Cine y series

Made in Korea

Woo Min-ho

2025



Por -

El humo espeso de las fábricas de Busan se confunde con el de los cigarrillos que sostienen los políticos, los agentes y los empresarios que dominan 'Made in Korea'. En ese aire turbio se respira la tensión de un país que intenta parecer moderno mientras reproduce las sombras de un sistema autoritario. Woo Min-ho elige ese escenario, los años setenta, para construir una historia sobre la ambición disfrazada de progreso. La serie, disponible en Disney+, se adentra en los engranajes del poder sin romanticismo, mostrando cómo el dinero y la información se convirtieron en las nuevas armas de una sociedad en transformación. No busca la épica de la reconstrucción nacional, sino la constatación de que toda prosperidad tiene su precio, y ese precio suele pagarse con silencio.

El argumento se articula en torno a dos hombres que representan caras opuestas del mismo sistema. Baek Ki-tae, interpretado por Hyun Bin, dirige una rama de inteligencia estatal y, al mismo tiempo, se enriquece con los negocios ilegales que el propio gobierno alimenta. Frente a él está el fiscal Jang Geon-yeong, a quien da vida Jung Woo-sung, un hombre convencido de que la justicia puede imponerse en medio del caos político. Entre ambos se desarrolla una persecución que va más allá de la intriga policial, porque en realidad lo que se dirime es la manera de entender el poder. El espionaje y el contrabando sirven como excusa para revelar un sistema de favores, amenazas y fidelidades forzadas. Lo que comienza como una lucha entre dos profesionales se convierte en una radiografía del país: uno representa la corrupción legitimada, el otro la impotencia institucional.

El guion mezcla hechos reales con ficción de una manera eficaz. Desde el primer episodio, la serie utiliza el secuestro de un avión japonés para explicar la alianza entre intereses políticos y criminales. Ese suceso marca el tono de lo que vendrá: operaciones encubiertas, pactos internacionales, manipulación mediática y una constante sensación de que nadie controla del todo lo que sucede. Woo Min-ho construye las escenas con calma, deteniéndose en los despachos y los bares donde se sellan los acuerdos que cambian la historia. Cada plano muestra algo más que una acción; muestra cómo se negocia la moral en un país que aún no ha definido qué entiende por justicia. El montaje alterna el movimiento con la pausa, y en esa oscilación se instala el verdadero conflicto: la tentación de elegir el beneficio frente al deber.

El retrato de los personajes no se apoya en grandes gestos ni en discursos heroicos. Baek Ki-tae actúa con la serenidad de quien sabe que su poder depende de mantenerse invisible. Hyun Bin le da un aire frío y calculado, pero también deja entrever un fondo de hastío. No se trata de un villano movido por el placer de destruir, sino de alguien que ha comprendido que el sistema premia la ambigüedad. En cambio, Jang Geon-yeong se aferra a su sentido de la legalidad como si fuera una salvación personal, pero su insistencia le convierte en un hombre que se consume en su propio propósito. La relación entre ambos está construida con precisión: cada encuentro añade una capa de desconfianza, y cada diálogo muestra cómo la frontera entre la ley y el delito se difumina. Ninguno tiene razón del todo, porque ambos son producto del mismo entorno.

La dirección se distingue por su manera de observar sin intervenir. Woo Min-ho prefiere los planos largos, las miradas sostenidas y los silencios incómodos. No recurre al exceso ni al artificio, sino que apuesta por la tensión contenida. Las escenas de acción, cuando aparecen, están pensadas con un ritmo que evita la espectacularidad gratuita. No se trata de impresionar, sino de mantener la atención en las consecuencias de cada acto. Los decorados y la iluminación refuerzan ese ambiente opresivo: oficinas sin ventanas, calles en penumbra, bares con humo y espejos que devuelven una imagen deformada del poder. Todo sugiere un país donde la transparencia resulta peligrosa. La fotografía utiliza tonos apagados, con predominio del marrón y el gris, lo que convierte cada plano en una metáfora del desgaste político de la época.

