Una historia comienza con un silencio, y en 'Ojalá me lo hubieras dicho' ese silencio nace del vacío que deja una muerte. Desde ahí, Shaira Advincula levanta una película que no necesita ornamentos para hablar de lo que más incomoda: el peso del secreto dentro de una familia y la forma en que la religión puede moldear los afectos hasta deformarlos. La cinta, distribuida por Netflix, avanza con una calma que engaña, porque debajo de esa serenidad late una historia de ruptura y descubrimiento. La directora filipina se apoya en los paisajes de su país y en los de España para unir dos territorios que son, en realidad, reflejos de una misma culpa: la del amor escondido y la fe que impone silencio.
El argumento se sostiene en un punto de partida sencillo: un hijo, Seph, interpretado por Juan Karlos Labajo, pierde a su padre y al ordenar sus pertenencias encuentra un conjunto de cartas que abren un mundo desconocido. Esas cartas revelan que el hombre, fervoroso creyente y figura respetada dentro de su comunidad, había mantenido una relación sentimental con otro hombre. Ese descubrimiento desmonta todo lo que el joven creía sobre su familia y sobre sí mismo. A partir de ahí, la película se convierte en un viaje literal y emocional, donde la búsqueda del destinatario de esas cartas se mezcla con una revisión de las convicciones heredadas. Shaira Advincula y Clarisse Grajo escriben un guion que evita el dramatismo fácil y se centra en cómo el hijo asimila la vida que su padre nunca pudo vivir.
La dirección de Advincula muestra una contención poco habitual en las producciones actuales. Cada escena está medida para que la emoción surja del contraste entre lo que se calla y lo que se recuerda. Las cartas funcionan como un mapa íntimo, y cada palabra escrita es una grieta en la imagen del padre ejemplar. Al mismo tiempo, la figura del hijo se construye desde la duda. El viaje de Filipinas a España no solo es geográfico: es una huida de las certezas y una confrontación con el propio reflejo. El personaje principal deja de ser un predicador convencido para convertirse en alguien que empieza a mirar el mundo sin la lente de la doctrina. Esa transformación, lenta pero firme, constituye el corazón de la película.
La fotografía de Kara Moreno añade una dimensión emocional sin recurrir al artificio. Filipinas aparece con una luz húmeda y densa, casi doméstica, mientras España se muestra abierta, limpia, llena de aire. No es una comparación cultural, sino una traducción visual de lo que siente el protagonista. En su país, todo está marcado por la tradición y la mirada de los demás; en Europa, en cambio, encuentra el eco de lo que su padre anhelaba. La cámara evita el sentimentalismo y observa los cuerpos con respeto, como si temiera alterar lo que filma. Cada plano parece construido para permitir que la memoria respire. Esa elección convierte la película en un retrato pausado y a la vez muy preciso sobre cómo la identidad se forma a partir de lo que se oculta.
El personaje de Otep, interpretado por JC Santos, representa una generación entera educada en la represión. Su historia de amor, mantenida por correspondencia, muestra el miedo constante a ser descubierto y la necesidad de disfrazar el deseo bajo la apariencia de obediencia. La película no lo presenta como víctima ni como héroe, sino como alguien atrapado entre la devoción y la verdad. Ese matiz es esencial para comprender la propuesta de Advincula: más que juzgar, su cámara observa cómo el dogma se impone sobre la libertad emocional. El viaje de Seph, entonces, se convierte en un intento de liberarse de esa herencia. En España no busca solo al amante de su padre, sino una manera de reconciliar su fe con el amor que nunca se le enseñó a aceptar.
Las interpretaciones sostienen ese equilibrio entre pudor y sinceridad. Labajo transmite la confusión del hijo con gestos breves, miradas detenidas y silencios que pesan más que cualquier diálogo. JC Santos dota al padre de una vulnerabilidad que evita el melodrama. La química entre ambos se construye a través de los recuerdos, no de los encuentros. Rosanna Roces, como madre, encarna la rigidez de una moral que prefiere ignorar antes que comprender, y su presencia funciona como contrapunto al viaje de apertura que realiza el hijo. Cada personaje ocupa un lugar dentro del círculo moral que la película expone: la familia, la iglesia, la comunidad. Ninguno es malvado en sentido estricto, pero todos participan de una estructura que castiga la diferencia.
El trabajo de sonido acompaña la contención general de la película. La música, discreta y casi invisible, actúa como una prolongación de los pensamientos del protagonista. Hay una secuencia en la que Seph lee las cartas junto a un campo de olivos y el sonido del viento sustituye cualquier diálogo. Esa escena resume el espíritu de la película: lo que no se dice pesa tanto como lo que se dice. Advincula utiliza el silencio como una forma de verdad. Frente a tantas producciones que buscan explicar cada emoción, aquí la directora confía en la mirada del espectador para completar el sentido. Esa confianza convierte el relato en algo más honesto, más cercano a lo que significa convivir con lo que nunca se dijo en voz alta.
A nivel moral, 'Ojalá me lo hubieras dicho' expone el daño que produce una educación basada en la culpa. El hijo no solo descubre que su padre vivió una vida paralela, sino que empieza a entender que la fe, usada como límite, puede deformar el amor en vergüenza. La película sugiere que la verdadera redención llega cuando uno acepta la complejidad del otro, sin pedir perdón ni permiso. En ese sentido, Advincula se acerca al tono de directores como Hirokazu Kore-eda o Céline Sciamma, capaces de mirar el conflicto familiar con una sensibilidad seca pero comprensiva. Cada escena avanza con la precisión de un recuerdo que se vuelve nítido después de años de negarlo.
'Ojalá me lo hubieras dicho' se convierte en una reflexión sobre el peso de los secretos y la forma en que la memoria reescribe la historia familiar. Su directora entiende que los afectos no desaparecen con la muerte, sino que siguen transformándose en quienes quedan. Las cartas del padre funcionan como una herencia incómoda, pero también como un acto de amor hacia el hijo que debía conocerlo tal cual fue. La película habla de esa necesidad de mirar atrás sin rencor y de encontrar en el pasado una forma de paz que no depende del perdón. Es un relato sobre la comprensión y sobre cómo el amor, cuando deja de ocultarse, ilumina incluso las heridas más antiguas.
