El silencio que precede a un golpe de suerte suele esconder un precio. En ‘Que así sea’, la calma de los templos budistas se mezcla con el ruido de los billetes y la desesperación de tres jóvenes que ven cómo su proyecto tecnológico se derrumba. Wattanapong Wongwan transforma esa caída en una historia sobre la supervivencia y la culpa dentro de una sociedad que convierte la devoción en mercado. La serie arranca sin prisa, con una dirección que se recrea en la quietud de los espacios, pero pronto muestra el reverso de la fe: un territorio donde el dinero manda más que la meditación. Netflix ha apostado por ampliar su catálogo con esta segunda temporada, que mantiene el aire de intriga del principio y le añade un tono más áspero, casi político, que refleja la descomposición de sus protagonistas mientras intentan recuperar el control de sus vidas.
Los antiguos socios Win, Game y Dear aparecen dispersos, cada uno atrapado en una ruta diferente. Lo que empezó como una aventura compartida se ha convertido en un camino individual donde la solidaridad pesa menos que el miedo. Win parece empeñado en demostrar que todavía puede arreglar lo que destruyó; Game, pragmático, se acomoda a la manipulación de una figura política llamada Ae, hija de un diputado que usa la religión como escaparate; Dear, por su parte, busca un sentido propio, lejos del fraude que la rodea. Wongwan observa a sus personajes como si fuesen piezas de un tablero controlado por otros. La cámara insiste en sus rostros cansados, en los templos convertidos en oficinas de propaganda, en las sonrisas que esconden transacciones. El ritmo es denso, casi administrativo, lo que refuerza la idea de que la espiritualidad se ha burocratizado.
La trama del Árbol Pho resume el núcleo del relato. Una iniciativa para vender hojas simbólicas que prometen mérito espiritual se convierte en la metáfora perfecta del sistema que todo lo convierte en mercancía. Los protagonistas se ven obligados a fingir creencia mientras manipulan la devoción de los demás, y en ese contraste se revelan sus grietas. Dear trata de redimirse creando algo propio, como si bastara con romper el vínculo con sus antiguos compañeros, mientras Win y Game siguen negociando con el poder, atrapados en un circuito donde la culpa se compra y se vende. El director aprovecha esa tensión para mostrar cómo la fe colectiva puede transformarse en espectáculo, y cómo la política se alimenta de esa misma necesidad de creer. Cada episodio aumenta la sensación de que los templos son solo la fachada de un país que mezcla religión y ambición con una naturalidad inquietante.
La dirección opta por un estilo sobrio, con planos amplios que resaltan la fragilidad de los personajes frente a los edificios que deberían protegerlos. Las escenas de los templos, bañadas en luz dorada, contrastan con los interiores donde se negocian contratos y se planean fraudes. No hay heroicidad en el relato, solo persistencia. Wongwan consigue que los espacios hablen más que los diálogos: un silencio prolongado frente a una estatua dice más que cualquier confesión. Frente a otros dramas criminales, la serie prescinde del ritmo frenético y apuesta por una observación detenida que deja ver cómo la codicia se disfraza de caridad. En ese contraste entre calma y corrupción reside su fuerza narrativa.
El peso político de esta temporada es evidente. Ae representa la herencia del poder, una figura que mezcla obediencia familiar y deseo de legitimidad. Su proyecto para reconstruir el templo principal bajo un plan de mérito público es en realidad una operación de control. Los jóvenes protagonistas quedan atrapados entre la manipulación y la supervivencia, sin posibilidad de retorno. Las reuniones, las campañas y los actos religiosos funcionan como actos de propaganda. Wongwan no cae en el sermón moral, simplemente expone el mecanismo con precisión: la religión se convierte en herramienta de dominio y la caridad en fachada. La crítica social se articula a través de pequeñas escenas, miradas cómplices o conversaciones que exponen cómo la fe se usa para mantener el poder donde siempre ha estado.
El reparto transmite esa tensión con una naturalidad impecable. Win encarna la impotencia de quien desea reparar lo que ha destruido; Dear se muestra decidida, pero vulnerable; Game representa el pragmatismo de quien asume que el mundo funciona mejor cuando uno se adapta. Ninguno busca redención, solo equilibrio. El monje Dol, con su tránsito fuera del templo, aporta un contraste que amplía la lectura de la serie: su silencio no es sabiduría, sino cansancio. La dirección se apoya en esa contención para construir una atmósfera de agotamiento general, donde cada gesto encierra una negociación interior. La serie mantiene un pulso entre acción y quietud que hace visible la erosión moral de los personajes sin necesidad de grandes escenas.
La estética combina realismo y artificio con coherencia. Los templos se muestran como lugares vivos, llenos de color, pero rodeados de una modernidad que los ahoga. La cámara se detiene en los móviles, los carteles luminosos y las pantallas donde se cuentan donaciones. Todo recuerda que el negocio está tan institucionalizado como cualquier empresa. La música apenas se percibe, repetitiva, casi ritual, reforzando la idea de que los personajes están atrapados en un ciclo que nunca se rompe. Cada episodio avanza con un ritmo medido, mostrando la degradación ética como una rutina diaria. Netflix ofrece así una serie que utiliza el formato del thriller tailandés para retratar una realidad política y cultural que no necesita artificio para resultar inquietante.
‘Que así sea’ termina mostrando un mundo donde la fe, la política y la economía se confunden hasta volverse indistinguibles. Los personajes intentan conservar una parte de sí mismos, pero todo lo que tocan se convierte en transacción. La dirección elige la mirada sobre el juicio, dejando que los hechos hablen. En la superficie, la serie cuenta un fraude; en el fondo, retrata un país que vive entre el deseo de creer y el miedo a hacerlo. Wongwan consigue que ese dilema se mantenga vivo hasta el último plano, cuando el silencio de los templos parece más el ruido de un sistema que se repite que una promesa de calma.
