La televisión española lleva un tiempo buscando fórmulas que logren retratar la vida cotidiana sin forzar artificios grandilocuentes. En ese terreno se instala ‘Poquita fe’, una propuesta de Pepón Montero y Juan Maidagán que regresa con su segunda temporada en Movistar Plus+. Ambos guionistas, con una larga trayectoria vinculada al humor absurdo y al retrato de lo cercano, han encontrado en esta serie un vehículo narrativo muy particular, con episodios breves que condensan conflictos reconocibles, gestos de ternura inesperada y un barrio que funciona como escenario y personaje al mismo tiempo. El resultado prolonga la senda iniciada en 2023, consolidando un tono muy característico dentro de la ficción televisiva actual.
El punto de partida de esta nueva tanda de capítulos se centra en un asunto que atraviesa a gran parte de la sociedad española: el acceso a la vivienda. José Ramón y Berta, encarnados por Raúl Cimas y Esperanza Pedreño, pierden el piso donde residían y se ven obligados a una mudanza forzada a casa de los suegros. Este desplazamiento activa una cadena de tensiones familiares y vecinales que funcionan como motor narrativo. No se trata de grandes dramas, sino de la sucesión de incomodidades diarias que terminan configurando una comedia donde lo risible convive con un trasfondo de precariedad. Los guionistas aprovechan este marco para dibujar una sátira reconocible, que convierte cada conversación de ascensor o cada comida en familia en un pequeño laboratorio de contradicciones sociales.
La pareja protagonista sostiene el peso de la trama con una química que se ha afianzado con el tiempo. Cimas y Pedreño representan a dos personajes desorientados que intentan mantener su relación en un contexto adverso, con rutinas que se complican por la presencia constante de parientes y vecinos. Su torpeza, más que defectos individuales, se erige como un reflejo de la inseguridad generalizada que rodea a quienes luchan por conservar una cierta estabilidad. El humor se construye a partir de sus titubeos, de las frases dichas en el momento menos oportuno y de esa capacidad para agrandar lo banal hasta convertirlo en situación desbordante.
Alrededor de ellos se despliega un abanico coral que otorga dinamismo a cada capítulo. Los padres de Berta, interpretados por María Jesús Hoyos y Juan Lombardero, actúan como contrapunto generacional, mientras que la hermana del personaje femenino, encarnada por Julia de Castro, introduce tramas que bordean el caos doméstico. A ello se suma la presencia de amigos extravagantes, compañeros de trabajo con obsesiones desquiciadas y un vecino que roza lo delirante. Todos estos elementos componen un mosaico donde lo ridículo de cada individuo se suma a un retrato colectivo sobre las dificultades para convivir en espacios reducidos y bajo tensiones económicas.
El formato mantiene su duración reducida, con episodios que rondan el cuarto de hora y que invitan a un consumo casi inmediato. Esta decisión responde tanto a una apuesta estética como a la adaptación a los hábitos de visionado contemporáneos, en los que las series de larga duración encuentran mayores barreras. El montaje fragmenta las escenas en piezas breves, con entrevistas a cámara que refuerzan la idea de falso documental y aportan un tono de cercanía. Lejos de ser un simple recurso, este estilo permite que los personajes se desahoguen directamente ante el espectador, ampliando la complicidad y potenciando la ironía de cada situación.
El humor de ‘Poquita fe’ se caracteriza por un equilibrio entre lo absurdo y lo costumbrista. Los creadores se apoyan en gags repetidos, como jerséis imposibles o comentarios fuera de lugar, pero al mismo tiempo elaboran secuencias que retratan las tensiones más actuales: la carestía del mercado inmobiliario, la dependencia familiar forzada, la soledad disfrazada de vida social hiperactiva. Esa mezcla convierte a la serie en un retrato del presente que, aunque se ambienta en un barrio concreto como Moratalaz, podría extrapolarse a cualquier otra ciudad. De ahí que su adaptación internacional no resulte extraña: las dificultades de pareja, la convivencia con parientes o el vecino inoportuno son materiales universales.
En términos políticos, la serie introduce un trasfondo que conecta con un malestar social evidente. El problema de la vivienda, convertido en eje de esta temporada, refleja una herida compartida por gran parte de la población. Montero y Maidagán trasladan esa situación a la comedia sin caer en discursos explícitos, utilizando la risa como mecanismo para soportar lo desagradable. De ese modo, la ficción adquiere una doble lectura: mientras los espectadores se divierten con los tropiezos de la pareja, al mismo tiempo reconocen en esas peripecias la crudeza de una realidad común.
La dirección artística refuerza este planteamiento con escenarios reconocibles: pisos pequeños, bares de barrio, oficinas grises y calles impersonales que sirven como telón de fondo de unos personajes que parecen siempre fuera de lugar. La fotografía evita adornos excesivos y se ajusta al tono de cercanía que la serie necesita, potenciando la idea de que la cámara podría estar grabando cualquier conversación doméstica. Todo ello crea una sensación de inmediatez que contribuye a que los espectadores se vean reflejados en lo que sucede en pantalla.
La segunda temporada amplía el protagonismo de los secundarios y diversifica las situaciones. Episodios en los que aparecen nuevas figuras, como el peculiar Tinín interpretado por Eduardo Antuña, demuestran la capacidad de los creadores para renovar el material sin abandonar la esencia de la propuesta. La trama se expande hacia entornos laborales, consultas de terapia o fiestas improvisadas en pisos diminutos, generando un catálogo de escenas que oscilan entre la sátira social y el absurdo cotidiano. Esa versatilidad evita la repetición y otorga a cada capítulo un tono propio.
Dentro de un panorama televisivo donde abundan producciones de gran presupuesto, ‘Poquita fe’ apuesta por la sencillez técnica y la fuerza del guion. Los diálogos cortos, cargados de silencios significativos, marcan el ritmo de una serie que se siente ligera en su formato pero cargada de matices en su retrato social. La comedia aquí surge de lo incompleto, de lo incómodo, de la torpeza de quienes intentan sostener una vida corriente y se encuentran con obstáculos que parecen desproporcionados. Ese contraste se convierte en la esencia de la serie y en la clave de su permanencia en la memoria del público.
Montero y Maidagán demuestran que un humor aparentemente modesto puede ofrecer una mirada incisiva sobre nuestra época. En esta temporada, la convivencia forzada, el hacinamiento familiar y las rutinas laborales conforman un material que, lejos de agotarse, se renueva con cada episodio. La pareja protagonista simboliza una resistencia a través de lo mínimo, mientras el resto de personajes expone los desajustes de una sociedad que se ríe de sus propios fracasos para soportarlos.
La temporada confirma que ‘Poquita fe’ ha consolidado un lugar propio dentro de la ficción televisiva en España. Su éxito, traducido en premios y en la atención de figuras públicas, responde a una combinación de humor absurdo y mirada realista que conecta con audiencias diversas. No se trata de una serie que busque grandes gestas narrativas, sino de un retrato de lo cercano, de la incomodidad cotidiana convertida en materia de comedia. En esa fórmula reside su fuerza, y es lo que convierte esta segunda entrega en una continuación sólida, capaz de expandir su universo sin perder la esencia que la hizo reconocible desde el inicio.