Cine y series

Pequeños calvarios

Javier Polo Gandía

2025



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El reloj suena en una ciudad que se confunde con el eco de sus habitantes. En ese espacio donde el tiempo se convierte en un ruido constante, Javier Polo construye ‘Pequeños calvarios’, una comedia coral que se desarrolla como un engranaje en el que cada pieza, por mínima que parezca, acaba afectando a las demás. La figura del relojero, interpretada por Pablo Molinero, actúa como eje simbólico de ese mecanismo narrativo. Desde su taller, rodeado de relojes que marcan diferentes horas, escucha un programa de radio en el que distintas voces exponen sus miserias cotidianas. A partir de esas confesiones, interviene de manera silenciosa en las vidas de los oyentes, convirtiéndose en un intermediario entre la rutina y la ruptura. Esa estructura permite a Polo explorar las grietas de un entorno urbano saturado de soledad, ansiedad y deseo de control, donde cada individuo vive bajo la ilusión de que todo se sostiene gracias a un orden aparente.

La dirección de Polo se apoya en una puesta en escena que privilegia la geometría, los colores intensos y una composición cuidada. La fotografía de Beatriz Sastre acentúa la artificialidad de los espacios, como si cada escena perteneciera a una maqueta. Ese artificio no busca distanciar, sino reflejar la falsedad de un mundo que intenta ocultar su vacío bajo una capa de brillo. Las tonalidades pastel y los contrastes visuales generan un clima entre lo cómico y lo perturbador, mientras el montaje alterna la calma y la precipitación con precisión de relojero. En esa coreografía se percibe una intención crítica hacia la sociedad de la eficiencia, en la que todo se mide, se calcula y se programa, incluso los afectos. El estilo visual se convierte así en una extensión del discurso narrativo, donde la obsesión por el control acaba devorando a los propios personajes.

Cada episodio de ‘Pequeños calvarios’ se sostiene en un conflicto íntimo que revela un malestar colectivo. En el primer relato, la desaparición de un perro sirve de catalizador para una pareja que ha perdido la conexión afectiva. La mascota representa el último vínculo entre ambos, y su ausencia destapa el vacío sentimental que se disfraza de rutina. En la segunda historia, un hombre convencido de que su cuerpo está condenado convoca a sus amigos para despedirse. La reunión se transforma en un banquete absurdo, un simulacro de funeral en vida que ridiculiza la manera en que el miedo se convierte en espectáculo. La tercera trama presenta a una instructora de yoga que presume de equilibrio interior hasta que una vecina altera su calma, revelando la fragilidad de esa supuesta armonía espiritual. Por último, un hombre que busca aislarse en un camping se ve arrastrado por la presión social de los demás campistas, un retrato del impulso gregario que aplasta la individualidad bajo la etiqueta de la normalidad.

La idea del tiempo recorre cada una de esas historias. El relojero no sólo repara objetos, también manipula destinos. El concepto de reparación adquiere un sentido simbólico: intentar ajustar la maquinaria de la vida cuando sus engranajes se han deformado. Polo utiliza ese motivo para reflexionar sobre la obsesión contemporánea por arreglarlo todo, incluso lo que pertenece al terreno de lo incontrolable. La película se adentra en la frontera entre el deseo de mantener el orden y la imposibilidad de conseguirlo. Los personajes intentan detener el deterioro de sus vínculos o de su propio cuerpo, pero la acción del relojero demuestra que cada intento de corrección genera una distorsión mayor. El relato adquiere así un tono moral y político, donde la idea de intervención se relaciona con una cultura que busca dirigir la conducta ajena bajo la apariencia de ayuda o empatía.

