Cine y series

Las locuras

Rodrigo García

2025



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La tarde se derrama sobre la Ciudad de México con la luz húmeda de una tormenta que amenaza desde lejos. En ese ambiente, Rodrigo García levanta ‘Las locuras’, una película que se adentra en los pliegues de la mente y en las tensiones de la vida cotidiana sin artificios ni grandilocuencias. El director colombiano, que ya había explorado la complejidad femenina en otros títulos, construye aquí un retrato donde seis mujeres se enfrentan a un mismo día cargado de dilemas éticos, vínculos quebrados y deseos contrariados. La obra se presenta en Netflix con la serenidad de quien no busca el impacto inmediato, sino la observación sostenida. García filma desde el silencio y la pausa, pero con una claridad que atraviesa el aire, mostrando cómo la normalidad encierra sus propias tormentas.

Renata, interpretada por Cassandra Ciangherotti, vive encerrada en su casa después de un episodio de desequilibrio mental. Su encierro se convierte en metáfora del control que la sociedad impone sobre los cuerpos y las emociones femeninas. Desde esa habitación surgen otras vidas que se cruzan de manera casi invisible: una actriz enfrentada a un compañero abusivo, una madre que carga con el peso de la fe impuesta, una mujer que convierte la dependencia afectiva en refugio, otra que asume el amor como condena. Ninguna de ellas está completamente libre; todas intentan sostenerse en un mundo que las exige perfectas. García observa sin dramatismo, con una cámara que respeta los espacios y concede tiempo a las emociones, un recurso que da a la película una densidad especial, próxima a la contemplación.

La trama se desarrolla con un ritmo que rehúye la prisa. Cada historia encuentra su propio tono y, a través de los encuentros mínimos entre los personajes, emerge un retrato de la sociedad mexicana contemporánea, donde la cordura funciona como disfraz colectivo. El guion, elaborado con precisión, transforma la lluvia, las conversaciones y los gestos rutinarios en símbolos de un malestar más profundo: el de las personas que viven bajo la exigencia constante de mantener la compostura. En esas vidas, la cordura se confunde con la resignación, y la locura adopta la forma de la sinceridad. El director articula este discurso con serenidad, dejando que los diálogos y los silencios revelen lo que las palabras ocultan. La película no busca conmover con artificio; apuesta por la observación exacta de los cuerpos, los gestos y las miradas.

El elenco sostiene el proyecto con una fuerza contenida. Alfredo Castro encarna la autoridad que protege y oprime al mismo tiempo. Ilse Salas transmite la incomodidad de quien aparenta equilibrio mientras su mundo interior se desmorona. Ángeles Cruz protagoniza una de las secuencias más intensas, una comida familiar donde la memoria se convierte en campo de batalla. Adriana Barraza, Natalia Solián y Fernanda Castillo completan el retrato coral con una naturalidad que rehúye el estereotipo. Cada actriz aporta textura y verdad, evitando cualquier exceso interpretativo. Rodrigo García permite que las intérpretes encuentren su propio camino, como si él mismo fuera un testigo más dentro de la escena. Esa confianza genera una sensación de vida que se percibe incluso en los silencios más prolongados.

A través de la película, García plantea una lectura social y política clara: las mujeres cargan con el mandato de la serenidad, mientras los hombres administran el poder del descontrol. El relato invierte esa dinámica. La llamada “locura” de Renata funciona como espejo de una cordura colectiva que asfixia. El director coloca a sus personajes en situaciones donde deben elegir entre el deseo y la norma, y en ese conflicto se revelan los mecanismos de represión que estructuran la vida cotidiana. En la conversación entre Renata y su padre, o en la cena donde se confrontan generaciones distintas, se expone con precisión la hipocresía de una sociedad que confunde obediencia con salud mental. García no busca teorizar sobre el patriarcado; lo muestra en funcionamiento, en los pequeños gestos de control y en las frases que se pronuncian con cariño envenenado.

La dirección de fotografía de Igor Jadue-Lillo refuerza esa tensión con planos donde la lluvia parece colarse en las habitaciones. La cámara se mantiene a media distancia, como si dudara entre acercarse o retirarse, y esa incertidumbre genera un clima emocional sostenido. Los tonos apagados, la luz gris y la presencia constante del agua construyen un ambiente donde todo parece a punto de desbordarse. El montaje de Yibrán Asuad acompaña con ritmo sereno, enlazando los relatos sin subrayar las conexiones, dejando que el espectador descubra las correspondencias morales y afectivas entre los personajes. En conjunto, el apartado técnico actúa como una prolongación del guion: sobrio, preciso y sin alardes.

La película explora sin ambigüedad el vínculo entre fe, deseo y control. La religión aparece como un dispositivo que organiza las emociones y las jerarquías. En una de las historias, una mujer encuentra refugio en la devoción; en otra, la fe se convierte en un peso heredado que limita la libertad. García utiliza estos elementos sin convertirlos en discurso teológico, sino como expresión de una cultura donde la culpa y el deber se confunden con amor. La sexualidad, tratada sin pudor ni complacencia, se presenta como terreno de disputa entre la necesidad de sentirse viva y la obligación de parecer cuerda. En ese espacio intermedio se mueven las protagonistas, buscando un equilibrio que siempre se desliza entre los dedos.

Resulta imposible separar las emociones individuales de las estructuras colectivas. ‘Las locuras’ retrata a una sociedad donde la estabilidad se asocia con el silencio y la represión, y donde la pérdida de control equivale a una forma de sinceridad. El filme, más que contar historias, registra un estado de ánimo: el cansancio de una generación que intenta mantener la compostura mientras todo a su alrededor se tambalea. Rodrigo García no juzga ni disculpa a sus personajes; los acompaña. De ese acompañamiento surge una visión moral que no depende de grandes discursos, sino de gestos mínimos, de respiraciones contenidas, de miradas que duran un segundo más de lo esperado.

El final deja a cada personaje en un punto distinto del recorrido, sin estridencias ni moralejas. La tormenta cesa, pero el aire conserva la densidad de lo vivido. Las protagonistas permanecen en sus vidas, conscientes de que la cordura es un pacto frágil con el entorno. García sugiere que la verdadera lucidez consiste en aceptar la grieta y convivir con ella. ‘Las locuras’ no intenta ofrecer consuelo, sino una forma de comprensión: la de quienes descubren que la serenidad se conquista cuando se asume el caos como parte de la vida.

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