El amanecer sobre San Francisco, en 'Outerlands', no parece un comienzo sino una repetición cansada de días parecidos. Elena Oxman abre su película con esa sensación de desgaste urbano que impregna los márgenes de una ciudad devorada por el progreso. No hay épica en su mirada, solo una observación serena de cómo los cuerpos intentan encajar en un entorno que ha dejado de reconocerlos. Cass, la protagonista interpretade por Asia Kate Dillon, vive entre turnos mal pagados, habitaciones pequeñas y silencios que pesan más que las palabras. Desde ahí, Oxman levanta una historia que combina lo íntimo con lo político, lo cotidiano con lo que se resiste a desaparecer. La directora, sin recurrir a golpes de efecto, propone un retrato de supervivencia que nunca se mira a sí mismo con complacencia, y eso le da a la película una fuerza inesperada, casi contenida.
Cass encadena trabajos precarios en una ciudad donde las oportunidades se evaporan a la velocidad de los alquileres. Cuida de otros mientras apenas consigue cuidarse. Un día, la desaparición de su compañera de trabajo Kalli le deja a cargo de Ari, su hija pequeña. Ese encuentro cambia el rumbo del relato: lo que parecía una vida sin dirección adquiere un movimiento interno. Cass y Ari forman una pareja improbable, unida por la necesidad y el miedo al abandono. Oxman filma esa convivencia sin sentimentalismo, deteniéndose en los momentos incómodos, en los gestos torpes con los que ambas aprenden a tolerarse. Lo que al principio es vigilancia mutua se transforma en confianza y después en una suerte de familia improvisada. Esa transformación, más que cualquier giro argumental, marca el corazón de la película.
La historia se sostiene sobre un paisaje que también se desmorona. San Francisco, filmada con precisión por Lucia Zavarcikova, aparece como una ciudad descompuesta, dividida entre el lujo y la ruina. Los planos de calles casi vacías, tiendas cerradas y viviendas con fachadas desconchadas convierten el entorno en un espejo del estado emocional de los personajes. Cass representa a quienes han quedado fuera del sueño urbano: personas desplazadas, invisibles, arrinconadas por la especulación. La película nunca convierte ese tema en denuncia directa, pero deja ver su dimensión política a través de los cuerpos que resisten. En cada plano se percibe una pregunta sobre el lugar que ocupan las vidas precarias en un sistema que solo premia la rentabilidad. En ese sentido, 'Outerlands' traza una reflexión sobre la desigualdad que no se formula en discursos, sino en la mirada cansada de Cass al final de una jornada.
Ari, interpretada por Ridley Asha Bateman, aporta el contrapunto. Su carácter, duro y desconfiado, es el resultado de un abandono repetido. Oxman no la muestra como víctima, sino como alguien que ha aprendido demasiado pronto a sobrevivir sola. Cass, por su parte, carga con un pasado difuso que se adivina en los objetos de su apartamento y en las llamadas que evita contestar. La convivencia entre ambas expone sus heridas comunes: la falta de afecto, la desconfianza en los demás, la dificultad para construir algo que dure. Ese vínculo, lejos de resolverse en una reconciliación dulce, avanza entre pequeñas derrotas y momentos de ternura contenida. La directora confía en los silencios, en los ruidos de fondo, en las respiraciones cruzadas que sustituyen a los diálogos. Así consigue una tensión constante que mantiene viva la atención del espectador.
La película encuentra su ritmo en la repetición: desplazamientos, horarios, turnos, trayectos en autobús. Oxman convierte la rutina en una forma de resistencia, y ese gesto político da coherencia a toda la obra. Cass no tiene un gran plan ni una meta clara; su triunfo consiste en seguir. En eso se reconoce la voluntad de la directora de narrar sin artificio, dejando que las acciones hablen por sí solas. El guion evita las frases grandilocuentes y se apoya en la observación. Ese tono recuerda al cine de Kelly Reichardt, aunque Oxman evita la nostalgia y se mueve con una precisión más seca, más directa. La cámara no busca belleza en el sufrimiento, sino verdad en los gestos comunes.
La dirección de Oxman demuestra un control riguroso del tiempo y del espacio. Cada encuadre parece pensado para expresar aislamiento o vínculo según la distancia entre los personajes. En los interiores, la cámara se mantiene cerca, obligando a compartir el aire que Cass y Ari respiran. En el exterior, en cambio, se aleja hasta mostrar la insignificancia de ambos frente al paisaje urbano. Esa alternancia crea una respiración visual que sostiene la narración. La música de Lena Raine introduce un contraste delicado: sus notas, a medio camino entre lo electrónico y lo coral, acompañan los momentos en que la película se permite un respiro. Esos pasajes no alivian el peso del relato, pero lo equilibran. Permiten que la dureza del entorno conviva con la posibilidad del afecto.
En los márgenes de la trama principal aparecen figuras que amplían el retrato social. Emile, un compañere de trabajo con humor resignado, y Denise, la empleada del banco que ofrece consejos con una mezcla de frialdad y afecto, aportan capas al mundo de Cass. Son personajes secundarios que no buscan protagonismo, pero cuya presencia concreta el tejido comunitario que todavía sobrevive en los márgenes. Es en esos encuentros breves donde la película muestra su mirada más política: la idea de que la solidaridad no desaparece del todo, aunque la ciudad la empuje a los bordes. Oxman evita el pesimismo y apuesta por una esperanza discreta, casi escondida, que se intuye más que se enuncia.
Hacia el final, Cass enfrenta la posibilidad de marcharse. La ciudad que la expulsó parece pedirle que permanezca, como si su resistencia tuviera un valor simbólico. Ari, mientras tanto, se adapta a una rutina que ya no depende del retorno de su madre. La despedida entre ambas no funciona como clímax dramático, sino como un gesto de madurez. Cass comprende que cuidar también implica saber soltar. La película termina sin cerrar del todo, dejando abierta la sensación de movimiento. San Francisco se queda atrás, pero el vínculo entre ambas personajes persiste, invisible, en ese espacio donde la memoria se convierte en territorio.
'Outerlands' se sostiene sobre la honestidad de su mirada y la claridad con que expone sus temas. Habla de la precariedad, de la soledad, del deseo de pertenecer, y lo hace sin adornos ni frases impostadas. Su valor radica en la capacidad de construir emociones a partir de lo concreto, sin necesidad de subrayar nada. Oxman demuestra que el cine independiente puede ser político desde la observación, y que la empatía no necesita de grandes discursos. La historia de Cass y Ari se convierte, así, en una parábola sobre cómo sostener la vida en los márgenes sin renunciar a la dignidad. Una película que elige la calma como forma de resistencia frente a un mundo cada vez más inhóspito.
'Outerlands' ha sido proyectada en la más reciente edición de Queercinemad.