El humor actúa como herramienta de disección. Polo utiliza la comedia para revelar el absurdo de las dinámicas sociales contemporáneas: la necesidad de mostrarse perfecto, el culto al bienestar, la obsesión por la productividad emocional. Las escenas de apariencia ligera esconden un diagnóstico amargo sobre una sociedad que transforma los problemas personales en mercancía. Las llamadas al programa de radio funcionan como confesiones públicas, convertidas en entretenimiento para un oyente invisible. Esa exposición de la intimidad reproduce los mecanismos de los medios de comunicación, donde la vulnerabilidad se traduce en espectáculo. En ese sentido, la película examina el modo en que la comunicación mediática sustituye el contacto real y cómo la empatía se convierte en un acto automatizado, programado por la inercia del consumo de historias ajenas.

El elenco encarna con precisión ese retrato coral. Pablo Molinero dota al relojero de un aire mecánico, como si su cuerpo siguiera el ritmo de los engranajes que manipula. Enrique Arce, Andrea Duro, Vito Sanz y Marta Belenguer ofrecen interpretaciones que oscilan entre lo grotesco y lo reconocible, reflejando un catálogo de obsesiones comunes. Ninguno de los personajes busca redención; más bien se presentan atrapados en un bucle donde el humor se convierte en una forma de resistencia. Esa elección interpretativa refuerza la tesis de Polo: la comedia no funciona como alivio, sino como espejo deformante que permite observar la descomposición moral con cierta distancia. La risa aparece contaminada por la incomodidad, como si cada carcajada recordara la imposibilidad de escapar de los propios hábitos.

El guion, firmado junto a Guillermo Guerrero, Enric Pardo y David Pascual, plantea un equilibrio entre sátira y fábula moral. A través de la estructura episódica, Polo consigue articular una red de situaciones que, aunque independientes, comparten una misma atmósfera de desasosiego. El programa de radio actúa como conector simbólico, un hilo invisible que atraviesa todas las historias y las devuelve al origen común: la necesidad de ser escuchado. Esa estrategia narrativa recuerda a las películas corales del realismo irónico europeo de los setenta, donde directores como Ettore Scola o Marco Ferreri exploraban la decadencia social mediante personajes atrapados entre la caricatura y la desesperación. Polo retoma ese legado desde una óptica mediterránea, con un tono que combina ligereza formal y densidad conceptual.

El universo sonoro merece atención especial. La radio que se escucha de fondo en múltiples escenas se convierte en una textura narrativa más, una especie de coro urbano que acompaña las decisiones de los personajes. Las voces se superponen al ruido de los relojes, a los diálogos entrecortados, a los silencios prolongados. Ese diseño auditivo contribuye a la sensación de encierro y a la idea de vigilancia constante. El espectador percibe que el tiempo, la comunicación y la identidad funcionan como dimensiones interdependientes en un entorno donde todo se acelera sin rumbo. En esa maraña de sonidos y colores, el director plantea una mirada irónica sobre la modernidad: un espacio saturado de información que genera incomunicación.

La película plantea además una lectura política sobre la alienación en las sociedades urbanas. Los personajes viven rodeados de comodidades materiales, pero su vida interior se reduce a la gestión de ansiedades y a la búsqueda compulsiva de bienestar. La comedia, en ese sentido, actúa como un retrato de clase media que ha perdido la capacidad de soportar el silencio. La idea del relojero como manipulador del tiempo puede entenderse como una metáfora del sistema que impone ritmos de producción y consumo a los que los individuos se someten sin resistencia. La risa se convierte en una forma de domesticación colectiva, un anestésico que disfraza la angustia bajo la apariencia de normalidad.

El desenlace se presenta como un ciclo que se reinicia. El relojero, tras intervenir en las vidas de los demás, regresa a su taller y continúa escuchando las llamadas. Ese retorno al punto de partida refuerza la noción de repetición y rutina. Nada cambia, todo se ajusta para volver a funcionar dentro de un engranaje imperfecto. Polo elabora así una parábola sobre la imposibilidad de escapar del ritmo impuesto por el tiempo social, donde la reparación sólo sirve para prolongar la avería. La película concluye con la imagen de un reloj que marca la hora exacta en la que nada parece avanzar, una representación de la inercia contemporánea y del esfuerzo inútil por encontrar sentido en lo cotidiano.

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