El retrato de un entorno dominado por códigos de poder, jerarquías heredadas y disputas invisibles cobra forma en ‘Los dueños del juego’, dirigida por Heitor Dhalia. La serie se sitúa en un territorio urbano que conserva el pulso de una tradición clandestina, donde las reglas no se dictan por la ley escrita, sino por un acuerdo tácito entre familias que manejan la infracción de la ley con una mezcla de cálculo y supervivencia. Dhalia construye su relato sin apoyarse en cronologías reconocibles ni en la evocación de sucesos históricos, optando por una representación que se concentra en la lógica del dominio y en la fragilidad de las alianzas. La dirección avanza con una cadencia controlada, manteniendo el equilibrio entre la tensión dramática y la exposición de un sistema social que parece moverse en círculos, sostenido por la repetición de las mismas ambiciones.
El relato se desarrolla a través de la figura de Profeta, interpretado por André Lamoglia, cuyo regreso a Río de Janeiro introduce un nuevo ciclo de enfrentamientos. La serie convierte su ascenso en una metáfora de un relevo que jamás se completa, pues las estructuras de mando permanecen intactas pese a las apariencias de renovación. El joven pretende demostrar que su generación puede imponer nuevas formas de autoridad, aunque la herencia familiar le obligue a reproducir los mismos métodos que desea superar. La cámara acompaña su avance entre miradas de desconfianza y gestos contenidos que revelan el peso de un linaje difícil de abandonar. Las secuencias que lo muestran negociando con rivales o enfrentando a su propio entorno condensan la paradoja de un poder que se conquista a costa de la propia identidad, y que nunca concede descanso a quienes lo ejercen.
La presencia de Leila, interpretada por Juliana Paes, introduce una dimensión más calculada del conflicto. En torno a ella se articula una red de decisiones silenciosas que transforman el hogar en un tablero de estrategias. Su relación con Galego, el capo interpretado por Chico Díaz, ofrece una mirada sobre la convivencia entre la obediencia y la manipulación, donde la lealtad adquiere un valor utilitario y la intimidad se convierte en extensión del negocio. La dirección otorga a sus escenas una densidad narrativa que evita la sentimentalidad, subrayando la manera en que los vínculos afectivos funcionan como engranajes dentro de un sistema de poder. La pareja refleja un tipo de estabilidad sostenida por el cálculo, en la que cada palabra encubre una jugada y cada silencio implica una advertencia.
La estructura coral de la serie permite observar cómo cada familia reproduce, a su manera, una misma lógica de dominio. Las alianzas entre clanes, los pactos que se rompen con disimulo y la sucesión de traiciones se muestran con un ritmo que combina la lentitud ceremonial de las reuniones con estallidos de violencia que restablecen la jerarquía. La puesta en escena enfatiza la teatralidad de esos encuentros: mesas amplias, iluminación lateral y planos sostenidos que subrayan la inmovilidad de un poder que se disfraza de diálogo. Dhalia utiliza los escenarios del litoral carioca para construir un contraste entre el brillo exterior y la oscuridad interior de los personajes, proyectando sobre ellos una ciudad que vive entre la legalidad y el mito. El resultado es una atmósfera donde el lujo convive con la desconfianza, y la fiesta parece disimular la imposibilidad de escapar de un destino heredado.
Las tramas paralelas que involucran a Mirna Guerra y Bufalo, interpretados por Mel Maia y Xamã, amplían el retrato de esa red de ambiciones. En sus historias se percibe la tensión entre la fidelidad a la familia y la necesidad de definir un camino propio, aunque cada intento de emancipación conduzca de nuevo al círculo del poder. Dhalia evita la simplificación moral y plantea cada elección como consecuencia de una estructura social que absorbe cualquier gesto de independencia. Los personajes actúan movidos por una mezcla de orgullo, deseo y supervivencia, lo que confiere a la serie un tono de fatalismo controlado. La ausencia de un héroe claro o de una figura redentora traslada al espectador la sensación de asistir a un juego perpetuo en el que las piezas cambian de lugar, pero el tablero continúa siendo el mismo.
La dimensión política se manifiesta en la representación de las familias como pequeñas instituciones con su propio código jurídico y ético. La serie retrata la manera en que el poder económico genera sus propias reglas y se entrelaza con los espacios públicos, configurando una geografía urbana donde la legalidad depende del territorio. La inminente legalización del juego y la entrada de intereses internacionales actúan como catalizadores de una transformación que amenaza con disolver las fronteras entre la tradición local y el mercado global. Dhalia emplea este conflicto para explorar cómo la modernidad se presenta como una forma distinta de control, revestida de lenguaje corporativo y aparente progreso. El enfrentamiento entre la vieja guardia y los nuevos empresarios refleja un cambio de máscaras más que de estructuras, un tránsito que preserva la esencia del dominio aunque modifique su apariencia.
