Cine y series

San Simón

Miguel Ángel Delgado

2025



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Los primeros minutos de ‘San Simón’ abren un territorio suspendido entre la niebla atlántica y la memoria de una violencia ordenada desde la retaguardia. Miguel Ángel Delgado sitúa la acción en una isla que, durante los años de la Guerra Civil y los inicios de la dictadura, fue transformada en colonia penitenciaria. A través de una narración que combina la precisión documental con una reconstrucción pausada de los acontecimientos, el director propone una observación detenida del tiempo detenido. Su aproximación a la historia parte de un trabajo de archivo minucioso y de una puesta en escena sobria, filmada en los mismos espacios donde se desarrollaron los hechos. Este regreso a los lugares reales imprime al relato una sensación de clausura física y moral que impregna cada plano. La elección del blanco y negro refuerza esa distancia temporal y convierte la luz en una huella más que en un ornamento visual. Delgado se aleja de la reconstrucción histórica académica y propone una mirada que, sin sentimentalismo, interroga la manera en que un país administra su pasado reciente.

El desarrollo de la trama avanza entre los recuerdos de Lamas, un preso que oficia como narrador y testigo de los años de reclusión en la isla. Su voz guía el relato desde el comienzo de la colonización penitenciaria en 1936 hasta su cierre en 1943. A través de él se despliega un mosaico de vidas sometidas a la disciplina del miedo, la arbitrariedad del castigo y la espera sin horizonte. El guion no recurre a grandes giros narrativos, sino a una sucesión de episodios que muestran cómo la cotidianeidad se transforma en una herramienta de control. Las tareas rutinarias, los censos, los traslados y las ausencias adquieren un peso insoportable. Delgado evita mostrar la violencia de forma directa, concentrándose en los efectos que deja en los cuerpos y en las conversaciones cortadas. Esa elección define la identidad del filme: el horror no necesita exhibirse cuando el entorno lo respira. La cámara permanece atenta a los silencios y a los gestos contenidos, trazando un retrato coral de quienes soportaron el encierro bajo un régimen de obediencia y delación.

Los personajes aparecen delineados por su relación con la autoridad. Algunos son funcionarios convencidos de servir a una causa redentora; otros, simples supervivientes que se adaptan al clima de sometimiento. Entre ellos surgen vínculos imprevisibles: la amistad que nace del miedo compartido, la complicidad entre vecinos que antes fueron camaradas y ahora se observan desde lados opuestos del poder. Delgado construye estas dinámicas con una naturalidad desprovista de artificio, apoyándose en un reparto que mezcla actores profesionales con participantes sin formación previa. Este recurso concede una textura áspera a la interpretación y potencia la impresión de realidad. Flako Estévez encarna a Lamas con contención, como si cada palabra pronunciada pesara lo mismo que un recuerdo. A su alrededor, el resto de intérpretes se integran en un grupo donde la individualidad se diluye. La isla funciona como un organismo cerrado en el que cada figura refleja la tensión entre obediencia y resistencia. Esa idea de colectividad, repetida a lo largo del metraje, convierte a los personajes en parte de un cuerpo histórico sometido a la voluntad de un poder impersonal.

El tratamiento del espacio tiene un papel determinante. La cámara recorre los muelles, los barracones, los pasillos húmedos y los arenales que rodean la prisión con un sentido casi topográfico. Delgado explora la contradicción entre la belleza del entorno natural y el uso que el régimen franquista hizo de esa geografía para la reclusión. La composición de los planos transmite la sensación de confinamiento incluso en los exteriores abiertos. Las piedras y la niebla se convierten en límites morales que definen la imposibilidad de huir. La dirección de fotografía traduce ese aislamiento en texturas granulosas y contrastes de luz que remiten a los archivos fotográficos de la época. El ritmo del montaje mantiene una cadencia constante, sin aceleraciones ni rupturas, como si el tiempo del cautiverio impregnara también la estructura narrativa. Cada escena parece prolongarse más allá de su duración, arrastrando la fatiga de quienes permanecen encerrados en un ciclo sin salida. Esa estrategia otorga al conjunto una dimensión casi hipnótica, donde la espera se convierte en materia cinematográfica.

