En la Francia de comienzos del siglo XVI, el polvo cubre las aldeas y el hambre avanza como una enfermedad silenciosa. En ese paisaje árido, la serie ‘Néro’ sitúa a un mercenario atrapado entre los restos de su propia vida y las ambiciones de los poderosos. Jean-Patrick Benes, junto a Allan Mauduit, Martin Douaire y Nicolas Digard, levanta una historia que combina aventura y fatalismo, rodada entre Francia, Italia y España con un aire que se aproxima más al western europeo que al drama histórico tradicional. Desde sus primeros minutos se percibe el empeño en construir un universo físico y moral donde cada gesto deja huella en la tierra seca que pisan los personajes. La ambientación, la luz y el tono se integran de forma que el espectador se adentra sin esfuerzo en una Europa en ruinas, en la que la supervivencia se impone sobre cualquier otro principio. La propuesta no pretende reproducir con exactitud documental una época concreta, sino capturar la sensación de agotamiento de una sociedad que avanza entre el barro y la superstición.
La trama se despliega en 1504, en un sur de Francia castigado por la sequía y por una fe convertida en arma política. Néro, interpretado por Pio Marmaï, trabaja como asesino al servicio del vicecónsul Rochemort, un noble que busca consolidar su influencia a través de alianzas y matrimonios concertados. La aparición de Perla, una hija perdida que crece bajo tutela eclesiástica, empuja al protagonista hacia una fuga que tiene algo de ajuste de cuentas y de viaje forzado. A su alrededor se mueven clérigos que ocultan intereses mundanos, fanáticos vestidos de blanco que predican la redención mediante el fuego y figuras femeninas que oscilan entre la manipulación y la supervivencia. Cada episodio avanza con un ritmo medido, alternando conspiraciones palaciegas con estampas de polvo y sangre que evocan la dureza de los caminos medievales. Benes y Mauduit conciben un mundo en el que la lealtad resulta una moneda en circulación constante y donde la fe sirve de escudo a los intereses más terrenales, integrando elementos sobrenaturales con naturalidad dentro de un relato que prioriza la tensión moral sobre el artificio visual.
El trabajo de Pio Marmaï sostiene el conjunto y confiere al personaje una mezcla de ironía, cansancio y cálculo. Su Néro se mueve entre el sarcasmo y la desconfianza, cargado de un cinismo aprendido tras años de encargos sangrientos, con una mirada que encierra más hastío que furia. Ese matiz evita que la serie caiga en la caricatura del héroe redentor. Frente a él, Louis-Do de Lencquesaing encarna a Rochemort con un aplomo que recuerda a los burócratas renacentistas obsesionados con el poder y la apariencia, mientras que Olivier Gourmet da cuerpo a un sacerdote dividido entre la obediencia y la conciencia, atrapado por una institución que usa la fe como instrumento de dominio. Camille Razat, transformada en una figura enigmática de mirada única, añade un tono de fábula que se cruza con la crudeza del entorno, y su presencia sirve de contrapunto a la violencia física que domina la pantalla.
El viaje de Néro y Perla se plantea como una huida a través de fortalezas derruidas y aldeas devastadas. Los directores de fotografía aprovechan la luz mediterránea para subrayar la sensación de asfixia: los horizontes se abren solo para mostrar un territorio sin refugio ni consuelo. La textura de las imágenes, dominada por ocres y sombras, refuerza la idea de que el peligro procede tanto de los enemigos visibles como de la aridez del tiempo y de la fe ciega. Las localizaciones en el sur de Europa aportan una densidad visual que sustituye al decorado de estudio y conecta el relato con una geografía reconocible, más cercana a la historia que a la fantasía. La elección de escenarios naturales permite que la serie respire, y esa sensación de realidad física sostiene un tono grave, alejado del artificio que a menudo acompaña a este tipo de producciones.
