La década de los sesenta sirve de escenario para que 'Nadie nos vio partir' exponga con precisión quirúrgica la estructura familiar dominada por la obediencia y el castigo. Lucía Puenzo, junto a Samuel Kishi y Nicolás Puenzo, parte de la novela de Tamara Trottner para levantar un relato donde la desaparición de unos niños abre un abanico de tensiones sociales, religiosas y morales. Lejos de proponer un thriller clásico, la narración se adentra en un universo donde las emociones se diluyen bajo el peso de la autoridad. La dirección compone un espacio en el que cada detalle visual y cada diálogo revelan un orden familiar fundado en la vigilancia. Puenzo desplaza cualquier elemento melodramático para examinar cómo el control se filtra en la cotidianidad de una familia acomodada que utiliza la ley y la tradición como armas.
El punto de partida se sitúa en un hogar aparentemente estable. Valeria, interpretada por Tessa Ía, regresa de un viaje y descubre que su marido, Leo Saltzman, se ha llevado a sus hijos fuera del país con la complicidad de su padre, patriarca de una familia judía adinerada. El secuestro no surge como un arrebato impulsivo, sino como una maniobra que traduce el deseo de dominio de un sistema social acostumbrado a resolver los conflictos afectivos mediante el control. A partir de esa acción inicial, la serie avanza en un recorrido por distintos países donde el desplazamiento se convierte en símbolo del desarraigo y del poder que se ejerce sobre los cuerpos. La huida de Leo se presenta como una cadena de decisiones guiadas por la obediencia a su padre y la incapacidad de pensar fuera de las normas impuestas.
El guion de María Camila Arias estructura la historia con saltos temporales que entrelazan la búsqueda de Valeria con los recuerdos de su matrimonio, estableciendo un paralelismo entre la represión doméstica y las jerarquías sociales del México de los sesenta. Cada diálogo revela una tensión latente entre la religión, el dinero y el miedo al escándalo, elementos que determinan el comportamiento de los personajes. La figura de Samuel, interpretada con frialdad contenida por Juan Manuel Bernal, encarna la autoridad patriarcal que legitima el castigo en nombre de la moral familiar. Esa presencia funciona como una sombra que guía las acciones de su hijo y que extiende su dominio más allá de la distancia geográfica. La serie construye así un retrato de la obediencia heredada, donde las decisiones individuales quedan subordinadas a un poder que se disfraza de deber.
El trabajo de Puenzo y sus codirectores se percibe en la precisión de la puesta en escena. Los interiores reflejan un orden calculado que asfixia a los personajes: muebles, colores y encuadres están dispuestos con una armonía que esconde la violencia del control. La cámara mantiene una distancia que evita la exaltación y permite observar cómo la estabilidad del hogar se derrumba sin estridencias. Esa elección formal recuerda el tratamiento de la intimidad que otros cineastas, como Lucrecia Martel, han explorado para descomponer la apariencia de bienestar en las clases altas latinoamericanas. Cada plano se convierte en un espacio de contención donde el silencio pesa más que las palabras y donde la inocencia de los niños se enfrenta a una maquinaria de engaños cuidadosamente sostenida.
La actuación de Tessa Ía aporta una contención que refleja la resistencia interior de Valeria. Su recorrido desde la confusión inicial hasta la determinación final se plasma en miradas, gestos mínimos y desplazamientos que expresan la transformación de una mujer obligada a negociar con un entorno hostil. Emiliano Zurita, en el papel de Leo, encarna la ambigüedad del hijo que acata órdenes y a la vez intenta justificar sus acciones bajo una lógica de protección. La relación entre ambos personajes revela cómo el amor se distorsiona cuando se subordina a la tradición y al mandato de la familia. Los niños, ajenos al conflicto de los adultos, funcionan como testigos del engaño y víctimas de un entramado que los convierte en instrumentos de poder.
La serie aborda con claridad la violencia vicaria, concepto que describe el uso de los hijos como medio de agresión hacia la pareja. Sin recurrir a la exposición explícita, el relato muestra la devastación que provoca ese tipo de dominación. Las secuencias en París, Italia o Israel ilustran la expansión de un conflicto privado que termina por evidenciar un patrón cultural: la autoridad masculina como eje de la estructura familiar y la subordinación femenina como consecuencia de un orden social. En ese sentido, 'Nadie nos vio partir' trasciende el caso particular para plantear un análisis de la violencia institucionalizada. Cada episodio actúa como un espejo de un tiempo donde la reputación y el linaje valían más que la libertad individual.
El tratamiento de la temporalidad permite que la memoria adquiera un papel central. Valeria recorre un territorio desconocido mientras reconstruye fragmentos de su vida con Leo, en un intento de comprender cómo se gestó la manipulación que la rodea. La búsqueda de sus hijos se convierte en una forma de reescribir su propia historia. La serie transforma el viaje físico en una exploración de los vínculos familiares y del modo en que la autoridad puede despojar de identidad a quien intenta resistirse. En ese proceso, Puenzo se interesa más por las consecuencias que por las causas, por la manera en que los personajes asimilan el daño y reformulan su lugar dentro de una estructura que les exige obedecer. La reconstrucción de la época refuerza esa idea mediante la recreación minuciosa de vestuario, vehículos y espacios que reflejan un país que empezaba a modernizarse sin alterar sus jerarquías tradicionales.
A medida que avanza la narración, la figura del padre se va erosionando. Leo descubre que su huida, lejos de proteger a los niños, los expone a un itinerario marcado por la mentira. Esa toma de conciencia, más que redimirlo, evidencia la fragilidad del poder que ha sostenido su conducta. La serie evita la redención fácil y se centra en el peso de la culpa, en la forma en que cada decisión deja una huella irreversible. El desenlace, que culmina con el reencuentro entre Valeria y sus hijos, introduce una mirada sobre la reparación, entendida no como perdón, sino como aceptación del daño vivido. Esa perspectiva sitúa a la serie dentro de un registro donde el drama familiar se enlaza con el análisis moral de una sociedad que aprende a mirar su pasado sin adornos.
La dirección de Lucía Puenzo se caracteriza por un equilibrio entre contención y claridad narrativa. No busca el impacto a través del exceso, sino mediante la observación del detalle. Su mirada prolonga la línea que ya había explorado en trabajos anteriores, donde la infancia aparece como territorio de vulnerabilidad y de aprendizaje forzado. En 'Nadie nos vio partir', esa línea se amplía hacia un terreno donde la infancia se convierte en campo de batalla ideológico. La serie plantea así una reflexión sobre cómo los vínculos familiares pueden transformarse en espacios de opresión y cómo el poder se perpetúa a través de la educación sentimental. La fotografía, la música y el montaje sostienen esa visión mediante una cadencia constante que evita la euforia y preserva el tono sobrio del relato.
Con apenas cinco episodios, la producción logra condensar un conjunto de temas que desbordan el argumento principal: la maternidad como resistencia, la religión como estructura de control, la memoria como forma de reconstrucción y la desigualdad como herencia histórica. La serie expone cómo el afecto se distorsiona cuando se convierte en instrumento de dominio y cómo el silencio puede resultar más devastador que cualquier violencia física. 'Nadie nos vio partir' se inscribe así en una tradición del drama social latinoamericano que busca revisar los fundamentos del poder familiar y sus implicaciones en la identidad de las mujeres. Cada plano deja entrever la tensión entre el deseo de libertad y la imposición de las normas, recordando que la historia doméstica puede reflejar las contradicciones de un país entero.