Entre las realizadoras que han sabido retratar la vida doméstica como un espejo de las desigualdades sociales, Dominga Sotomayor ocupa un lugar singular. Su cine, construido a base de observaciones discretas y una mirada paciente, se aproxima a la intimidad sin buscar el dramatismo inmediato. En ‘Limpia’, adaptación de la novela de Alia Trabucco Zerán, la directora chilena sitúa el foco en una trabajadora del hogar que se mueve entre los márgenes de la vida de los otros. La cinta, presentada en el Festival de San Sebastián antes de su llegada a Netflix, se inscribe en la tradición del cine chileno que reflexiona sobre las relaciones de clase, pero lo hace desde un tono sereno y una puesta en escena que prefiere la sugerencia a la exposición directa.
La historia se centra en Estela, interpretada por María Paz Grandjean, una mujer que trabaja para una pareja acomodada en un barrio cerrado. Ella limpia, cocina, cuida y se convierte en figura indispensable dentro de una casa que no le pertenece. La familia para la que trabaja vive bajo la ilusión de la corrección política y la empatía, aunque su comportamiento revela la dependencia estructural que sostiene su bienestar. En ese contexto, Estela apenas dispone de tiempo para atender a su madre enferma, atrapada en una rutina donde su vida se define por las necesidades ajenas. La niña a la que cuida, Julia, encarna la mezcla de ternura y crueldad que atraviesa la película: una pequeña que juega con los límites del afecto, inconsciente del lugar subordinado que ocupa quien la acompaña cada día.
Sotomayor filma los espacios con una precisión que habla por sí sola. Los ventanales, los reflejos, las puertas entreabiertas y las habitaciones silenciosas delimitan el territorio en el que Estela se desplaza. Cada encuadre sugiere una distancia social imposible de acortar. La cámara parece observar desde un rincón o desde el otro lado del cristal, como si el punto de vista de la protagonista se mantuviera atrapado en la frontera invisible entre servir y pertenecer. En ese sentido, ‘Limpia’ prolonga la sensibilidad que la cineasta ya había mostrado en títulos anteriores como ‘De jueves a domingo’ o ‘Tarde para morir joven’, donde los vínculos familiares y las dinámicas cotidianas se presentan con una mezcla de pudor y exactitud.
El relato avanza con ritmo contenido, acumulando momentos que revelan la estructura de una relación desigual. Un día libre cancelado, una llamada postergada, una orden disfrazada de amabilidad: la rutina se convierte en el escenario donde se manifiestan las jerarquías más arraigadas. En cada gesto de los empleadores se percibe la seguridad de quien sabe que su tiempo vale más que el de los demás. Sotomayor retrata ese ambiente sin grandilocuencia, confiando en la acumulación de detalles para construir un clima de incomodidad creciente. El sonido del aspirador, el ruido de los platos o los gritos a lo lejos conforman una sinfonía doméstica que revela, sin necesidad de discursos, el lugar que ocupa cada uno dentro de la casa.
El guion, escrito por la propia directora junto a Gabriela Larralde, se apoya en una estructura de observación constante más que en un conflicto central. Ese enfoque permite que los vínculos se muestren en su ambigüedad, en la mezcla de dependencia y resentimiento que define la relación entre Estela y la familia. La complicidad con la niña introduce una ternura discontinua, marcada por pequeñas heridas. Al mismo tiempo, el vínculo con un joven del vecindario, interpretado por Rodrigo Palacios, abre un resquicio de deseo que la película explora sin romanticismo, como una forma efímera de alivio frente al aislamiento.
El trabajo de Grandjean sostiene la película con una interpretación sobria, que se construye desde la contención. Su mirada concentra un peso silencioso que transmite el cansancio de quien vive a contracorriente de los horarios de los otros. Junto a ella, la pequeña Rosa Puga Vittini aporta naturalidad y energía, generando una dinámica que oscila entre la confianza y la desobediencia. La pareja de empleadores, interpretada por Ignacia Baeza y Benjamín Westfall, encarna con precisión esa cordialidad cargada de condescendencia, típica de un entorno que se percibe a sí mismo como progresista mientras perpetúa las distancias sociales.
La fotografía de Bárbara Álvarez contribuye a ese tono de observación silenciosa. La luz atraviesa los espacios cerrados con una frialdad que acentúa la sensación de encierro. Los interiores se muestran ordenados, casi asépticos, mientras el mundo de Estela —reducido a los márgenes de la pantalla— aparece difuso, sin territorio propio. La música de Carlos Cabezas apenas interviene, y cuando lo hace funciona como una prolongación del murmullo cotidiano. Sotomayor mantiene un pulso firme que evita el dramatismo y permite que las tensiones emerjan de forma progresiva, sin estallar del todo hasta el tramo final.
A medida que el relato avanza, el tono reposado se transforma en inquietud. Un giro inesperado introduce una carga de violencia que reconfigura la historia. Esa ruptura, que algunos interpretarán como exceso, actúa también como una descarga tras una larga acumulación de silencios. Lo que parecía un estudio de lo cotidiano se convierte en una expresión de rabia contenida, casi inevitable dentro del orden social que la película describe. Sotomayor se permite, en ese momento, alterar el ritmo y exponer la vulnerabilidad de su protagonista con una claridad que contrasta con la calma anterior.
La película encuentra su fuerza en la manera en que retrata la servidumbre moderna sin recurrir a la denuncia directa. Cada plano de ‘Limpia’ sugiere la permanencia de un sistema basado en la disponibilidad constante de unos y la indiferencia de otros. Netflix, al acoger una obra de estas características, introduce en su catálogo un relato que no busca complacer al espectador con tramas previsibles, sino observar las fisuras de la vida cotidiana. En ese gesto se percibe la madurez de una directora que confía en la observación como herramienta crítica.
‘Limpia’ funciona así como un retrato de clase y un estudio sobre la dependencia emocional y económica que sostiene la vida doméstica contemporánea. Sotomayor elabora un film de ritmo sereno y mirada incisiva, donde cada acción, cada pausa y cada silencio delinean una estructura social que parece inmutable. La película concluye con la misma calma con la que comenzó, dejando en el aire la sensación de que el orden de las cosas seguirá intacto. En esa persistencia radica su verdadero alcance: una representación precisa de cómo el poder se filtra en los rincones más privados de la vida.
