Cine y series

Sisu: Camino a la venganza

Jalmari Helander

2025



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Un hombre que viaja por tierras heladas arrastrando los restos de su casa podría parecer una metáfora exagerada sobre el duelo, pero en ‘Sisu: Camino a la venganza’ ese gesto se convierte en el núcleo de una historia que, sin recurrir a sentimentalismos, habla de pérdida, rabia y supervivencia. Jalmari Helander dirige esta segunda parte con la precisión de quien disecciona un cuerpo en movimiento: cada plano tiene la frialdad de la nieve y la tensión de un campo minado. Aatami Korpi, interpretado por Jorma Tommila, regresa tras la guerra con un único propósito, trasladar los tablones de su hogar destruido a través del territorio soviético, sin imaginar que ese trayecto se convertirá en un nuevo campo de batalla. Helander evita cualquier introducción grandilocuente y deja que la acción brote con naturalidad, como si el paisaje mismo empujara al protagonista a seguir avanzando.

El director construye su relato a base de enfrentamientos, pero no lo hace desde la épica ni el heroísmo, sino desde la obstinación. Su cámara sigue al protagonista sin adornos, con una mirada casi documental que convierte el barro y la sangre en textura. A diferencia de otras producciones bélicas que buscan la espectacularidad, aquí la violencia tiene algo de rutina, de oficio aprendido a fuerza de golpes. Helander pertenece a esa estirpe de cineastas que entienden la acción como un lenguaje físico; cada secuencia es una extensión del carácter del personaje, no una distracción. En lugar de mostrar a un guerrero invencible, retrata a un hombre que se ha acostumbrado a resistir y que confunde la calma con la muerte.

El antagonista, Igor Draganov, encarnado por Stephen Lang, no representa simplemente al enemigo, sino la herencia misma de la guerra: la imposibilidad de cerrar las heridas. Su persecución de Korpi no tiene tanto que ver con la victoria militar como con el deseo de anular aquello que le recuerda su propia derrota. Ambos personajes funcionan como dos extremos de una misma cuerda, tensada por la violencia y la culpa. Helander convierte ese enfrentamiento en una reflexión sobre la obstinación humana, sobre la forma en que el rencor puede sustituir al sentido del deber. En este choque no hay lugar para discursos ni justificaciones, solo la constatación de que el odio también puede ser una forma de supervivencia.

El guion prescinde casi por completo del diálogo. En su lugar, el sonido del motor, el zumbido de los aviones y el crujido del metal funcionan como voces que narran lo que los personajes callan. Ese silencio otorga peso a cada gesto y refuerza la dimensión política del relato. La guerra, aunque formalmente terminada, sigue latiendo en los cuerpos de quienes la vivieron. Helander parece interesado en mostrar cómo el individuo se enfrenta a los restos de un sistema que lo devoró. El trayecto de Korpi se convierte en una parábola sobre la resistencia frente a la maquinaria del poder, sobre la persistencia de una identidad que se niega a desaparecer bajo la imposición extranjera. Las explosiones y persecuciones sirven de fondo a una idea más sencilla y brutal: el deseo de conservar algo propio, aunque sea una pila de madera.

La puesta en escena refuerza esa sensación de batalla interior. La fotografía de Mika Orasmaa mezcla la pureza de los paisajes finlandeses con la violencia cromática del fuego y el hierro. Esa contraposición entre lo helado y lo ardiente refleja el estado del protagonista, que alterna la serenidad con estallidos de furia. Helander utiliza la cámara con una precisión que recuerda a los grandes artesanos del cine de acción, aunque aquí la espectacularidad nunca se impone al propósito narrativo. La violencia se organiza como un ritual: cada golpe, cada detonación tiene un ritmo, una cadencia que transforma el caos en coreografía. El resultado no es gratuito, sino la forma que adopta el instinto de supervivencia.

La estructura del film, dividida en capítulos, marca una progresión casi musical. Cada bloque introduce un nuevo nivel de peligro, una nueva invención visual que intensifica el trayecto sin alterar su coherencia. En ese recorrido, el protagonista se va descomponiendo físicamente mientras se reafirma moralmente. Helander convierte su cuerpo en territorio: lleno de cicatrices, quemaduras y heridas que funcionan como huellas del pasado. Frente a él, los soldados soviéticos aparecen como piezas intercambiables de una maquinaria sin alma, una masa que se enfrenta a la obstinación individual de Korpi. Esa oposición refuerza el tono moral del film, que contrapone la disciplina ciega del ejército con la fidelidad íntima de un hombre a su memoria.

Jorma Tommila interpreta a Korpi con una economía de gestos que dice más que cualquier monólogo. Su mirada cansada, su respiración entrecortada, el modo en que sostiene el arma o acaricia la madera de su camión expresan un vínculo con lo perdido que va más allá del argumento. En su interpretación se concentra el peso de todo un país que ha tenido que aprender a resistir sin exaltarse. Frente a él, Lang compone a un Draganov devastado por el fracaso, un militar que ya no lucha por ideales, sino por la necesidad de reafirmar su existencia. Esa confrontación entre dos ruinas vivas sostiene la película y dota a sus escenas de acción de una tensión real, no basada en la adrenalina sino en el desgaste.

La película se mueve entre la brutalidad del cine finlandés y la sobriedad del drama moral. Helander sabe que la sangre puede ser un lenguaje tan expresivo como el silencio. Cada plano transmite una sensación de desgaste acumulado, de cansancio histórico. Las secuencias de persecución, ya sea en motocicletas, aviones o trenes, funcionan como metáforas de un país atrapado en un ciclo de violencia que se repite con diferentes banderas. El director utiliza ese dinamismo para hablar de algo más profundo: la necesidad de seguir avanzando aunque todo a tu alrededor esté destruido. Esa es la esencia de lo que en Finlandia llaman “sisu”: una mezcla de coraje, obstinación y dignidad frente a la adversidad.

En ‘Sisu: Camino a la venganza’, el viaje se convierte en un acto de fe sin religión. Korpi no busca justicia, ni siquiera redención. Su objetivo es reconstruir algo que solo existe ya en su cabeza, y esa insistencia lo humaniza. El perro que lo acompaña, las maderas que transporta, los paisajes que atraviesa, todo se ordena en torno a esa idea de resistencia. Helander filma cada obstáculo como una prueba de persistencia, no como un espectáculo. El héroe no mata por placer, sino porque no le queda otra forma de continuar. En ese sentido, la película plantea una visión amarga y lúcida sobre la guerra: cuando termina oficialmente, continúa dentro de quienes la sobrevivieron.

El montaje ajustado y la planificación minuciosa logran que la película mantenga una intensidad constante sin caer en la saturación. Helander demuestra un dominio del ritmo que equilibra la calma con la acción, evitando la repetición. Cada pausa tiene sentido, cada estallido responde a una lógica emocional. A través de esa cadencia, el film consigue transmitir una idea poderosa: que la violencia deja de ser heroica cuando se convierte en costumbre. La cámara nunca glorifica los combates, sino que los muestra como un trabajo más dentro de un paisaje sin esperanza.

‘Sisu: Camino a la venganza’ se cierra con una imagen de persistencia: un hombre exhausto que aún conserva fuerzas para seguir arrastrando los tablones de su casa. Helander logra que ese gesto final resuma toda la película. No se trata de la victoria ni de la derrota, sino de la obstinación de seguir existiendo. En ese empeño silencioso se condensa el sentido del relato: la resistencia frente al olvido y la fidelidad a la memoria, incluso cuando el mundo ya ha cambiado demasiado como para reconocerla.

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