Las luces parpadean sobre una casa tejida de rutina. Entre villancicos y olor a pavo, Claire Clauster organiza el enésimo banquete familiar mientras intenta mantener a flote un hogar que parece necesitarla más que quererla. En ‘Oh. What. Fun.’, Michael Showalter transforma el espíritu navideño en un laboratorio emocional donde las convenciones familiares revelan sus grietas más persistentes. Lo que podría parecer una comedia festiva sobre madres abnegadas se convierte en una observación serena del cansancio acumulado que deja el amor entendido como servicio. La película, estrenada en Amazon Prime Video, se presenta con una textura de comedia amable, pero debajo late un retrato áspero de cómo la familia contemporánea convierte el afecto en rutina y el sacrificio en hábito.
El punto de partida resulta tan reconocible que casi incomoda. Claire, interpretada por Michelle Pfeiffer, prepara cada detalle de la celebración navideña mientras su marido y sus hijos se mueven por la casa como si los cuidados se generaran solos. Ninguno parece reparar en el trabajo invisible que sostiene esa armonía aparente. La cámara de Showalter recorre la vivienda con calma, observando más que narrando. Esa distancia refuerza la sensación de agotamiento que impregna cada gesto de la protagonista. La película no busca dramatismo, sino una verdad cotidiana: la del esfuerzo que se da por descontado. Cada secuencia sugiere que el amor doméstico, cuando se confunde con obligación, termina desdibujando la identidad de quien lo ejerce.
La trama se desplaza de lo previsible hacia la ironía cuando Claire decide marcharse. Esa huida, sin escándalos ni lágrimas, cambia el tono de la historia. No se trata de un arrebato ni de una redención, sino de una pausa necesaria. Al abandonar la casa, Claire se libera de un sistema familiar que la consume mientras finge necesitarla. Showalter evita los lugares comunes del viaje interior y se centra en el paisaje banal del desplazamiento: gasolineras, moteles, conversaciones con desconocidos. El trayecto no promete epifanías, solo la posibilidad de respirar sin servir a nadie. Esa quietud es la mayor declaración política del filme: la renuncia a seguir sosteniendo el orden que la asfixia.
El guion, firmado por Showalter junto a Chandler Baker, utiliza la comedia para apuntar hacia un malestar moral y social. La película no denuncia explícitamente, pero cada escena contiene una crítica al reparto desigual de los cuidados y al peso cultural que recae sobre las madres. Claire no busca reconocimiento público ni venganza, solo un respiro frente al ruido de los suyos. Su cansancio refleja una estructura que premia la entrega y castiga el deseo de descanso. En esa lectura, el filme se alinea con una sensibilidad contemporánea que entiende el hogar no como refugio sino como territorio de desigualdad emocional. La dirección refuerza esa lectura con espacios ordenados, luces suaves y colores que transmiten bienestar mientras enmascaran el vacío.
Los personajes que rodean a Claire funcionan como espejos deformantes de su vida. Channing, la hija mayor interpretada por Felicity Jones, reproduce los patrones de agotamiento de su madre sin advertirlo. Taylor, encarnada por Chloë Grace Moretz, se rebela desde la ligereza, aunque su inconsciencia termina siendo otra forma de dependencia. Sammy, el hijo pequeño, aparece como el ejemplo de cómo la comodidad puede nublar la empatía. Incluso Nick, el marido que Denis Leary compone con gesto complacido, encarna la pasividad convertida en costumbre. Ninguno actúa desde la maldad, y ahí radica la fuerza del retrato: el daño cotidiano se perpetúa precisamente porque todos creen comportarse con normalidad.
La película alcanza su tramo más significativo cuando Claire, lejos de su familia, se enfrenta a su propia invisibilidad. En una secuencia en un motel, comparte habitación con una camionera interpretada por Danielle Brooks. Ese encuentro fugaz, lleno de pequeñas torpezas y silencios, resume la intención del director: mostrar que el cansancio de una mujer no es un drama individual, sino un síntoma compartido por muchas. A través de esos episodios, la película adquiere una lectura social más amplia, donde el desencanto femenino se mezcla con la necesidad de sentido en una cultura que valora el sacrificio y desprecia la pausa.
El humor atraviesa la historia como una corriente intermitente. Algunas situaciones rozan lo absurdo, pero lejos de buscar la risa, Showalter utiliza la comicidad como válvula de escape. Las secuencias más extravagantes, como la del concurso televisivo conducido por el personaje de Eva Longoria, funcionan como metáforas del espectáculo en que se convierte la autoafirmación femenina cuando se mide con las reglas del consumo. La televisión, convertida en templo de la aprobación, le ofrece a Claire un reflejo distorsionado de sí misma. Esa ironía sostiene buena parte del interés del filme, que juega a moverse entre la crítica social y la parodia del entretenimiento navideño.
El cierre propone una reconciliación que se siente provisional. Claire regresa al hogar, las luces se encienden, la familia sonríe, pero el espectador ya conoce el peso que esas sonrisas esconden. No se percibe una verdadera transformación, sino la aceptación de que el equilibrio doméstico se sostiene sobre la resignación. Showalter elige la calma en lugar del estallido, y ese gesto final resume la lógica del relato: nada se resuelve del todo, solo se acomoda. La película deja flotando una sensación de familiaridad incómoda, como si mostrara lo que sucede cuando la costumbre se confunde con cariño.
La interpretación de Michelle Pfeiffer aporta la hondura que la película necesita. Su actuación evita los extremos y se apoya en gestos mínimos: un silencio sostenido, una mirada desviada, una sonrisa que no llega a nacer. Su Claire no busca lástima ni admiración; encarna la fatiga como forma de vida. Esa sobriedad actoral permite que el espectador perciba la dimensión más amarga del relato sin necesidad de subrayados. Showalter confía en su protagonista y le concede el espacio necesario para construir un personaje que respira frustración y dignidad a partes iguales.
‘Oh. What. Fun.’ no pretende reinventar el cine navideño, pero lo usa como espejo para observar cómo las estructuras afectivas se mantienen por inercia. Su tono tranquilo y su humor discreto pueden desorientar a quien espere fuegos artificiales, pero precisamente ahí reside su mérito: en transformar la ligereza en observación. La película no exige lágrimas ni carcajadas, solo atención. Lo que muestra no es una familia disfuncional, sino una sociedad entera acostumbrada a confundir el amor con el servicio, la compañía con la carga y la celebración con el deber. En ese retrato de una felicidad aprendida, Showalter construye un espejo incómodo donde cada espectador puede reconocerse.
