Cine y series

Monstruo: La historia de Ed Gein

Ryan Murphy

2025



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En la década de los cincuenta, en un rincón apartado de Wisconsin, se destapó una historia que marcaría para siempre el imaginario del terror. Esa figura, Ed Gein, ha sido revivida por Ryan Murphy e Ian Brennan en la tercera entrega de su antología criminal, estrenada en Netflix bajo el título ‘Monstruo: La historia de Ed Gein’. Lejos de limitarse a reconstruir una biografía macabra, la serie coloca al espectador frente a un paisaje rural en el que la soledad, la rigidez religiosa y la represión doméstica desembocan en un espiral de violencia que aún hoy reverbera en la cultura audiovisual.

La producción se estructura en ocho episodios que combinan recreaciones históricas con episodios ficcionados en torno a figuras del cine que convirtieron a Gein en referente indirecto de algunos de los villanos más icónicos. Entre ellos, Hitchcock y su ‘Psycho’, con Anthony Perkins como Norman Bates, o Tobe Hooper y su célebre ‘La matanza de Texas’. Esta superposición de planos narrativos, entre la vida del asesino y la posterior metabolización cultural de sus crímenes, busca mostrar cómo un caso local en la América profunda terminó siendo semilla de un género entero.

Charlie Hunnam encarna a Gein con un físico desmejorado y un tono de voz alterado para transmitir vulnerabilidad y amenaza al mismo tiempo. El actor despliega un abanico inquietante que oscila entre la ingenuidad campesina y la violencia más perturbadora. Frente a él, Laurie Metcalf interpreta a Augusta, madre devota y tiránica, que se convierte en la columna vertebral de una relación enfermiza donde religión, represión y dominación confluyen hasta asfixiar cualquier atisbo de normalidad. El vínculo entre madre e hijo adquiere una presencia continua incluso más allá de la muerte de ella, proyectando su sombra sobre cada acción de Ed.

La serie plantea un entorno en el que lo doméstico se transforma en amenaza. El granero, la granja y el aislamiento rural se convierten en escenario de prácticas atroces, pero también en metáforas de una América marcada por la posguerra y por una cultura conservadora que silenciaba cualquier desvío. La inclusión de elementos ligados a la Segunda Guerra Mundial, como la figura de Ilse Koch encarnada por Vicky Krieps, otorga un matiz de espectáculo kitsch que se mueve entre lo grotesco y lo simbólico. Esa decisión, aunque arriesgada, busca establecer un paralelismo entre los horrores documentados en Europa y la violencia doméstica incubada en el corazón de Estados Unidos.

El relato avanza combinando escenas de la vida privada de Gein con el eco que estas tuvieron en la ficción. Se muestran los debates de Hitchcock con su entorno creativo y la manera en que las atrocidades del granjero influyeron en la construcción de Norman Bates. Se introduce también a Tobe Hooper, más tarde autor de Leatherface, y se recuerda cómo el caso inspiró a Thomas Harris para la creación de Buffalo Bill en ‘El silencio de los corderos’. La serie insiste en resaltar que el impacto de Gein trasciende lo criminal para convertirse en un molde de arquetipos cinematográficos.

La estructura narrativa se beneficia de esa doble mirada: por un lado, la vida de Gein, marcada por el trauma familiar, la marginación social y una mente trastornada; por otro, la fascinación de la cultura popular por figuras depravadas convertidas en mitología. Este vaivén entre lo real y lo recreado, entre lo íntimo y lo mediático, refleja cómo el crimen alimenta ficciones que terminan influyendo en la manera en que la sociedad percibe la violencia.

Ryan Murphy y Ian Brennan imprimen al conjunto su habitual estética recargada, con momentos que coquetean con el exceso. La fotografía aprovecha los paisajes nevados de Wisconsin para subrayar la sensación de vacío y aislamiento, mientras que la música enfatiza la tensión entre lo doméstico y lo perverso. Aun así, el mayor logro de la serie reside en el trabajo actoral, especialmente en la interpretación de Hunnam, que evita caricaturizar al personaje y lo presenta como un hombre atrapado entre obediencia materna, represión sexual y obsesiones enfermizas.

En lo político, la obra toca la influencia de la religión en la construcción de un imaginario moral opresivo. La madre de Gein aparece como figura fanática que legitima el odio hacia las mujeres y el rechazo a la vida comunitaria, moldeando en su hijo una visión deformada de la sexualidad y de la convivencia. También se apunta a cómo los crímenes de Gein resonaron en una sociedad estadounidense que comenzaba a experimentar una transformación cultural, con el cine como uno de los espacios donde esos miedos podían materializarse.

La producción no escapa a cierta contradicción: al mismo tiempo que denuncia la fascinación morbosa por la violencia, se complace en recrear con detalle escenarios de mutilación y prácticas sádicas. Esa tensión entre condena y explotación recorre toda la serie, y seguramente dividirá a los espectadores. Algunos encontrarán en ello una reflexión sobre el modo en que el entretenimiento convierte en espectáculo lo monstruoso; otros lo percibirán como un regodeo innecesario.

El ritmo de los episodios varía, con un arranque sólido que expone el entorno familiar y el progresivo deterioro mental del protagonista, un bloque central con incursiones en el cine y la política internacional que resulta desigual, y un desenlace que vuelve a centrarse en la dimensión íntima del personaje. Dentro de ese recorrido, se destacan los episodios que muestran la convivencia con la madre y el descubrimiento de los crímenes por parte de la comunidad.

El guion también se permite insertar personajes ficticios o reinterpretaciones libres, como la supuesta relación sentimental de Gein con Adeline Watkins, interpretada por Suzanna Son. Estos desvíos, aunque discutibles desde un punto de vista histórico, buscan dotar de matices a la narración y ampliar el abanico de interacciones del protagonista más allá de la estricta reconstrucción policial.

‘Monstruo: La historia de Ed Gein’ se erige como una propuesta ambiciosa que va más allá de la mera crónica criminal. A través de la figura de un asesino de apariencia anodina, Ryan Murphy plantea una reflexión sobre los mecanismos culturales que convierten la violencia en icono y sobre la línea difusa entre memoria histórica y explotación mediática. La serie oscila entre la fidelidad al registro documental y la reinterpretación estilizada de un caso que ha dejado una huella indeleble en el género del terror.

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