina y sus colegas en una lección sobre cómo se negocia el respeto cuando el entorno se resiste a concederlo. Resulta revelador cómo la protagonista logra modificar las reglas sin renunciar a su identidad: nunca adopta un lenguaje ajeno ni disimula su determinación. En lugar de enfrentarse al patriarcado desde la confrontación directa, lo vacía de autoridad con su simple presencia.

En su tramo final, la serie alcanza una intensidad particular. Adelina, enfrentada a juicios, multas y campañas públicas en su contra, elige continuar. Esa perseverancia se convierte en la síntesis de su carácter: seguir publicando es su forma de resistir. El último episodio muestra a la protagonista observando una sesión de fotos en silencio, consciente de que el país entero la está mirando. La escena se alarga para que el espectador perciba el vértigo de quien ha empujado un cambio que ya no puede controlar. No hay grandilocuencia ni moraleja, solo la constatación de que las transformaciones más duraderas empiezan por actos aparentemente menores.

‘Sra. Playmen’ habla de cuerpos, poder y deseo, pero también de trabajo y ambición. Muestra cómo el erotismo puede ser un vehículo de reflexión y cómo la libertad se conquista con esfuerzo, no con discursos. La dirección de Riccardo Donna logra que todo eso fluya con naturalidad, sin solemnidad ni artificio. Lo interesante de la serie no radica en su estética ni en su recreación de época, sino en su capacidad para recordar que las luchas que parecían antiguas siguen presentes en el modo en que miramos, juzgamos y representamos a las mujeres. Adelina Tattilo termina convertida en símbolo de una Italia que aprende, poco a poco, a reconocerse en sus contradicciones.

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