Una celda de piedra, un reloj detenido y un silencio que parece pedir permiso para respirar. Así comienza 'Núremberg', el drama de James Vanderbilt que examina los días posteriores al colapso del nazismo sin adornos ni eufemismos. Su mirada se fija en la maquinaria que intentó juzgar lo que apenas podía comprenderse, más que en el estruendo de la guerra. Vanderbilt, que ya había demostrado habilidad narrativa en 'Zodiac', construye aquí un relato que se mueve entre la memoria y la razón. Su cámara observa sin sentimentalismo, retratando a los hombres encargados de dictar justicia y a quienes encarnaron la perversión del poder. El filme, distribuido por Sony Pictures Classics, se mueve con la elegancia de un juicio público donde las luces desnudan más que iluminan.
El corazón del argumento late en el diálogo entre Hermann Göring y el psiquiatra Douglas Kelley. Russell Crowe interpreta a Göring con un aplomo que hiela, componiendo un personaje que alterna el sarcasmo y la frialdad del cálculo político. Rami Malek, en cambio, da vida a Kelley con una curiosidad que se transforma en obsesión. Sus encuentros, desarrollados entre la claustrofobia de la celda y la vigilancia de los guardias, marcan el pulso del film. El psiquiatra busca un diagnóstico y termina tropezando con su propio reflejo. Göring manipula, seduce con el discurso, convierte cada entrevista en una partida de ajedrez donde la verdad es solo una pieza más del tablero. La película no convierte ese duelo en espectáculo, sino en un espejo que obliga a pensar hasta qué punto la razón puede convivir con la barbarie.
La dirección mantiene un tono firme, sin recurrir a adornos ni heroicidades. Vanderbilt reconstruye el ambiente de la prisión y del tribunal como si el tiempo se hubiera detenido allí. Michael Shannon encarna al juez Jackson, empeñado en legitimar la justicia internacional frente a quienes preferían la venganza inmediata. El filme plantea la tensión entre castigo y justicia como el verdadero centro moral del relato. En esa pugna se desliza también la política: la confrontación de los Aliados, el equilibrio de poder entre Estados Unidos, Reino Unido y la Unión Soviética, y la necesidad de escenificar la justicia para una opinión pública ávida de certezas. El director expone ese teatro judicial con precisión quirúrgica, como si cada palabra pronunciada en el tribunal pesara lo mismo que una sentencia.
A medida que avanza la historia, el interés se concentra en la capacidad del lenguaje para ocultar el crimen. Göring utiliza el discurso como un arma. Cada frase suya destila la soberbia del dirigente que cree dominar incluso a sus jueces. Frente a él, Kelley representa la ingenuidad de quien confía en la ciencia como herramienta para medir la conciencia. Esa oposición refleja una idea inquietante: el mal no se esconde tras una máscara, habla con cortesía, razona, persuade. En esa aparente calma reside la fuerza del guion. Vanderbilt evita los clichés y muestra la banalidad de los argumentos que justificaron el horror. Cuando el psiquiatra intenta penetrar en la mente del criminal, descubre que lo único que hay dentro es un mecanismo de poder tan sólido como vacío.
La fotografía de Dariusz Wolski encierra a los personajes en un entorno opresivo, donde las paredes parecen absorber el aire. Los tonos apagados, la luz tamizada y la simetría de los encuadres refuerzan la sensación de encierro. El montaje, a cargo de Tom Eagles, mantiene un ritmo contenido que da espacio a la palabra, pero también al silencio. La música de Brian Tyler actúa como un hilo discreto que une las escenas sin imponerse. Cada elemento técnico se pone al servicio de un relato que no busca conmover, sino obligar a mirar. La inclusión de imágenes reales de los campos de concentración irrumpe como un recordatorio brutal de lo que se juzga. No se trata de un golpe efectista, sino de una herida abierta que corta el discurso con la evidencia imposible de negar.
Los personajes secundarios sostienen la tensión del conjunto. Michael Shannon, Richard E. Grant y Leo Woodall aportan una densidad que equilibra la frialdad de la estructura judicial. Sus escenas construyen un retrato coral del sistema que quiso poner orden en el caos. Vanderbilt los muestra atrapados entre la ética y la política, conscientes de que cada decisión define no solo el destino de los acusados, sino también el sentido del nuevo mundo. Ninguno se libra de las contradicciones que el juicio provoca. El relato convierte esa inestabilidad en materia cinematográfica: cada conversación, cada pausa, cada mirada refleja la dificultad de juzgar a quienes se situaron más allá de lo humano. El resultado es una película que indaga en la raíz del poder, más que en sus consecuencias visibles.
El discurso moral de 'Núremberg' se asienta en una idea sencilla y demoledora: la civilización se mide en su capacidad para mirar de frente sus sombras. La cinta explora cómo la justicia puede transformarse en espectáculo y cómo la memoria corre el riesgo de diluirse en el formalismo. Vanderbilt evita ofrecer consuelo. Su película no busca reconciliar, sino recordar que la verdad histórica se sostiene sobre la tensión entre el deseo de entender y la imposibilidad de hacerlo del todo. Al final, cuando Göring pronuncia sus últimas palabras con una calma insolente, el espectador comprende que el proceso de Núremberg fue más que un juicio: fue un intento de reconstruir la moral en ruinas de un continente.