La violencia aparece con crudeza controlada y sin recreación gratuita. Los enfrentamientos, filmados con cámara cercana, transmiten sensación de proximidad y agotamiento. Cada golpe tiene peso y consecuencia, lo que contribuye a reforzar la dimensión trágica de la historia. Esa atención al cuerpo y al desgaste confiere a la serie una gravedad constante. En contraste, las escenas dialogadas contienen un humor seco que humaniza a los personajes y alivia momentáneamente la tensión. La escritura evita el exceso de solemnidad, mantiene un equilibrio entre tragedia y ironía, y permite que el espectador perciba que detrás de los juegos de poder late una humanidad fatigada que busca sentido en medio del caos.
Néro encuentra su fuerza en la tensión entre deber y afecto. El vínculo entre el asesino y su hija se desarrolla entre desconcierto y necesidad, más que entre ternura y redención. La relación paterno-filial actúa como eje que ordena las múltiples traiciones que salpican la narración. Perla, lejos de ser un mero motivo sentimental, encarna la posibilidad de romper un ciclo de violencia heredada. Esa línea íntima convive con una lectura política donde el poder se presenta como un juego perpetuo de dominación, alimentado por la superstición y la desigualdad. La serie propone un retrato del pasado que, sin actualizarlo de manera explícita, resuena con inquietante actualidad. Cada personaje parece moverse en un tablero que exige sacrificios constantes, y en esa dinámica se dibuja una visión amarga del progreso y la autoridad.
El trabajo sonoro amplifica el carácter áspero del relato. Las composiciones mezclan instrumentos de cuerda con percusiones secas que acompañan la respiración de los protagonistas, envolviendo al espectador en una atmósfera cargada de polvo y tensión. La banda sonora funciona como una prolongación del paisaje, marcando el pulso de una Francia en ruinas morales y materiales. El montaje mantiene un equilibrio entre la tensión del suspense y la contemplación de la desolación, evitando los giros innecesarios. La narración fluye como un río que arrastra sin brusquedad, confiando más en la acumulación de pequeños gestos que en los impactos repentinos.
La serie introduce un retrato de época que rehúye la nostalgia y prefiere subrayar la violencia estructural de su tiempo. Los trajes, las armas y los escenarios responden a un rigor que nunca se vuelve académico. El tono general apunta a una Europa al borde del colapso, donde las jerarquías se tambalean y los dogmas se utilizan para justificar abusos. En ese sentido, ‘Néro’ conecta con un interés contemporáneo por revisar la historia desde la mirada de los marginados y los vencidos. La figura del asesino sirve como espejo deformado de una sociedad que prefiere el castigo a la comprensión, y esa idea se refuerza con cada enfrentamiento entre los personajes, que parecen arrastrar siglos de resentimiento.
A lo largo de sus ocho capítulos, la serie mantiene una coherencia tonal difícil de sostener en un producto de gran presupuesto. La dirección opta por la sobriedad antes que por el espectáculo, lo que convierte la acción en un medio y no en un fin. Algunas tramas secundarias se diluyen y ciertos personajes desaparecen con rapidez, pero esa irregularidad resulta coherente con un universo donde la estabilidad carece de sentido. Lo esencial radica en la atmósfera de desconfianza permanente, en la sensación de que cada alianza encubre una traición latente. Esa insistencia en el engaño como mecanismo de supervivencia da al conjunto un pulso sostenido, una respiración nerviosa que mantiene la atención incluso en los pasajes más contemplativos.
Netflix apuesta con ‘Néro’ por un formato de aventura europea que combina tradición y modernidad. La serie se sitúa en una línea intermedia entre la épica de capa y espada y el drama político, sin recurrir a discursos morales explícitos. El espectador se enfrenta a un mosaico de ambiciones cruzadas donde la fe, el dinero y la supervivencia se confunden en un mismo terreno. Esa mezcla de crudeza y fantasía otorga identidad a una propuesta que se desmarca del estándar anglosajón y reafirma la capacidad de la ficción francesa para construir relatos de gran escala. El resultado deja la sensación de haber asistido a una epopeya contenida, más interesada en mostrar la fatiga del poder que su gloria. Benes y su equipo logran que cada escena conserve una tensión latente, como si los personajes caminaran sobre un suelo a punto de quebrarse. ‘Néro’ se instala así en una tradición de relatos de aventura que utilizan el pasado para hablar del presente, un territorio donde la violencia se convierte en lengua común y la redención se mide en la distancia recorrida bajo el sol de un país exhausto.