Uno de los aciertos de la serie es la forma en que introduce los elementos históricos sin convertirlos en simple decorado. El tráfico de drogas, la vigilancia estatal y las tensiones con Japón aparecen integrados en la trama como parte natural de la vida cotidiana. La historia no se limita a recrear el pasado, sino que lo interpreta. Muestra cómo la idea de progreso económico se usó como excusa para justificar el control social, y cómo la aparente estabilidad escondía un tejido de miedo y subordinación. El espectador asiste a la construcción de una Corea que quiere parecer moderna, pero que sigue gobernada por las mismas estructuras que decían haber sido superadas. El resultado es un retrato político más incisivo que muchos discursos académicos sobre el periodo.

En el plano formal, la serie utiliza la música y el diseño de producción con coherencia. El jazz de fondo, con sus trompetas y contrabajos, acentúa la sensación de cinismo y elegancia impostada. Los trajes de los protagonistas, las lámparas metálicas, los coches americanos y las armas de fabricación extranjera dibujan un paisaje en el que el progreso se mide por la apariencia. Esa obsesión por el estilo revela el vacío moral de los personajes, atrapados en una modernidad que solo imita modelos ajenos. Woo Min-ho logra que cada objeto tenga un valor narrativo: el teléfono como símbolo del control, el maletín como metáfora del secreto, el espejo como recordatorio de la doble identidad. Nada está puesto por casualidad.

A medida que los episodios avanzan, la historia se vuelve más política. Las tramas de espionaje se transforman en una reflexión sobre el poder como forma de supervivencia. Las instituciones aparecen como organismos que funcionan por inercia, y los personajes actúan más por miedo que por convicción. Esa deriva moral se observa con claridad en Baek Ki-tae, que pasa de ser un estratega calculador a un hombre atrapado en su propio entramado de influencias. El fiscal, por su parte, pierde la autoridad que creía tener al descubrir que su cruzada por la justicia alimenta el mismo sistema que intenta combatir. Woo Min-ho no necesita subrayarlo: basta con ver cómo cada decisión les aísla más del mundo que pretendían dominar.

La serie propone una lectura política muy clara: el poder económico y el político no solo colaboran, sino que son lo mismo. La frontera entre Estado y mafia se desdibuja hasta desaparecer. 'Made in Korea' sugiere que el crecimiento económico de los setenta fue también un proceso de blanqueamiento institucional, donde el crimen se legalizó mediante acuerdos entre despachos. Esa idea recorre cada diálogo y se refuerza con la puesta en escena, donde los despachos y las cárceles se filman con la misma frialdad. Woo Min-ho convierte los lugares de autoridad en espacios de encierro, donde la verdad carece de valor. Su crítica es directa: la prosperidad puede construirse sobre cimientos inestables, y cuando el dinero manda, la ética se convierte en un lujo.

El desarrollo del guion no deja cabos sueltos. La historia mantiene su coherencia incluso en los momentos de mayor tensión. El episodio del secuestro aéreo, por ejemplo, no solo sirve como prólogo de intriga, sino como metáfora del país desviado de su rumbo original. El engaño, la manipulación y la propaganda funcionan como mecanismos de gobierno. El público entiende que el verdadero peligro no viene del enemigo externo, sino de la corrupción interna que lo permite todo. En esa lectura, 'Made in Korea' se convierte en una parábola sobre la fragilidad de la verdad en contextos donde la información se utiliza como moneda.

El director demuestra un control absoluto del tono. No hay lugar para el sentimentalismo ni para la indulgencia. Cada escena está construida con una precisión que obliga a mirar de frente la violencia del sistema. Los personajes no se redimen, porque en su mundo la redención no existe. Tampoco hay catarsis, solo la constatación de que el poder devora incluso a quienes lo ejercen. Esa crudeza convierte a la serie en un estudio sobre la ambición como forma de autodestrucción. El final de temporada deja la sensación de que todos los personajes han perdido algo esencial, aunque sigan respirando.

'Made in Korea' funciona como espejo de un periodo histórico, pero también como advertencia sobre la repetición de sus mecanismos. La historia demuestra que los sistemas basados en la codicia y el control terminan reproduciendo su propia decadencia. Woo Min-ho filma esa idea con serenidad y sin adornos, confiando en que las imágenes hablen por sí mismas. La serie no busca consuelo ni ofrece redención; muestra lo que sucede cuando la política se confunde con el negocio. Su fuerza reside en la claridad de su diagnóstico y en la coherencia de su mirada, capaz de retratar un país entero a través de la ambición de unos pocos.

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