Cine y series

Me late que sí

Federico Veiroj

2025



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Entre los despachos deslucidos de una oficina pública mexicana y la iluminación artificiosa de un sorteo televisivo se despliega la historia de ‘Me late que sí’, dirigida por Rodrigo Santos junto a Federico Veiroj. La serie parte del famoso fraude del Melate en 2012, aquel episodio que desenmascaró el engranaje torcido de una institución que debía simbolizar el azar y la esperanza, y lo transforma en una narración sobre la supervivencia, la picardía y el desgaste moral de un país acostumbrado a convivir con la trampa. Santos y Veiroj deciden construir su relato con un tono sobrio, sin estridencias, y con una mirada que se acerca más a la observación que a la condena. Cada escena parece concebida para mostrar la lógica de un sistema que invita a la pillería y castiga la honestidad, como si la corrupción formara parte de la educación sentimental de quienes intentan progresar sin recursos.

El protagonista, José Luis Conejera, interpretado con precisión por Alberto Guerra, encarna al hombre corriente que se siente empujado a actuar contra la norma para no quedar aplastado por ella. Vive en una rutina tediosa, llena de deudas, promesas rotas y un horizonte sin brillo. La trama se desencadena cuando descubre un resquicio por el que burlar al sistema: manipular la transmisión en directo del sorteo para alterar los resultados. Lo que comienza como una ocurrencia desesperada acaba convirtiéndose en un plan minucioso, ejecutado con la ayuda de un grupo tan variado como precario. Santos utiliza ese punto de partida para desmontar el mito del gran ladrón y mostrar que los verdaderos delitos nacen en la mediocridad cotidiana, allí donde la necesidad y la frustración se confunden con la astucia. El guion retrata al protagonista sin heroicidad ni victimismo, situándolo en el terreno más humano del error y la justificación.

El plan de Conejera se sostiene sobre una banda de colaboradores que reflejan distintos grados de resignación. Manuel, interpretado por Christian Tappan, representa la autoridad corrompida que usa su posición como escudo; Lina, a quien da vida Majo Vargas, simboliza la cara visible del engaño, la que sonríe frente a las cámaras mientras el fraude se ejecuta; Laura, esposa del protagonista, encarna la tensión doméstica que surge cuando el dinero se convierte en única vía de salvación. Cada uno actúa movido por una mezcla de codicia, necesidad y deseo de reconocimiento, pero lo interesante del planteamiento de Santos es que no hay delincuentes puros ni inocentes completos. Todos forman parte de un ecosistema moral en el que las fronteras entre lo legal y lo ilegítimo se difuminan hasta volverse irrelevantes.

La dirección de Rodrigo Santos y Federico Veiroj evita los artificios para concentrarse en los gestos mínimos que delatan la trampa: una mirada de complicidad, una pausa antes de pulsar un botón, el sudor en la frente mientras la cámara graba. El ritmo pausado y la iluminación apagada crean una sensación de encierro que acompaña al espectador durante toda la serie. Marc Bellver y Claudia Becerril en la fotografía refuerzan ese tono con colores opacos y encuadres que aíslan a los personajes en su propia contradicción. No hay artificio estético ni voluntad de espectacularidad; la apuesta consiste en reproducir con precisión la rutina burocrática que precede a la estafa, lo que dota al relato de una verosimilitud contundente. La recreación del foro televisivo donde se celebra el sorteo funciona como espejo deformado de un país que disfraza la miseria con luces de neón y aplausos grabados.

La serie no busca escandalizar, sino retratar con crudeza la naturalización de la corrupción en una sociedad donde engañar al sistema se considera casi una forma de justicia. Santos plantea que, en un entorno donde la honradez no garantiza nada, el delito puede interpretarse como una revancha moral. Esa idea se percibe en los diálogos, en las conversaciones de pasillo y en la manera en que los personajes justifican sus actos con frases cargadas de ironía. La tensión entre la ética personal y el pragmatismo colectivo atraviesa toda la historia. Conejera no roba por ambición, sino por agotamiento, por la sensación de que siempre gana el mismo tipo de gente. Esa desesperación, compartida por sus compañeros, convierte la trama en un retrato social más que en una historia de crimen.

El reparto sostiene la credibilidad del relato. Alberto Guerra ofrece una interpretación contenida, cargada de silencios, mientras Christian Tappan aporta un cinismo que resume la mentalidad de quienes se benefician del desorden. Ana Brenda Contreras construye un personaje que, sin grandes discursos, muestra el peso emocional de convivir con la mentira. Majo Vargas, con su energía escénica, se adueña de cada plano en que aparece, aportando un matiz de ligereza que equilibra el tono sombrío de la serie. Todos contribuyen a un retrato coral donde las relaciones laborales, familiares y afectivas se entrelazan hasta el límite de lo soportable. Santos consigue que incluso los secundarios funcionen como reflejo de una cultura donde la trampa se ha convertido en método de supervivencia.

A medida que la trama avanza, la serie se transforma en una reflexión sobre la relación entre poder y deseo. Los personajes descubren que el fraude no solo les ofrece dinero, sino la sensación de control que nunca habían tenido. El relato muestra cómo esa ilusión se derrumba cuando la confianza entre ellos empieza a resquebrajarse. Santos maneja la tensión sin recurrir al efectismo: prefiere el suspense que nace de las miradas, del peso de una conciencia que empieza a tambalearse. La secuencia final del sorteo televisado es un ejemplo de esa contención: cada gesto está medido, cada silencio pesa más que las palabras. La estafa, más que un acto delictivo, se convierte en una metáfora de un país donde todo parece negociable, incluso la dignidad.

‘Me late que sí’ se inscribe en una tradición latinoamericana de narraciones que mezclan ironía y tragedia para hablar del desajuste moral de sus sociedades. Santos y Veiroj logran mantener un equilibrio entre la comedia negra y el drama social, ofreciendo un retrato donde el humor funciona como válvula de escape ante la frustración. El resultado es una serie que no busca redimir ni condenar, sino describir con claridad un modo de vida marcado por la desconfianza y el ingenio. El fraude del Melate sirve como excusa para hablar de un país que lleva años sorteando su propia suerte. Lo que se plantea en pantalla no es un golpe perfecto, sino el reflejo de una cultura acostumbrada a sobrevivir con las reglas siempre trucadas.

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