En lo moral, la serie expone la persistencia de un sistema en el que la traición se convierte en herramienta de supervivencia. Los vínculos familiares se mantienen por conveniencia, los afectos se subordinan a la estrategia y el poder se transmite como una carga que condiciona la vida privada. Dhalia filma las discusiones y las rupturas sin dramatismo excesivo, mostrando cómo los personajes aceptan la violencia cotidiana como parte de su entorno. Esa naturalización del conflicto otorga al relato un tono sereno que intensifica su crudeza, pues la ausencia de dramatización refuerza la sensación de que todo forma parte de una rutina inquebrantable. La tensión se sostiene más en las pausas y en los silencios que en los estallidos, y ese control narrativo sitúa la serie cerca de los dramas criminales que confían más en la atmósfera que en la acción.
El componente social aparece en la relación entre la trama criminal y la cultura popular. Las referencias al carnaval, la música y la vida de los barrios confieren al relato una textura que excede el universo de la infracción de la ley. Dhalia utiliza esos elementos para mostrar la conexión entre el poder informal y la identidad colectiva, planteando que la línea que separa el delito del folclore resulta difusa cuando la tradición se entrelaza con la economía. La serie convierte el juego del bicho en un espejo de la ciudad, donde cada apuesta simboliza la esperanza de ascender y cada pérdida refleja la permanencia de una desigualdad estructural. La cámara capta ese contraste entre fiesta y control, entre color y amenaza, construyendo una mirada que nunca se limita al enfrentamiento criminal, sino que incluye la representación de una sociedad acostumbrada a convivir con su propio desorden.
El trabajo de Dhalia en la dirección se caracteriza por un equilibrio entre precisión formal y contención expresiva. Los encuadres se sostienen en la composición simétrica, reforzando la idea de orden dentro del caos, mientras la fotografía se inclina por tonalidades que alternan el calor de los interiores con la frialdad de las noches urbanas. Los movimientos de cámara son medidos, con un ritmo que favorece la observación sobre el impacto. La serie adopta así un estilo que recuerda a los dramas criminales europeos de los años noventa, en los que la violencia se sugería más que se exhibía, permitiendo que la tensión surgiera del contraste entre la calma aparente y la amenaza latente. Este enfoque otorga coherencia al relato, que se sostiene sobre la repetición ritual de los encuentros, las traiciones y las reconciliaciones.
A medida que la historia avanza, los personajes quedan atrapados en un entramado que se nutre de sus propias contradicciones. Profeta encarna la ambición juvenil que pretende legitimar su autoridad mediante la modernización del negocio, aunque sus métodos reproduzcan los de sus antecesores. Leila se mueve con una inteligencia calculada que la coloca en el centro de las decisiones, transformando la figura femenina en una fuerza que organiza el caos sin reclamar protagonismo explícito. Galego simboliza la decadencia de una estructura que se resiste a desaparecer, mientras los personajes secundarios orbitan en torno a ellos como piezas necesarias para mantener el equilibrio de un sistema que se desmorona sin llegar a derrumbarse. El guion combina esa trama familiar con un trasfondo político que se filtra a través de la corrupción, los intereses empresariales y la representación de una sociedad donde la legalidad se adapta a la conveniencia del poder.
‘Los dueños del juego’ se impone como una radiografía del poder entendido como herencia y castigo, donde cada generación perpetúa los códigos que asegura combatir. Heitor Dhalia traduce esa idea en imágenes que avanzan con una cadencia meticulosa, sin dramatismos innecesarios y con un tono que mantiene la distancia suficiente para observar el funcionamiento de un sistema que se alimenta de sus propios rituales. La serie se convierte así en un estudio sobre la permanencia de las jerarquías, sobre la frontera entre el crimen y la costumbre, y sobre la manera en que los lazos familiares pueden convertirse en los cimientos de una estructura de control que abarca tanto el poder privado como el público. Su desarrollo confirma una mirada que combina análisis social y rigor narrativo, sin ceder a la exaltación ni al juicio, dejando que las imágenes describan una realidad donde cada victoria lleva inscrita su propia derrota.
