Cine y series

Roofman: Un ladrón en el tejado

Derek Cianfrance

2025



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Jeffrey Manchester, el protagonista de 'Roofman: Un ladrón en el tejado', encarna una figura contradictoria, atrapada entre la educación y el delito, entre el deber aprendido y la necesidad de sobrevivir. Derek Cianfrance, que siempre ha mostrado interés por los personajes que viven al borde de la ruina moral, dirige esta historia inspirada en hechos reales con una calma engañosa. La película se sitúa en la América de los suburbios, donde la soledad se confunde con rutina y donde la precariedad se disfraza de normalidad. Desde el primer plano, Cianfrance marca su territorio: el de las vidas ordinarias que se deslizan hacia el margen. No busca épica ni redención; su interés se centra en el modo en que una persona puede sostener un mínimo de dignidad en medio del fracaso. Ese es el terreno donde mejor se mueve el director, heredero espiritual de cineastas como Hal Ashby o Sidney Lumet, pero con un pulso propio, más doméstico y atento al detalle cotidiano.

Jeffrey, interpretado por Channing Tatum, inicia su recorrido como un ladrón que evita el enfrentamiento directo con las víctimas. Entra en los restaurantes desde el techo y actúa con una educación casi absurda. Ese comportamiento lo aleja del cliché del delincuente y lo convierte en un tipo que busca controlar su caída. Su método, más que un plan de robo, parece una forma de conservar un poco de respeto propio. Cianfrance retrata esas escenas sin adrenalina ni artificio, con una cámara que se mueve despacio, como si quisiera retener lo poco que queda de orden en la vida del protagonista. El tono, de apariencia ligera, va acumulando una tristeza silenciosa, porque cada atraco no representa un avance sino una repetición. El personaje está atrapado en su propio intento de ser correcto dentro del error, y esa contradicción marca todo su recorrido posterior.

La historia da un giro cuando, tras ser encarcelado, Jeffrey logra escapar y se esconde en una tienda de juguetes. Desde ese encierro, la película pasa de la tensión del robo a una observación más íntima. La tienda se convierte en su refugio y en su prisión. Desde allí, vigila a los empleados con cámaras y construye una vida paralela, casi infantil, donde juega a ser parte de un mundo que ya le ha expulsado. Esa mezcla de vigilancia, ternura y absurdo define el tono del film: una fábula sobre la invisibilidad. En ese espacio iluminado por fluorescentes y rodeado de objetos pensados para entretener, Cianfrance plantea una reflexión sobre el consumo, la soledad y la imposibilidad de pertenecer a algo. El protagonista se mimetiza con el entorno sin ser visto, y esa invisibilidad, más que protección, se convierte en castigo. Desde esa posición observa la vida ajena como si asistiera a un teatro que ya no le admite entre el público.

El encuentro con Leigh, interpretada por Kirsten Dunst, cambia el ritmo de la película. Ella representa una bondad sencilla, la de quien intenta sostener su vida con fe, trabajo y una calma que apenas disimula el cansancio. Leigh ve en Jeffrey una posibilidad de afecto, aunque esté construida sobre una mentira. Esa relación, que podría caer en la cursilería, Cianfrance la maneja con tacto y sin dramatismo. Entre ellos surge un vínculo que se alimenta tanto del engaño como de la necesidad real de cariño. Él miente sobre su pasado, ella confía sin saber a quién tiene delante, y entre ambos se genera una intimidad frágil que funciona como el corazón de la película. Dunst aporta un tono contenido, sin heroicidad, y Tatum, alejado de sus papeles habituales, encarna a un hombre que se aferra a la ternura como último recurso de redención. Lo que los une no es la pasión sino la carencia, y el director utiliza esa relación para mostrar hasta qué punto las personas buscan refugio incluso en lo que saben que se derrumbará.

Cianfrance construye el relato sin adornos. La fotografía, de luces suaves y colores apagados, acentúa la monotonía del encierro. La tienda se convierte en un espacio casi hipnótico, donde cada pasillo refleja la repetición de una vida sin salida. La dirección evita cualquier efecto visual llamativo y se concentra en el gesto de los cuerpos, en los desplazamientos lentos, en la forma en que los personajes ocupan los huecos de un escenario artificial. La elección de ese entorno no es casual: un templo del consumo convertido en guarida de un marginado resume con precisión la contradicción central de la película. La sociedad que produce abundancia también genera los márgenes donde esa abundancia se convierte en espejismo. En ese sentido, el film actúa como comentario político: muestra cómo la precariedad empuja al delito mientras el sistema observa desde su escaparate iluminado.

El reparto secundario amplía el retrato del entorno social. LaKeith Stanfield encarna al amigo fiel que intenta mantener la lealtad dentro del delito. Peter Dinklage interpreta al encargado de la tienda, un hombre que ejerce su autoridad con torpeza y frustración, símbolo del poder sin poder real. Ben Mendelsohn y Uzo Aduba, desde sus papeles menores, añaden matices sobre la comunidad que rodea a los protagonistas: una mezcla de solidaridad y rutina que apenas disimula el cansancio colectivo. Ningún personaje está idealizado, y eso da a la película una textura real, áspera, coherente con el tipo de humanidad que Cianfrance siempre ha explorado: la que busca sentido dentro del error. Cada figura secundaria sirve para subrayar una idea clara: el crimen no nace del placer, sino de la imposibilidad de sostener una vida digna en un entorno que castiga cualquier desviación.

El ritmo del relato mantiene un equilibrio entre comedia y tristeza. Hay momentos que rozan el absurdo, como cuando Jeffrey improvisa rutinas domésticas dentro de la tienda, o cuando participa en actividades de la iglesia intentando mantener la farsa. Cianfrance utiliza esos pasajes con inteligencia, sin burlarse de su protagonista. Al contrario, los convierte en reflejo de una necesidad de creer en algo, aunque sea una mentira. Esa ironía suave refuerza la empatía hacia un personaje que, pese a sus delitos, conserva una inocencia desarmante. El guion combina el humor seco con una observación social constante. No hay redención final ni castigo ejemplar, solo la sensación de que el personaje ha alcanzado cierta paz al aceptar su condición. Ese cierre, sin épica ni moraleja, encaja con la lógica de un film que entiende el fracaso como forma de existencia.

Cianfrance demuestra una vez más que su fuerza está en la mirada. En lugar de subrayar el drama, se detiene en lo cotidiano: una cena, una conversación en silencio, una cámara que parpadea. Su estilo evita la solemnidad, busca la verdad en los detalles y confía en el espectador. La película se inserta en una línea de cine social que no necesita proclamas para mostrar su crítica. 'Roofman: Un ladrón en el tejado' retrata un país donde la supervivencia moral exige fingir. Lo que parece una comedia de robos acaba siendo un retrato amargo sobre la fragilidad económica y la búsqueda de afecto. En ese terreno, Cianfrance demuestra que el drama contemporáneo puede hablar de injusticia sin convertirla en discurso y de ternura sin caer en sentimentalismo.

El desenlace mantiene la contención que caracteriza toda la obra. Jeffrey enfrenta las consecuencias de su vida con serenidad, sin redención ni derrota. La mirada final hacia Leigh condensa lo que la película ha planteado desde el principio: la imposibilidad de escapar del propio error, pero también la capacidad de hallar sentido dentro del daño. No hay final feliz ni trágico, solo la constatación de que la vida continúa, a veces dentro de un techo prestado, a veces bajo la intemperie. Esa imagen resume la visión de Cianfrance sobre la existencia contemporánea: la de quienes siguen respirando entre los restos de sus decisiones.

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