En mitad del océano, entre cables, válvulas y un ruido metálico que parece respirar por sí solo, se desarrolla la historia de ‘Sin oxígeno’. Alex Parkinson recupera su propio documental de 2019 para transformarlo en una película que no abandona del todo el espíritu técnico del original, pero lo combina con un interés nuevo: observar cómo un grupo de buzos de saturación sobrevive en un entorno que no les pertenece. Desde el inicio se percibe que esta no es una historia de hazañas, sino una crónica sobre el trabajo llevado al límite, sobre la dependencia entre compañeros y sobre la delgada línea que separa la rutina del desastre. La cámara no busca héroes ni emociones prefabricadas, sino el pulso constante de una profesión que exige disciplina absoluta y que rara vez asoma a la superficie.
La película se sitúa en 2012, durante una operación de reparación de un gasoducto en el Mar del Norte. El joven Chris Lemons, interpretado por Finn Cole, se incorpora a un equipo veterano encabezado por Duncan Allcock, un supervisor que Woody Harrelson dota de un aire tranquilo y cansado, y por Dave Yuasa, a quien Simu Liu representa con una serenidad que roza la frialdad. La primera parte se dedica a mostrar el día a día de estos trabajadores, su convivencia en una cápsula presurizada, la confianza que se genera en un espacio sin ventanas ni relojes. Parkinson filma esas escenas con una atención al detalle que transmite la sensación de vivir en un ecosistema propio, ajeno a las reglas del mundo exterior. Cada cable, cada monitor y cada orden transmitida por radio conforman una coreografía silenciosa en la que la precisión equivale a supervivencia.
Todo cambia cuando una tormenta descontrola el sistema de posicionamiento del barco y el cordón que une a Lemons con la campana de buceo se rompe. A partir de ese instante, la narración se convierte en un descenso a la angustia. La cámara se adentra en la oscuridad marina, donde la visibilidad desaparece y el sonido se reduce a un leve zumbido. Parkinson convierte el accidente en una secuencia prolongada de tensión sin efectos artificiales. La luz del traje del buzo se convierte en su única compañía, y el espectador asiste a una espera que se mide en minutos de oxígeno. Mientras en la superficie los técnicos buscan una manera de recuperarlo, la película muestra la resistencia de quienes permanecen en la campana, obligados a seguir funcionando con una serenidad que parece inhumana.
Lo interesante es que ‘Sin oxígeno’ no pretende idealizar esa resistencia. El director muestra cómo la cadena de mando se tambalea y cómo la calma profesional se mezcla con el miedo contenido. Los personajes se enfrentan al dilema de continuar siguiendo el protocolo o actuar por instinto, y en ese choque se revela la verdadera naturaleza del grupo. Harrelson aporta un matiz de vulnerabilidad a su personaje, que entiende el peligro mejor que los demás y mantiene la voz firme para no contagiar el pánico. Liu, en cambio, representa la obediencia técnica, el apego al procedimiento incluso cuando la situación ya no responde a las normas. Entre ambos se genera una tensión silenciosa que la película utiliza para hablar del peso de la responsabilidad en contextos extremos.
Parkinson estructura la narración con precisión casi quirúrgica. Los relojes digitales que marcan los niveles de oxígeno se convierten en los auténticos narradores de la historia. Cada plano de los indicadores recuerda que el tiempo es un enemigo invisible. La fotografía, de tonos fríos y metálicos, encierra a los personajes en un universo donde la tecnología sustituye al paisaje. La oscuridad del fondo marino no es solo un decorado, sino una prolongación de la mente de los buzos: un lugar sin referencias, sin horizonte y sin forma de medir la distancia. Esa sensación de encierro físico y mental atraviesa toda la película y refuerza la idea de que el trabajo bajo el agua es una forma extrema de aislamiento.
El relato también plantea una lectura política clara. Al situar la acción en una industria energética, el director alude a la lógica económica que exige estos riesgos. Las vidas de los trabajadores dependen de sistemas informáticos que pueden fallar en cualquier momento, y ese detalle convierte el accidente en un reflejo de un modelo productivo donde la eficiencia se impone sobre la seguridad. La película sugiere que detrás de cada reparación submarina se esconde una cadena de decisiones que prioriza la continuidad del suministro sobre las condiciones de quienes lo hacen posible. Parkinson no editorializa, pero su forma de filmar las máquinas, las órdenes repetidas y la frialdad de la comunicación deja al descubierto un mundo que ha convertido la vida en un dato operativo.
El regreso de Chris Lemons, rescatado contra toda lógica tras permanecer sin oxígeno más tiempo del que la biología permite, introduce una dimensión moral. Lo que podría haberse presentado como un milagro se muestra como un enigma que nadie sabe explicar. La reacción del grupo oscila entre el alivio y la incredulidad. Parkinson evita el sentimentalismo y mantiene la mirada en el desconcierto que sigue a la supervivencia. Los personajes, agotados, parecen incapaces de comprender lo ocurrido. El director elige cerrar la historia en ese punto, sin épica ni redención, dejando una imagen final que resume el espíritu de la película: la superficie del mar vuelve a estar en calma, pero algo en los rostros de los protagonistas indica que nada volverá a ser igual.
Desde el punto de vista técnico, la película mantiene una coherencia admirable. La cámara apenas se mueve y los planos cerrados transmiten la imposibilidad de escapar del entorno. La música, compuesta por Paul Leonard-Morgan, acompaña sin interferir, marcando el ritmo del relato con una tensión sutil. La dirección de fotografía acentúa los reflejos metálicos del interior de la campana, mientras que el montaje alterna los espacios sin confundir al espectador. Ese equilibrio entre claridad y tensión convierte la película en una experiencia absorbente, en la que la calma del procedimiento convive con la inminencia del desastre.
El núcleo temático de ‘Sin oxígeno’ reside en la relación entre el ser humano y su entorno artificial. Los buzos dependen de un sistema diseñado para protegerlos, pero ese mismo sistema puede convertirse en su enemigo. El filme plantea que la supervivencia contemporánea se basa en esa contradicción: confiamos en la tecnología porque ya no tenemos alternativa, aunque sabemos que cualquier error puede costar la vida. A partir de esa idea, Parkinson construye un retrato de la vulnerabilidad moderna, donde la eficacia técnica no elimina el miedo, solo lo aplaza. La película convierte ese miedo en motor narrativo y lo expone con una frialdad que aumenta su verosimilitud.
‘Sin oxígeno’ invita a pensar en lo que significa trabajar bajo condiciones extremas, pero también en la idea de comunidad. Los personajes no son héroes individuales, sino parte de una estructura donde cada gesto afecta al otro. El relato muestra cómo la supervivencia depende de la cooperación más que de la valentía. Esa visión colectiva resulta especialmente significativa en un tiempo en el que el éxito suele medirse por la hazaña personal. Aquí, en cambio, la acción se sostiene sobre la coordinación y la confianza, sobre la conciencia de que cualquier error arrastra a todos. Esa elección narrativa dota a la película de un tono realista y sobrio, fiel a la naturaleza de la historia que cuenta.
