Bajo el horizonte metálico del puerto de Huelva, la cámara de Alberto Rodríguez encuentra un territorio donde la materia y el agua se confunden. En ‘Los tigres’, el cineasta sevillano despliega una mirada que se sostiene entre la aspereza industrial y la densidad del mar, sin énfasis ni dramatismo impostado. Su trayectoria, caracterizada por una relación constante con el realismo social, alcanza aquí un punto de madurez en el que la forma se alía con la sustancia. La dirección, apoyada en el guion coescrito junto a Rafael Cobos, abandona el artificio del heroísmo para explorar la rutina laboral de dos buzos que conviven con el peligro cotidiano. El entorno se convierte en extensión de la fragilidad de los cuerpos, y el relato se articula como una observación contenida sobre el vínculo familiar, la precariedad económica y la erosión de la voluntad frente a la supervivencia.
Antonio y Estrella, hermanos e intérpretes de una relación tan dependiente como desigual, constituyen el eje de un relato que rehúye el sentimentalismo. El primero, encarnado por Antonio de la Torre, actúa desde la torpeza vital de quien arrastra un pasado de pérdidas materiales y afectivas. La segunda, a la que da vida Bárbara Lennie, representa una inteligencia funcional, marcada por la renuncia y por un sentido práctico que la obliga a sostener al otro sin esperanza de equilibrio. Ambos comparten un oficio que exige disciplina y entrega absoluta: la reparación submarina de grandes embarcaciones. Cada inmersión introduce la amenaza de una presión invisible, que en el fondo simboliza las tensiones internas de los personajes. El accidente que incapacita a Antonio altera la dinámica entre ambos, desplazando el centro del relato hacia la posibilidad del delito como tabla de salvación. Ese tránsito hacia el crimen, más que un giro de género, funciona como radiografía de una estructura social donde la necesidad anula cualquier margen de elección.
La película se despliega sobre una textura sonora que parece vibrar con las corrientes marinas. Rodríguez utiliza el espacio acuático como laboratorio de percepción: los ruidos del oxígeno, el eco del metal y el zumbido del casco de los petroleros sustituyen el silencio por una forma de ruido que transmite vulnerabilidad. En ese entorno cerrado, cada plano se vuelve casi físico, invitando a experimentar el peso del agua como si fuese una extensión de la conciencia. La dirección rehúye la espectacularidad del montaje rápido y prefiere un ritmo pausado, sostenido por encuadres que mantienen la distancia justa para no convertir la emoción en artificio. La elección de situar gran parte de la acción bajo el mar obliga a un control preciso de la luz, que fluctúa entre lo opaco y lo translúcido, generando una atmósfera que envuelve a los personajes en un estado de suspensión moral.
La estructura del relato responde a un equilibrio entre el drama familiar y el thriller económico. El hallazgo de un cargamento de cocaína en el casco de un barco petrolero activa el conflicto sin alterar la sobriedad narrativa. Rodríguez se interesa menos por el suspense que por las reacciones que provoca la tentación. En esa frontera entre la necesidad y la codicia se manifiesta una crítica a la precariedad laboral y al deterioro de las redes de solidaridad. La dureza del trabajo submarino aparece como metáfora de una sociedad que obliga a arriesgar la vida para mantener una estabilidad ficticia. La cámara acompaña a los personajes sin juzgarlos, observando cómo el cansancio físico se confunde con la fatiga moral. El mar se convierte así en escenario de una lucha silenciosa donde la esperanza y el miedo se entrelazan hasta volverse indistinguibles.
La construcción de Estrella, personaje que encarna un papel poco habitual en la filmografía del director, introduce un matiz sobre la persistencia femenina en entornos dominados por el esfuerzo físico. Su sordera parcial y su relación con el sonido subacuático sirven como recurso expresivo para representar la dificultad de escuchar y ser escuchado. Rodríguez evita el victimismo y sitúa a la protagonista en una posición de vigilancia constante, la de quien cuida mientras carga con la responsabilidad del otro. La relación con su hermano se articula a través de gestos mínimos y silencios tensos que revelan más que cualquier diálogo. Esa economía expresiva se alinea con una dirección que privilegia la observación sobre la acción, recordando por momentos la sobriedad de realizadores como Stéphane Brizé, capaces de convertir la cotidianidad laboral en materia dramática.
El contexto político y social se filtra sin artificio. La película describe con precisión el contraste entre la riqueza del Polo Químico y la precariedad de quienes trabajan en su periferia. Las refinerías, los depósitos y las llamaradas nocturnas conforman un paisaje que sintetiza la contradicción de una economía basada en el sacrificio de los cuerpos. Rodríguez evita la denuncia directa y prefiere la exposición gradual de un sistema que transforma el riesgo en rutina. En ese sentido, ‘Los tigres’ prolonga la preocupación del director por los márgenes laborales ya presentes en ‘Grupo 7’ o ‘Modelo 77’, pero aquí desprovista de retórica, concentrada en el detalle material. Cada plano parece diseñado para mostrar la huella que deja el trabajo sobre los cuerpos, sin necesidad de subrayar su dramatismo.
El montaje alterna los espacios del agua y la superficie como dos dimensiones irreconciliables. Bajo el mar, la percepción se altera; en tierra, la gravedad de la existencia recupera su peso. La dirección de fotografía acentúa esa dualidad mediante el contraste entre los tonos fríos del entorno industrial y los reflejos cálidos del interior de los barcos. El resultado es una imagen de frontera, un territorio donde lo natural y lo artificial se confunden. La secuencia del accidente que marca el destino de Antonio resume el estilo del director: precisión técnica, distancia emocional y una mirada que se sostiene en la observación del cuerpo atrapado entre la máquina y el mar. La película se mantiene en esa tensión entre lo físico y lo simbólico, construyendo una narración que se percibe como una inmersión prolongada en la materia.
En su tramo final, la historia abandona el esquema del thriller para concentrarse en el desgaste moral de los personajes. Las decisiones que toman carecen de heroísmo, y esa ausencia de redención convierte el desenlace en un retrato del agotamiento. La dirección no busca empatía, sino comprensión. Los protagonistas se enfrentan a un entorno que los supera, y el film encuentra su fuerza en esa aceptación del límite. La música, compuesta con discreción por Julio de la Rosa, acompaña sin imponer emoción, dejando espacio al silencio como elemento narrativo. El cierre evita la catarsis y se resuelve en una imagen contenida que mantiene la coherencia de todo el relato: un gesto mínimo que encierra la persistencia de una vida que continúa, aunque sin rumbo claro.
La obra de Rodríguez se confirma aquí como una observación sobre el trabajo, la familia y el peso de las decisiones. Su mirada rehúye la grandilocuencia y se sostiene en la fidelidad al detalle. ‘Los tigres’ no se construye desde la épica, sino desde la insistencia de los cuerpos que resisten. La película, más que contar una historia, la habita: cada plano parece surgir del roce entre el metal, el agua y la respiración. El resultado es una narración contenida que describe un mundo donde el riesgo se ha convertido en costumbre, y donde la supervivencia sustituye a cualquier idea de éxito. En ese equilibrio entre el silencio y el estruendo, Rodríguez demuestra una madurez creativa que se apoya en la observación y en la escucha del entorno como herramientas para entender lo real.