La dimensión política del filme se articula a través de la observación del lenguaje del poder. Delgado muestra cómo el control se ejerce no solo mediante la violencia física, sino a través de la manipulación del discurso, la burocracia y la censura. Los documentos mencionados por el director —actas, informes, eufemismos oficiales— aparecen en la narración como pruebas de una maquinaria que reduce la vida a cifras y diagnósticos. Frente a esa despersonalización, la película introduce la memoria oral de los descendientes de los presos, algunos de los cuales participan en el rodaje. Este gesto une pasado y presente y dota al relato de una dimensión testimonial que trasciende lo cinematográfico. La incorporación de familiares no busca sentimentalismo, sino la continuidad de una historia transmitida entre generaciones. El director convierte la reconstrucción en un ejercicio colectivo, una forma de devolver al lenguaje cinematográfico la función de archivo vivo que Kracauer o Ruttmann atribuyeron al cine en su relación con la historia.

El filme aborda también las implicaciones morales del silencio heredado. La represión deja huellas que se prolongan en la memoria de las familias, y la película las examina a través de la persistencia del miedo. En los diálogos se percibe una reserva que no responde al pudor, sino a la conciencia de que hablar implica revivir. Delgado captura esa tensión entre lo dicho y lo callado mediante encuadres que aíslan a los personajes o los muestran de espaldas, escuchando lo que otros murmuran. La repetición de estos recursos configura un tono elegíaco, reforzado por el blanco y negro, que transforma la película en una reflexión sobre la transmisión del trauma. Sin recurrir a símbolos grandilocuentes, el director sugiere cómo la memoria se conserva en lo cotidiano: un gesto al lavar una camisa, una mirada detenida sobre el mar, una carta escrita en papel improvisado. Cada elemento actúa como testimonio material de una historia que persiste pese al desgaste del tiempo.

En la puesta en escena se percibe la influencia de cineastas que trabajaron la relación entre memoria y paisaje, como el portugués Pedro Costa o el francés Alain Cavalier. Sin imitar sus estilos, Delgado comparte con ellos el interés por los espacios deteriorados y la observación de los cuerpos en reposo. La dirección opta por planos largos y movimientos mínimos, donde la acción se concentra en la mirada. La ausencia de artificios permite que la atención se desplace hacia el sonido: el crujir de las maderas, el viento que atraviesa los muros, los pasos sobre la grava. Esa construcción sonora dota al conjunto de una atmósfera enrarecida que acompaña al espectador hasta el cierre, cuando las imágenes del archivo fotográfico tomadas por uno de los reclusos aparecen como testamento final. La combinación de ficción y documento produce una continuidad que refuerza el sentido de permanencia del recuerdo.

La narración se extiende más allá del periodo histórico que representa. Al recuperar la historia de San Simón, Delgado introduce una reflexión sobre la relación entre memoria y política contemporánea. El reconocimiento de la isla como Lugar de Memoria Democrática, iniciado por el Estado casi noventa años después de los hechos, se menciona en el filme como un acto aún incompleto. El director propone, mediante la estructura del relato, que la memoria colectiva depende de la capacidad de mirar sin complacencia los lugares donde se ejerció la represión. En ese sentido, ‘San Simón’ funciona como una advertencia sobre el riesgo de convertir el recuerdo en un ritual vacío. La película plantea que cada espacio histórico debe ser también un espacio de pensamiento, donde las huellas materiales del pasado sirvan para comprender las estructuras de poder que perduran bajo formas distintas. La isla se convierte así en un espejo de la sociedad que la observa desde tierra firme.

La propuesta de Miguel Ángel Delgado encuentra su coherencia en la combinación de rigor documental y contención expresiva. Lejos de construir un relato heroico o moralizante, organiza una meditación sobre la fragilidad de la memoria y la persistencia de las heridas históricas. El resultado es un cine que se detiene en los intervalos, en los intersticios donde se condensa el paso del tiempo. ‘San Simón’ se sostiene en la sobriedad y en la atención a lo real, explorando la relación entre la palabra y el silencio, entre el archivo y la representación. Su valor reside en la forma en que logra que la historia de un lugar concreto dialogue con la idea más amplia de justicia y recuerdo, sin pretender resolverla.

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