Cine y series

Silencio

Eduardo Casanova

2025



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Un salón tapizado en terciopelo rosa, una ventana abierta al amanecer y una figura pálida que observa el horizonte sin decidir si pertenece al pasado o al presente. Así se inaugura ‘Silencio’, la serie con la que Eduardo Casanova lleva su universo visual a la televisión y transforma el mito del vampiro en una parábola sobre la diferencia, el miedo y el deseo reprimido. El relato se despliega entre la Peste Negra y los años ochenta en España, conectando dos momentos de contagio, exclusión y desconcierto colectivo. La dirección, pensada con precisión quirúrgica, encierra un propósito firme: exponer cómo el silencio social se convierte en castigo y cómo quienes lo padecen inventan sus propias formas de resistencia. En cada plano late la voluntad de un autor que utiliza el exceso estético como instrumento para desenmascarar la hipocresía de una sociedad que prefiere mirar hacia otro lado antes que escuchar.

La serie entrelaza dos historias con un pulso común. En el siglo XIV, unas hermanas vampiras sobreviven en un mundo que asocia la enfermedad con el pecado. Siglos después, una de sus descendientes vive en el Madrid de los ochenta, en pleno auge del VIH, y descubre que la desconfianza se ha perpetuado con idéntica intensidad. Casanova plantea un paralelismo tajante: la peste que se teme fuera es la misma que cada época cultiva dentro. Las protagonistas cargan con la herencia de un linaje que representa tanto la supervivencia como la condena. Cada conversación entre ellas funciona como un duelo entre el deseo de vivir y la obligación de esconderse. En esos enfrentamientos emerge el verdadero corazón de la serie: la necesidad de encontrar voz en medio de un entorno que impone silencio.

El guion avanza con un tono que mezcla la ironía con la tragedia. La comedia surge en los momentos más tensos, como un mecanismo para soportar la angustia. Las vampiras discuten sobre la pureza de la sangre, sobre el amor y sobre la culpa que les ha sido impuesta, y en esa charla se condensan siglos de censura. Casanova usa el humor con inteligencia, evitando el sarcasmo y recurriendo a un tipo de risa que nace del absurdo de la represión. El lenguaje visual acompaña ese tono con una iluminación saturada, cuerpos blancos y un decorado que roza lo teatral. Todo parece diseñado para que el espectador sienta el peso de la mirada social, para que entienda que lo grotesco no busca provocar risa, sino señalar un sistema que ha convertido la diferencia en espectáculo.

El montaje construye una continuidad entre épocas y emociones. Las transiciones no marcan un salto temporal, sino una herencia. La sangre, metáfora central, actúa como hilo que une la peste medieval con la crisis del sida. El líquido rojo, espeso y casi pictórico, representa la vida que circula bajo el miedo. Casanova convierte ese elemento en símbolo de identidad: la sangre contamina y une, asusta y salva. En su estética recargada se percibe una lectura moral muy precisa. Cada color y cada textura responden a una idea: el rosa no adorna, encierra; el dorado no embellece, delata; el brillo no disimula la herida, la expone. Esa coherencia formal recuerda la precisión escénica de Peter Greenaway, aunque aquí la sensualidad reemplaza al cálculo y la sátira se filtra por los resquicios de cada plano.

El reparto se mueve con naturalidad dentro de esa atmósfera barroca. Lucía Díez encarna a Malva con una mezcla de fragilidad y autoridad; Ana Polvorosa otorga a Verónica una energía que equilibra el humor con la desesperación; María León y Mariola Fuentes aportan una ternura inquieta que sostiene la trama en sus pasajes más oscuros. La dirección de actores evita el histrionismo y busca el ritmo coral. Las escenas de grupo, rodadas como si fueran representaciones dentro de un templo profano, revelan la habilidad del director para crear comunidad dentro del caos. El resultado no persigue empatía inmediata, sino comprensión. Cada personaje se construye como un espejo en el que se reflejan las contradicciones de la sociedad que los persigue.

La intención social atraviesa toda la narración. ‘Silencio’ se sitúa en la frontera entre el drama histórico y la alegoría contemporánea. Eduardo Casanova plantea una reflexión abierta sobre la discriminación, la moral pública y la memoria del dolor. Su serie defiende que el estigma cambia de rostro, pero conserva idéntica estructura. El miedo al contagio, la condena de la sexualidad y la invisibilidad de las mujeres enfermas se mezclan en una trama que convierte lo fantástico en documento social. La serie recurre al mito para analizar una herida colectiva y lo hace sin solemnidad. El relato fluye con un lenguaje accesible, directo, que no pierde densidad aunque evite los discursos teóricos. Casanova traduce lo político a una emoción que se entiende con los ojos antes que con las palabras.

El componente visual no se limita a lo decorativo. Cada elemento del diseño tiene una función narrativa: los espejos reflejan rostros deformados por la culpa, los candelabros proyectan sombras que aluden a la vigilancia social, las telas cubren más que la piel, cubren la verdad. Los espacios se iluminan como si fueran escenarios religiosos en los que las vampiras buscan redención a través del deseo. La serie convierte la estética en una forma de pensamiento. Casanova maneja la cámara como si pintara: los encuadres están calculados para que el espectador se sienta dentro de un fresco renacentista contaminado por la televisión ochentera. Esa mezcla de alta cultura y cultura popular no pretende ironía, sino reconciliación entre dos mundos que comparten idéntico artificio.

En su último episodio, ‘Silencio’ alcanza una claridad emocional que consolida su propuesta. Las protagonistas enfrentan el dilema de la visibilidad: callar y permanecer a salvo o hablar y arriesgarlo todo. La serie expone la dificultad de existir cuando el entorno decide lo que puede nombrarse. La palabra, en este contexto, se convierte en forma de supervivencia. El título deja de ser una metáfora y se transforma en un diagnóstico. El silencio social mata tanto como las enfermedades que se callan. Eduardo Casanova utiliza la ficción para devolver voz a quienes fueron relegadas a la sombra y consigue hacerlo sin victimismo. Su mirada se mantiene serena, incluso en los momentos más duros, y logra que la tragedia adquiera una dignidad luminosa.

‘Silencio’ se alinea con la tradición de autores que emplean el cine como herramienta de resistencia moral. Casanova elige el mito vampírico para examinar la violencia del prejuicio, la carga del deseo y la soledad del diferente. Su estilo, excesivo y controlado, logra que la provocación adquiera sentido ético. La serie de Movistar Plus+ se erige como un ejercicio de libertad en un medio que rara vez permite tanto riesgo formal. Cada escena demuestra que la belleza puede ser incómoda, que el humor puede revelar heridas y que la fantasía puede hablar del presente con más precisión que cualquier discurso documental. En ‘Silencio’, lo monstruoso y lo íntimo se confunden hasta el punto de que el espectador termina comprendiendo que el verdadero horror no está en los colmillos, sino en el miedo a mirar.

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